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Los diablos azules

Cervantes fuera de palacio

Miguel de Cervantes.

Juan-Ramón Capella

Este texto ha sido extraido del volumen Impolíticos jardines. Ensayos sobre política y cultura (Trotta, 2016). Impolíticos jardines. Ensayos sobre política y cultura

Un autor ignorante de la oceánica bibliografía académica sobre Miguel de Cervantes, pues tal es el caso de quien esto escribe, puede ser como elefante en cacharrería. Pero esa ignorancia no debe inducir a la mudez, e impedir a un lector de Cervantes tributarle un modesto homenaje con ocasión del cuarto centenario de la publicación del Quijote, a condición, claro es, de ubicar su reflexión al margen de la especialidad académica de la filología hispánica¹.

Mis fuentes principales, aparte de las lecturas que señalaré más adelante, son los prólogos que el propio Cervantes les puso a sus obras. Prólogos extraordinariamente importantes, pues en ellos Cervantes adopta la máscara del autor y expresa pensamiento propio, aunque lo encele suficientemente —ya que aparece como autor, esto es, se representa a sí mismo en ese papel— para diversos fines, entre ellos los propiamente literarios. La falta de respeto del mundo del consumismo para con las cosas de la cultura la ejemplifica el que a las Novelas ejemplares distribuidas en el año conmemorativo con la edición del cultísimo diario El País se les ha amputado el importantísimo Prólogo del propio Cervantes.

Fuera de palacio

En sus Cartas luteranas², en el capítulo titulado precisamente "Fuera de palacio", Pier Paolo Pasolini describe una experiencia personal que desemboca, como tantas veces en él, en una ilustrativa metáfora sociológico-política. Cuenta Pasolini que un atardecer, tras una agotadora jornada veraniega en la sala de montaje con uno de sus filmes, ha ido a la playa de Ostia, una playa popular, cerca de Roma; lleva en la mano una revista "para intelectuales" que se ha leído de cabo a rabo y mira a su alrededor: una multitud plebeya, consumista; parejas pequeño-burguesas con sus hijos, etc. Un entorno completamente distinto del mundo habitual de los intelectuales selectos a quienes acaba de leer en la revista. A Pasolini, antes de la epidemia consumista, le complacía estar entre las sencillas multitudes populares que ahora, en su desnaturalización, le disgustan; pero una vez más se encuentra inmerso en una de ellas simplemente por inercia. Mira la revista que tiene en la mano y reflexiona: "¡Qué distinta de mí es la gente que escribe sobre las mismas cosas que me interesan a mí!" —pues a "esa gente", de gustos "refinados", ni se le pasa por la cabeza irse a bañar a Ostia—. "Pero, ¿dónde está? ¿Dónde vive?". Y la respuesta fulgurante acude a su cabeza: "Vive en palacio".

"Vivir en palacio", como cosa contrapuesta a "estar en la plaza, abajo, entre la gente" es una antigua metáfora de Guicciardini, contemporáneo de Maquiavelo, en los principios mismos del mundo del mercado. Pasolini la renueva al señalar la diferencia entre las personas que se ocupan solamente de lo que ocurre "en palacio", esto es, en las esferas del poder (poder político, económico, cultural y, como diría muy propiamente Pierre Bourdieu, simbólico), y las personas que "están en la plaza". Las primeras se ocupan del poder, de sus intrigas, de sus alianzas; entran en su tráfico de influencias y ansían, como diría Hobbes, conseguir más poder³. Las segundas, las gentes corrientes, padecen el poder de los otros; están excluídas. Y pueden llegar a tener una manera distinta de interpretar el mundo, de vivir y de soñar cómo vivir.

Hay ciertas semejanzas entre Pasolini y Cervantes: ambos dieron con sus huesos en la cárcel ("donde toda incomodidad tiene su asiento"); ambos son críticos de la sociedad en que viven; ambos son innovadores; ambos tienen sentido del humor pese a que eso no se manifieste en todas sus obras; y también son autores los dos de obras "bizantinas": Cervantes, con el Persiles; Pasolini, con su película Las mil y una noches.

Pero más allá de estas anacrónicas coincidencias vale la pena preguntarse por la posibilidad de otra más esencial: ¿es Miguel de Cervantes un escritor de fuera de palacio? ¿Se sitúa moralmente Cervantes al margen del poder y de sus negocios? ¿O, como tantos intelectuales, buscó insertarse en el poder y sobre todo hacer las paces con él?

