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Begoña Gómez cambia de estrategia en un caso con mil frentes abiertos que se van desinflando

Cuéntame un cuento… así no, de otra manera

Un niño leyendo en la cama.

"Censurar libros destinados a los niños es una práctica tan vieja como la historia del libro y de la pedagogía. Todos conocemos historias de libros quemados, secuestrados, adaptados, incluidos en listas... Hasta aquí, nada extraño, pues los libros han circulado, han sido leídos y han confrontado pensamientos diferentes".

Ana Garralón, Ana Tarambana, reflexionaba en estos términos en un artículo de hace un par de años, cuando las polémicas por las reprobaciones e interdicciones de libros destinados al público infantil menudeaban. Por motivos morales, sociales, ideológicos y pedagógicos.

"Muchas veces esta censura ha sido ejercida desde instituciones públicas tanto de regímenes totalitarios como democráticos. Recordemos la prohibición que sufrió la obra de Maurice Sendak, La cocina de noche, cuando se le reprochó que aparecía un niño desnudo. Claro que fue en los años sesenta del siglo pasado y en Estados Unidos. O la obra de Tomi Ungerer, quien tuvo vetado publicar en aquel país desde 1973". O la queja de unos lectores diciendo que en el best-seller ¿Dónde está Wally? ¡aparecía una mujer en topless! (como le dijo el padre P. a la madre de un alumno que, en la piscina del colegio, se quitó la parte de arriba del bikini: "Señora, que uno tiene la castidad muy floja". A lo que se ve, los lectores también).

O la polémica revisión de la biblioteca de un parvulario barcelonés, por la que preguntaban en una reciente entrevista a Alan Gratz, autor Amy y la biblioteca secreta.

"Debemos tener cuidado con no retirar todos los libros que contengan algo desafiante o incómodo. Historias como esas pueden ser útiles precisamente para confrontar y discutir esos temas", respondió el interpelado, que ponía el acento en que "conservar una colección de la biblioteca es diferente a prohibir un libro" y subrayaba que hay libros más antiguos que no reflejan los valores y costumbres modernas "a los que quizá no es necesario darles un lugar destacado en las colecciones modernas de las bibliotecas".

Antes incluso, y por dar un doble salto mortal hacia atrás (además, sin red: ya me perdonarán la simplificación) en la historia del cuento infantil, los responsables de proveer de lectura a la parte más menuda de la sociedad ya ejercieron una suerte de autocensura aplacando los relatos, muchos de ellos terroríficos, en los que se basan los cuentos que a todos nos han contado.

Por poner sólo un ejemplo, de Cenicienta desapareció el pasaje en el que una hermanastra se cortaba el dedo gordo del pie para que sus pinreles, que debían ser como bacalaos del norte, entraran en el zapatito de cristal. Tremenda carnicería que disgustó enormemente al Príncipe. La amputación obedecía al canon de belleza de la época (pies sí, no queda más remedio, pero que sean pequeños; o deformados, como en China) y fue mutilada del relato que hoy tenemos por canónico. Curiosamente, eso dio lugar a lo que en el ámbito de la cirugía estética se conoce como cirugía de Cenicienta: mujeres que se (a)cortan los pies para usar tacones con mayor comodidad. Esa no la vieron venir ni Perrault ni los hermanos Grimm.

Me pregunto si esa manera de actuar no es un antecedente lejano de lo que hoy llamamos "corrección política", que para algunos es indistinguible de la censura. No para Lorrie Moore: "La censura es un silencio impuesto por el gobierno. La ‘corrección política’ es una simple cortesía", declaró.

Cuéntame un cuento

Lo cierto es que, antes y después de ese proceso que dejaba los cuentos hechos un almíbar, los personajes de esos relatos infantiles son lo peor: tenebrosos, mala gente. "Recuerdo como un impacto revelador la primera vez que siendo todavía muy niña leí La sirenita", evoca la escritora aragonesa Patricia Esteban Erlés. "Estuve días pensando en esa criatura maravillosa que lo había perdido todo por amor. Había sido castigada por desafiar su propia esencia, por fiarse de un humano, por querer un par de piernas en lugar de esa cola de escamas que yo imaginaba de lentejuelas verdes y doradas, sinuosa, magnífica." Allí había toda una lección encapsulada para los niños y niñas de la época, a los que Andersen daba colosales collejas de realidad con guante de seda: era un maestro en la tarea de "envolver en la más delicada belleza el chamuscamiento atroz de un soldadito de plomo cojo y demasiado valiente o la venganza de la naturaleza contra una hija díscola, esa sirena que no se conformaba con ser lo que era".