Algunas dedicatorias que Cervantes incluyó en sus libros pueden inducir a creer que el escritor tiene una filia subjetiva por el palacio; incluso la última dedicatoria, la del Persiles. Sin embargo la vida de Cervantes, su inserción objetiva en el mundo productivo, guarda un intenso parecido con la de los primeros (y posteriores) artistas "libres", como por ejemplo Mozart, libre ya de vínculos de naturaleza feudal como los que todavía ataron a Beethoven o a Haydn. Sostendré que Cervantes, en el siglo XVI y principios del XVII, anticipa intencionalmente a los artistas "libres" en bastantes rasgos destacables, en esa primera etapa de formación de la división social del trabajo moderna.

Intelectuales no aristocráticos y división del trabajo

¿Cómo podía subsistir un intelectual no perteneciente a la casta aristocrática en el mundo de los siglos XVI y XVII? ¿Qué posibilidades quedaban abiertas para quien optara vitalmente entonces por lo que hoy llamamos trabajo intelectual, o artístico?

Podía actuar, desde luego, bajo la protección de la Iglesia. Una profesión eclesiástica aseguraba lo necesario para sobrevivir. Y la aprovecharon gentes tan dispares como Lope de Vega, funcionario de la Inquisición, o, de modo infinitamente más modesto, Góngora; o también, con problemas sin cuento, un renovador radical como Juan de la Cruz.

Se podía contar también con la universidad, en realidad vinculada a los dos grandes poderes, el eclesiástico y el estatal, que se comunicaban en esa institución. Ahí están los casos de Francisco de Vitoria, Luis de León, Juan de Ávila, etc.

El amparo regio o de algún aristócrata importante podía proporcionar, aún por mucho tiempo, un oficio cortesano privilegiado que permitiera la ocupación artística o que directamente la financiase. Velázquez puede servir de ejemplo de la primera situación; Quevedo, al servicio del Duque de Osuna, de la segunda, y Beethoven, entrado incluso el siglo XIX, de la tercera.

Quedaba además el oficio de las armas: tales son los casos de Garcilaso, de Aldana, de Fernández Andrada o de Boscán. Pero éstos eran capitanes, no humildes soldados. Fuera de eso, únicamente los arquitectos, escultores o los pintores más destacados podían vivir de su arte, con encargos eclesiásticos, estatales o de los muy ricos; los demás, excluidos de las categorías anteriores, tenían que "explotarse a sí mismos" en algún tráfico particular para autofinanciar su actividad creadora.

El caso de Cervantes

En el caso de Cervantes las armas quedaron eliminadas, quizá más que por las heridas que ocasionaron su manquedad por el largo cautiverio de Argel, en el que consume su juventud. Hacia los treinta años regresó a España y obtuvo un brevísimo encargo estatal, una misión de agente en Orán que no desemboca en empleo ninguno. Trata luego de vivir de sus comedias sin conseguirlo. Se convierte entonces en comisionado recaudador de impuestos en Andalucía, y en eso y en tratar de negocios se ganará la vida; "escribe y se ocupa de negocios", declarará una hermana suya en Valladolid, ante un magistrado, mucho después; seguramente se desempeñó como un pequeño intermediario o comisionista cuando dejó de ejercer la incómoda ocupación de recaudador de impuestos.

Aunque Cervantes buscó ocasionalmente la protección de algún poderoso, esa biografía suya, en su nuda verdad, le aparta de los escritores que de algún modo están "en palacio", y se puede decir en cambio que es de los artistas que "están abajo, en la plaza", en la España de su época, también por sus propias opiniones, que veremos después. Pues la ubicación de Miguel de Cervantes en el sistema de la división del trabajo de su tiempo se parece más a la de numerosos amigos suyos poetas (que obviamente no vivían de la poesía: nadie vive de la lírica como no sea urdiendo alabanzas al poder); y está en las antípodas de los intelectuales objetivamente "de palacio" como pudieron serlo paradigmáticamente Velázquez, Lope o Quevedo, situaciones objetivas que por mucho tiempo perdurarán en Europa.

Sólo muy mayor y explotándose a sí mismo vuelve Cervantes a la palestra literaria con la sucesión fulgurante de las Comedias y entremeses, las Ejemplares, el Quijote, el Viaje del Parnaso, el segundo Quijote y finalmente el Persiles: toda una proeza, pero que no le permite vivir únicamente de la escritura. Es preciso tomar en consideración que si en España el número de lectores siempre ha sido reducido, en la época de Cervantes debía ser incluso bastante escaso, con una población pequeña diezmada además por la peste y las enfermedades. De hecho el mercado del libro era económicamente débil.

La mayor parte de las dedicatorias formales de Cervantes tienen un destinatario preciso: el Conde de Lemos (desde las Comedias y entremeses al Persiles, pasando por las Ejemplares y El ingenioso hidalgo…): no sólo por la esperanza ilusoria (en el sentido doble de que se hacía ilusiones y de que le hacía ilusión) que albergó Cervantes de situarse con él en Nápoles, ciudad que adoraba; también, y seguramente sobre todo, porque ese poderoso virrey era uno de los poquísimos aficionados a la literatura y entendidos en ella entre la aristocracia de aquel imperio hierático. Pero pese a todas estas dedicatorias palaciegas Miguel de Cervantes nunca llegó a entrar materialmente en palacio.

Afortunadamente, se podría comentar con una punta de cinismo. De hecho, la segunda parte del Quijote lleva antepuesta una afectuosa aprobación eclesiástica del licenciado Márquez Torres que viene a opinar lo mismo: éste narra una anécdota, quizá inventada, en la que un caballero francés, de visita al Arzobispo de Toledo, al decírsele que Cervantes es pobre comenta: "Si la necesidad le ha de obligar a escribir, plega a Dios que nunca tenga abundancia, para que con sus obras, siendo él pobre, haga rico a todo el mundo".

Pero ésa es una opinión de alguien "de palacio". Lo equivocado del juicio reside en que la necesidad material no llevó a Cervantes a escribir, sino a dedicarse a los negocios, quitándole tiempo para aquello.

El talante intelectual de Cervantes

Que Cervantes fuera lo que hoy llamamos un intelectual ha sido puesto en duda. "Ingenio lego", se le llamó. Originalmente ser lego denotaba simplemente la carencia de estudios universitarios, pero el tiempo, con su capacidad para cambiar el sentido de las expresiones, junto con la actividad de negociante de Miguel de Cervantes, propició más modernamente la idea de un autor con escasas letras aunque dotado de gran inventiva. Así, Cervantes no podría ser equiparado con los intelectuales auténticos (casi todos "de palacio", como es natural).

Pese a que los estudios documentados de Cervantes se vienen a reducir a la asistencia a las clases de López de Hoyosen Madrid y tal vez, por brevísimo tiempo, a alguna escuela regentada por jesuitas, hay motivos para pensar que frecuentó la universidad de Salamanca o la de Alcalá del modo como cuenta que lo hizo su personaje Tomás Rodaja, el licenciado Vidriera, esto es, como servidor de confianza de algún estudiante rico. Aún hoy se puede ver en la Universidad de Salamanca la disposición espacial de las antiguas aulas: a un lado, la cátedra (un púlpito); debajo, el lugar del lector; en medio, los bancos de los estudiantes, y al fondo, separadas por un breve pasillo, dos bancadas para los criados de los estudiantes, al parecer mayormente aristócratas o eclesiásticos. Eso, si se produjo, pudo alimentar la llama que con López de Hoyos se había encendido. El joven Cervantes, al huir a Roma escapando a una previsible condena por una pendencia, cambió el apellido materno, Cortinas, por el sonoro Saavedra de un pariente —más tarde se convertiría en el soldado Saavedra— probablemente para borrar pistas; y entró al servicio, lo que también significaba estar bajo la protección, del joven Giulio Acquaviva, un aristócrata ilustrado de su edad. Eso es un indicio de que era visto por sus contemporáneos como una persona con dotes intelectuales. A Acquaviva le hicieron en seguida cardenal, a los 23 años, lo que tal vez parezca escandaloso hoy, aunque en asuntos de la corte papal ya resulta difícil escandalizarse.

Para establecer las cualidades intelectuales de Cervantes, más que los estudios, lo relevante es la actitud espiritual y los frutos de su actividad de escritor. Cervantes es plenamente consciente de las formas literarias y de la historia de la literatura. Y entre sus preocupaciones personales en tanto que escritor figura la de plantearse constantemente problemas literarios: Cervantes se complacía en llevar más allá los géneros.