Así que almíbar, pero menos. "Siempre he creído que la literatura es un espejo misterioso: nos acercamos a ella sin darnos cuenta de que lo que estamos viendo, lo que nos atrapa, es nuestro propio rostro reflejado en ella", continúa mi interlocutora. Los cuentos infantiles, sostiene, se las arreglan para presentarnos lo más terrible del ser humano cuando aún no tenemos uso de razón, cuando todavía no entendemos que estamos allí mismo, en el lobo hambriento, en el hada rencorosa o en la madrastra que envidia las mejillas lozanas de una muchacha… personajes casi todos ellos que comparecen en su último libro de relatos, Ni aquí ni en ningún otro lugar, una atalaya desde la que otear la certeza de que al mirar a los monstruos, a los ogros, a los padres crueles o los niños perdidos estaba contemplando, simplemente, a semejantes. "Sin disfrazarlos ni ocultar su esencia, que en realidad es la nuestra. Somos violentos, sentimos envidia, tenemos miedo. Todo eso que nos cuentan los cuentos".

Los suyos no ocultan una voluntad feminista, le pregunto si es necesaria esa relectura de los cuentos clásicos y por esos que apuestan, directamente, por eliminarlos de las bibliotecas… 

"Yo no eliminaría un solo libro, una sola pieza literaria. Creo que debe contextualizarse la ideología que se transmite a través de ellas en lugar de condenarlas a la hoguera. Debemos aprender de ellas, apreciarlas como testimonio de una época en la que se aleccionaba a través de esas narraciones. Generalmente, en el caso de la mujer claro que imponían un modelo de conducta, una pasividad absoluta. La chica del cuento siempre era una niña boba que se iba de paseo al bosque en horas intempestivas, o una muchacha que encuentra su destino en un zapato de cristal, ojo, de cristal, con lo cómodo que debe de ser dar un paseo con ellos. Me parece aberrante que hoy se siga proponiendo el modelo de princesa como ideal femenino a las niñas, esa obsesión por la propia imagen que reina en nuestro mundo ahora mismo, la sexualización de las menores, la búsqueda de la eterna juventud que tanto me recuerda a la pobre madrastra y su espejo. Eso sí me parece grave, no el hecho de que en una biblioteca puedas acercarte a otro siglo y sus ideas a través de los cuentos tradicionales".

En un lugar de la memoria

Larga vida a las palabras muertas

Larga vida a las palabras muertas

Esteban Erlés homenajea en su obra a la gran Angela Carter, que recopiló en una antología maravillosa cuentos supuestamente de hadas en los que en realidad encontramos mujeres listísimas, valientes, que salen al mundo y usan su inteligencia abiertamente, que actúan y no se quedan pasmadas esperando un beso salvador. "Uno de esos relatos recogidos de diferentes tradiciones y épocas comenzaba con la frase que da título a mi libro. Fue como entender, al momento, la solución de un acertijo, como si la Carter me tendiera su mano fantasmal para regalarme las ideas que fueron surgiendo y dieron origen a los relatos. Piensa que está desafiando el propio concepto de narración. Si los cuentos necesitan un tiempo, un lugar en el que suceder, aquí se planteaba que la historia no sucedía en ninguna parte."

Vale, se dijo, entonces puedo contar lo que me dé la gana, desafiar todas las versiones oficiales, convertir a la hermanastra en la buena chica que nunca supimos que era o mostrar abiertamente que alguien que ha dormido cien años tiene derecho a morir dignamente. "Esa frase me llevó a mí, y espero que también a los lectores que se adentren en el libro verde, a hacerme preguntas, a volver el mundo del revés y plantearme quién sería el ogro o la madrastra o la madre más valiente del reino, hoy en día".

Confiesa, sin presionarla mucho, que ha sido un juego divertidísimo trastocarlo todo, encontrar que los cuentos con un envoltorio tradicional nos sirven para hablar de la monstruosidad, del otro que necesita cada época a modo de chivo de expiatorio. "También para reflexionar sobre la maternidad o la eutanasia. En fin, que, colorín, colorado, me lo he pasado en grande".  

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