Su primera novela, La Galatea, publicada en 1585, es una novela pastoril en la que se propone ir más allá que la Diana de Montemayor. Cervantes ejecuta en ella una operación análoga a la que más tarde realizó Velázquez con su gran innovación iconográfica, tal vez sugerida por la lectura de La Galatea, al presentar un tema mitológico en un escenario realista, como hará Velázquez en La fragua de Vulcano, Las hilanderas o Los borrachos. Cervantes sitúa la acción de La Galatea en un escenario natural (en el sentido de no imaginario), las orillas del Tajo, y sus pastores no son personajes fabulosos sino reales; en la novela hay además, como será corriente en la obra de Cervantes, un coloquio literario en clave pastoril, donde el personaje de Telesio representa en opinión de los entendidos a Diego Hurtado de Mendoza, quien, con Garcilaso, parece haber sido un referente importante para Miguel de Cervantes.

Y su última novela es también una novela de género; esta vez el intento es llevar más lejos que nunca la novela bizantina, con el Persiles (por no hablar de la parodia del género libro de caballerías en el Quijote).

Por cierto que la ironía acerca de las citas cultas en el prólogo a la primera parte del Quijote —cuando un interlocutor imaginario le sugiere al autor llenar de citas el libro ayudándose justamente de uno de esos libros de citas y "frases famosas", como hacen aún hoy ciertos doctorandos para amasar notas a pie de página a base de mencionar bibliografía no manejada— lo que hay es un intelectual que está de vuelta —aunque nunca estuvo de ida— de los recursos manidos de los intelectuales, los cuales suelen andar siempre buscando el modo de darse brillo, como si fueran zapatos que hubiera que lustrar. Los dardos más envenenados de ese prólogo van dirigidos al parecer contra Lope de Vega, y el falso Quijote parece responder a ellos.

Todo eso, sin embargo, al margen de lo evidente: la constelación de citas ocultas, una miríada escandida todo a lo largo del Quijote, manifiesta la dilatada cultura de un escritor nada lego: una cultura hecha suya por la propia inclinación y no como resultado de las palmas académicas.

Ha de quedar claro, de todos modos, que Cervantes es hijo de su tiempo y comparte alguno de los prejuicios sociales de sus contemporáneos. Por ejemplo, uno que, cambiado, persiste hoy: burlarse de los vizcaínos, de los vascos, por su modo de hablar el castellano, asunto que aparece en su obra en no pocas ocasiones. Que Cervantes es un crítico social no ofrece dudas; pero tampoco hay que hacer hipérboles sobre ello. A fin de cuentas, con su religiosidad avanzada, erasmista, no dejó de ser un creyente: se hace terciario franciscano y congregante de los Esclavos del Santísimo Sacramento. Aunque en el "Prólogo" del Persiles se despide de sus amigos esperando encontrarlos "en alguna otra vida", y no en la otra vida.

Pero estábamos hablando de su consciencia en tanto que intelectual. Y ahí se pueden añadir numerosos elementos de hecho que le sitúan en las antípodas del lego.

Uno de ellos salva para la historia del teatro español (en el "Prólogo al lector" de sus Comedias y entremeses), la descripción de cómo eran las representaciones de Lope de Rueda, cuya importancia no se le escapa y a quien alcanzó a ver siendo muchacho. Informa que Lope de Rueda ejercía la artesanía de fabricar panes de oro —tampoco éste vivía pues sólo de su arte—. Y que todo el atrezo necesario para una representación suya cabía en un costal: unas pocas telas, barbas y pelucas; que el teatro consistía en cuatro bancos en cuadro con unas tablas encima, que el telón de fondo era una manta vieja colgada de una cuerda tendida de lado a lado, tras la cual estaban los músicos "cantando sin guitarra algún romance". Nos muestra pues un teatro que hoy evoca la sobriedad de un Sanchis Sinisterra, teatro puro de actores, en las antípodas del espectáculo de tramoya, quizá más circo que teatro, de La Fura dels Baus, que encandila a un progresismo boquiabierto ante la tecnología. Cervantes, en el prólogo con el que andábamos, habla luego de un actor llamado Navarro que amplió el vestuario e inventó tramoyas de ruidos de rayos y truenos, etc. También señala Cervantes que él mismo redujo las comedias a tres actos de cinco que solían tener, e inventó los personajes "morales" (la Esperanza, el Alma, etc.; luego Calderón poblaría sus pesadísimos autos sacramentales con personajes de este tipo); y añade que compuso entre 20 y 30 comedias que se representaron "sin que se les ofreciese ofrenda de pepinos ni de ninguna otra cosa arrojadiza".

(El lector, probablemente, habrá sonreído, pues en la cita es de admirar la sabia elipsis cómica: el hiperbólico "pepinos" evita la palabra "huevos" y la palabra "tomates").

Cervantes legó un magnífico censo de la lírica de su época en El viaje del Parnaso, una obra donde los tercetos encadenados, que tan bien funcionan en la lengua castellana, son vehículo de la mayor ironía literaria interna que conoce nuestra literatura. Esta obra, y en particular su capítulo IV y la adjunta en prosa, es riquísima para comprender la autoconsciencia literaria de Cervantes, que muestra saberse ya un escritor grande pese a la falta de reconocimiento congruente.

Por otra parte están las ironías sobre las Academias, empezando por la de Argamasilla en el Quijote, que no son desde luego ironías de un lego, sino de alguien completamente consciente del significado cultural de la literatura. Y la iniciación en castellano de un género nuevo, la novela corta, en las ejemplares, que sin falsa modestia reivindica.

Cervantes hace teatro dentro del teatro en Pedro de Urdemalas y en El retablo de las maravillas. En este orden de cosas, yo valoraría diversamente de cómo viene haciéndolo cierta crítica la presencia de novelas dentro de las novelas, que es un recurso de gran valor literario más que un expediente para engrosar libros como parecen opinar algunos académicos de hoy. Sirve para dejar en suspenso al lector, y atraparle en la pausa en una red más modesta que acaba resultando apasionante. Lo utiliza el propio Nabokov en la novela que se ha traducido con el título de La dádiva (cuando hubiera debido llamarse en castellano algo así como El regalito o El regalo envenenado).

En varias ocasiones habla Cervantes del valor de la literatura de entretenimiento. Su argumento es que para hacer grata la vida se cultivan jardines y se construyen fuentes; así, también, con la misma intención, se escriben los libros. Estamos en las antípodas de la escritura funcional a la ciencia o a la teología. Cervantes no escribe para alabar a Dios, sino para entretener y divertir a las personas (y con toda seguridad para divertirse él mismo).

El conjunto de sus consideraciones metaliterarias basta para mostrar un escritor que no es en modo alguno un «lego»: no sólo escribe y fabula, sino que tiene opinión propia, innovadora, y sabe ubicarse perfectamente en la historia intelectual de su país.

De todas las historias de la historia…

No eran buenos tiempos tampoco entonces en España, que tan pocos ha tenido. Cervantes vivió durante el ominoso reinado de Felipe II, con la Inquisición funcionando sin tregua, persiguiendo no sólo a los judíos sino también a erasmistas como él; con empresas bélicas insensatas y costosas que pesaban sobre los hombros del indio americano y el campesinado del reino de Castilla; y, finalmente, en el Madrid de Felipe III, desmadrado en la corrupción, anticipo, para que nos hagamos una idea, del Madrid de Felipe González.

El asunto de la “pureza de la sangre”

Éste es un tema central de la política que incide en la vida social. El proyecto de los Reyes Católicos de cohesionar ideológicamente la unión de reinos a través de la fe cristiana, con la proscripción de los judíos salvo que se convirtieran (y sus sucesores combatirán y proscribirán a los moriscos); eso creó a incontables súbditos la obligación de convertirse para no ser expulsados del país, y auspició una sospecha generalizada sobre los falsos conversos o conversos a la fuerza.

Esa política y la creación de la Inquisición originaron un ambiente gravísimo de delación y sospecha, de interesada soplonería, en toda la sociedad española sin parangón en ninguna otra, pues no eran pocos los que tenían ascendencia judía. El propio Fernando el Católico tenía lo que se llamaba "un cuarto de judío", pues una abuela suya pertenecía a esa etnia. Ser acusado de falso converso implicaba caer en manos de la Inquisición, que lo primero que hacía era confiscar los bienes del preso. Por eso aparecieron y se generalizaron prácticas destinadas a guardar las apariencias del no judaísmo, unas prácticas que arraigaron con tal fuerza que subsisten hasta hoy. Así, nosotros y los portugueses llevamos dos apellidos, para poner de manifiesto que ni la ascendencia paterna ni la materna son hebreas; así, la costumbre doméstica de "hacer sábado", reservando para ese día en que la ley judaica prohibe trabajar las grandes labores de limpieza, que se realizan con puertas y ventanas abiertas, a la vista de todos (la costumbre y la expresión han permanecido vivas hasta la entrada de los españoles en el contemporáneo mundo del consumo).

Desde las primeras líneas del Quijote Cervantes es un crítico social de ese mundo de apariencias: ahí están los duelos y quebrantos —productos porcinos tabú para los hebreos— que el hidalgo Quijano había de zamparse los sábados como todos los cristianos españoles: una ironía sobre la España de la pureza de la sangre que desde luego no pueden apreciar, por falta de información, los escolares que se saben ese párrafo de memoria. Y que pasan por alto la mayoría de los eruditos. (De pasada: "duelos y quebrantos", ¡qué expresión ingeniosa de origen indudablemente popular, como tantas recogidas por Cervantes!).

La crítica de la pureza de la sangre aparece en otras obras de Cervantes: desde luego, es central en la lógica teatral de esa joya que es El retablo de las maravillas, o en La elección de los alcaldes de Daganzo. Es la crítica de una sociedad en la que el mérito o el demérito no se juzgan en virtud de la valía personal o de las obras, sino por un criterio derivado de la lógica de la institución feudal. Tampoco en esto hemos avanzado mucho, pues hoy el mérito y el demérito se miden en función del mercado y de su servidora la publicidad, del tanto tienes tanto vales.

La sospecha de alguna raíz judaica en el propio Cervantes la alimentan, más que anularla, desde el oficio paterno hasta el poco fundamentado documento de pureza que, a petición suya desde Roma, le facilita su padre: un apaño picaresco y no un certificado de pureza en regla. O el hecho de que no insistiera en "pasar a América", lo cual habría exigido una prueba de pureza de sangre con todas las de la ley. Además, un ascendiente suyo fue un converso al servicio de la Inquisición… Cervantes no era precisamente un cristiano viejo, pero tampoco parece sentirse preocupado por su propia estirpe. Lo que critica es la ficción atenazante y peligrosa en que, a diferencia por ejemplo de la Italia que bien conoce, vive la sociedad española

El Quijote para niños (incidentalmente) y para mayores

No se debe dar el Quijote a los niños, ni hacer de él ediciones para niños que traicionan inevitablemente el valor de la obra al deslizarse sobre su superficie: es mejor hablar con realismo, en cambio, de la dificultad de leer a un autor de hace cuatro siglos, porque el lenguaje ha cambiado aunque siga siendo el mismo, y sobre todo porque ha cambiado el mundo. Los quijotes para niños, o como libros para aprender a leer —padecí uno de ellos—, pueden crear en sus lectores un prejuicio contra la obra de Cervantes en vez de curiosidad por ella (esas publicaciones manifiestan un necio chovinismo patriótico burdamente nacionalista; ni siquiera a los franceses, por ejemplo, se les ocurre hacer ediciones para niños de Rabelais). A los escolares se les puede recomendar con provecho El coloquio de los perros, Rinconete y Cortadillo o El licenciado Vidriera. Y para evitar un chovinismo cervantino también se les puede recomendar El lazarillo, El Buscón o Guzmán de Alfarache, que la literatura española del siglo XVII da para mucho y los jóvenes españoles, gracias a los pedagogos y a los ministros o consejeros de Educación, no lo saben.

Tal vez convenga mencionar ahora unos pocos libros que pueden ayudar a leer con gusto a Miguel de Cervantes a pesar de la distancia temporal y los cambios culturales: yo mencionaría los de Rosa Rossi, sobre todo Escuchar a Cervantes; el excelente libro sobre el Quijote de Juan Carlos Rodríguez, y el de Francisco Márquez Villanueva, Cervantes en letra viva.

Hay que entender que si Cervantes ridiculizó la supervivencia del feudalismo (eso decía Joaquín Maurín en un artículo de 1930, disparatado por demás), hoy lo equivalente sería ridiculizar el apogeo del capitalismo. Quizá así los niños no malentendieran a Cervantes desde el principio.

En mi opinión, sin embargo, y pese a que La Galatea y el Persiles bastarían para situar a Cervantes en un lugar destacadísimo de la historia de la literatura española, hay que decir las cosas claramente: quienes más pueden disfrutar hoy estas obras son… los especialistas en historia literaria o en filología hispánica, más que los lectores no especializados como pueda serlo yo mismo. Y ello, creo yo (aunque podría estar equivocado) porque el género de la novela pastoril es poco apto para la crítica social (aunque sí sirve para la crítica literaria) y la novela bizantina, fantástica, en la práctica la excluye por completo. Y es justamente la crítica, e incluso más precisamente la buena calibración de la crítica social y literaria, lo que constituye una de las razones de la perennidad de Cervantes: es un escritor equilibrado, el que más en la literatura española.

El Cervantes sobresaliente es el del Quijote, sobre todo en su segunda parte; el de las Ejemplares (especialmente con Rinconete y Cortadillo, y más: El licenciado Vidriera y, por encima de todo, El coloquio de los perros); el de los entremeses teatrales (Retablo); el de ciertos poemas, como el Viaje del Parnaso y "Al túmulo de Felipe II en Sevilla"; el de algunos escritos, como sobre todo sus prólogos, algunos de ellos rebosantes de humor. Mientras que hay un Cervantes notable: el de La Galatea, el del Persiles, el de algunas obras teatrales.

Es como dos escritores en uno: uno de ellos es un autor excelente, que por sus obras tendría un lugar asegurado en la historia de la literatura española al lado de los grandes. Pero el otro Cervantes es un escritor enorme, magnífico, de los más grandes de la literatura universal. Aunque este juicio mío, maniqueo, sobre los dos Cervantes debe ser atemperado porque en realidad no sé cómo se podía leer en mil seiscientos y pico una novela bizantina como el Persiles, de la que se hicieron en la época varias ediciones.

Muy probablemente la coexistencia de los dos escritores (siguiendo con el maniqueísmo) en la misma persona, y hasta el final de su vida, se deba a que Cervantes nunca pudo dedicarse por entero, sola y exclusivamente, a su trabajo intelectual, a su trabajo de escritor; o incluso a que durante algún tiempo trató de escribir para vivir (obras de teatro). Muy cerca tenemos el caso de una persona que hubiera podido ser un grandísimo escritor, Manuel Vázquez Montalbán, y que se quedó en escritor muy valioso precisamente porque escribía para ganarse la vida. Eso es posible hoy —aunque con grandes costes—; en los siglos XVI y XVII, no.

Volviendo a Cervantes, siempre resultará sorprendente que un autor con tan aguda consciencia técnica del carácter artístico de su obra presente diferencias tan acusadas: la segunda parte del Quijote y al mismo tiempo una novela bizantina como el Persiles; o la diferencia entre un entremés como el Retablo, un acierto completo, total, y sus comedias dramáticas; o el soso final feliz de la trama de La fuerza de la sangre, para mí un enigma, pues en cambio el planteamiento de esta novela ejemplar es increíblemente moderno: evoca hoy al mejor Stevenson, al mejor Conrad, o al Stendhal de las Crónicas italianas.

Cuando despliega la ironía, esto es, en su papel de crítico social, o siquiera literario, Cervantes resulta incomparable, lo cual no es el caso si el género (la novela bizantina, por ejemplo) no facilita ese despliegue sino que más bien tiende a impedirlo. También cuando no escribe para vivir, sino para defender su obra literaria, como en la segunda parte del Quijote.

Menosprecio de Corte, menosprecio de palacio

En varias ocasiones aparece Cervantes, pese a haber buscado infructuosamente una colocación cortesana (que era entonces algo así como hoy trabajar en las universidades), en actitud muy distante y crítica respecto de la corte y lo cortesano.

Mencionaré, ante todo, el soneto "Al túmulo del rey Felipe II en Sevilla", al que calificó nada menos que de "honra principal de mis escritos" (y lo es no por su valor literario, sino por su valor político), en el que de una forma oblicua, llena de sorna, de retranca, pone en solfa el exceso escenográfico con que se tributa al difunto rey.

En el mismo sentido van unas líneas del final de El licenciado Vidriera que suenan como de la Epístola moral a Fabio aunque son más directas:  "¡Oh, Corte, que alargas las esperanzas de los atrevidos pretendientes y acortas las de los virtuosos encogidos, sustentas abundantemente a los truhanes desvergonzados y matas de hambre a los discretos vergonzosos!". Esto es: la Corte promueve a truhanes desvergonzados y a pretendientes atrevidos. Nihil novum sub sole.

Y tenemos, finalmente, el último chiste de Miguel de Cervantes, todavía válido hoy, que aparece en uno de sus textos más impresionantes, el prólogo del Persiles, escrito pocos días antes de su muerte y consciente de que la guadaña le ronda muy de cerca. Allí cuenta que cabalgando en su mula camino de Madrid, junto con otras personas —los viajeros se juntaban en grupos para protegerse mutuamente—, son alcanzados tras mucho esfuerzo, pues sus cabalgaduras van ligeras, por una persona que resulta ser un estudiante. Persona que, nada más llegar hasta ellos, les pregunta: "¿Vuesas mercedes van a alcanzar algún oficio o prebenda a la Corte, pues allí está su ilustrísima de Toledo y su Majestad, ni más ni menos, según la priesa con que caminan…?".

Basta pensar en lo que sucede hoy tras cada vuelco electoral, con millares de pretendientes, profesores e intelectuales, sedientos de promoción y de beneficios, que vuelan a Madrid, donde está el Poder, para comprender que Cervantes sigue siendo actual por la agudeza de su mirada sociológica.

Y es verdad que en sus últimos años Cervantes casi logró trabajar como escritor en el sentido moderno de la división del trabajo, pues el público acogió muy bien el Quijote. Fue leído por las personas, aún escasas, que podían leer como lo hacen los lectores modernos, y obtuvo de ellos reconocimiento. Miguel de Cervantes jamás entró en palacio, sino que permaneció siempre abajo, en la plaza. ¡Cuán distinto era de tantas personas que se interesan por las mismas cosas que le interesaban a él!

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. Intervención en un curso sobre la obra de Cervantes, en la Universidad de Almería, dirigido por Juan Carlos Rodríguez en julio de 2005. Dedicado a Alejandro Nieto. Bellver de Cerdanya, julio de 2005. Revisado en 2015.

. Pier Paolo Pasolini, Cartas luteranas (1979), trad. cast. Trotta, Madrid, 1997.

. Vid. C. B. Macpherson, La teoría política del individualismo posesivo, trad. cast. Trotta, Madrid, 2005.

. Quien le llama "nuestro caro" y "amado discípulo" al incluir dos poemas del joven Cervantes en un libro suyo.

. Felipe II había ordenado prenderle por herir a otra persona en un duelo.

. "...por motivos que no debieron de ser exclusivamente religiosos", escribe Jean Canavaggio.

. Nabokov, autor de un disparatado libro sobre la obra de Cervantes, inserta en La dádiva una biografía de Chernichevski, antepasado ideológico de los bolcheviques pero también de los liberales rusos como el propio Nabokov, que no tiene desperdicio.

. Pero no Juan Goytisolo, uno de los mayores escritores contemporáneos en lengua castellana. En la nota sobre esta expresión en el Quijote de la RAE, edición excelente por lo demás dirigida por Francisco Rico, hay en mi opinión un error. Se supone allí que los duelos y quebrantos eran un plato que no rompía la abstinencia que en Castilla se observaba los sábados. Pero, si no rompía la abstinencia cristiana, ¿por qué quebrantos? En cambio con el tocino se quebrantaba con dolor (duelos) el sabbath hebreo.

. Y ya que estamos en eso de las lecturas de los jóvenes, en el inicio de la afición por la lectura, conviene recordar también a autores como Stevenson, Conrad, Stendhal o Poe, por no hablar de E. M. Remarque y Primo Levi.

. Rosa Rossi, Escuchar a Cervantes (Ámbito, Valladolid, 1987) y Tras las huellas de Cervantes (Trotta, Madrid, 1997); Juan Carlos Rodríguez, El escritor que compró su propio libro. Para leer el Quijote (Debate, Barcelona, 2003), y Francisco Márquez Villanueva, Cervantes en letra viva (Reverso, Barcelona, 2005).

*Juan-Ramón Capella es filósofo y jurista. Juan-Ramón Capella

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