Los libros
‘Departamento de especulaciones’, de Jenny Offill
Departamento de especulacionesJenny OffillLibros del AsteroideBarcelona2016
Departamento de especulaciones (Libros del Asteroide, 2016), la segunda novela de Jenny Offill, es de lectura veloz y digestión lenta. Su argumento es banal (las preocupaciones de una madre, esposa y escritora) y ambicioso (la vida, al fin y al cabo). Su estructura, desmenuzada en párrafos de unas pocas líneas que hacen saltar de un tema a otro sin cesar, es innovadora, pero no vanguardista: el espectador de cine de acción, el de teatro contemporáneo, el lector de poesía, el seriéfilo no se espantará ante semejante ritmo de montaje. Es un libro fragmentado (los recuerdos, las conversaciones y los datos se interrumpen los unos a los otros) pero se lee como si fuera un flujo de conciencia del viejo siglo XX. Incluso su recepción ha sido desconcertante: empezó recibiendo dos críticas no demasiado buenas en The New York Times, acabó siendo uno de los 10 libros recomendados por el diario en 2014, y fue finalista al Premio PEN/Faulkner de Ficción ese mismo año. Departamento de especulaciones es un libro misterioso por las mismas razones por las que lo es su título: porque une lo extraño y lo familiar, o porque revela lo que hay de uno dentro del otro.
Es cierto que gran parte del trabajo de extrañamiento lo hace el formato elegido por la autora. La narradora de esta historia la cuenta acumulando porciones de prosa que alternan recuerdos muy detallados de momentos aparentemente insignificantes, reflexiones, referencias a teorías científicas, datos curiosos, citas de autores y sentencias sin identificar. Es como si alguien hubiera tratado de reconstruir el diario despedazado de una madre escritora. O como si se hubiera ampliado a una escala gigantesca la línea de pensamiento de alguien, con sus incoherencias, sus asociaciones, sus saltos inexplicables. "Los espacios en blanco", explicaba la autora a The Paris Review, "están pensados para ofrecer un lugar para que el lector pueda introducirse de manera más completa en el texto. La esposa es una narradora que duda y retrocede, y avanza de nuevo”. Lo que se obtiene es algo así como el monólogo interior de Molly Bloom en el Ulises de James Joyce, pero despedazado. Algo como esto:
"Todavía queda mucha vileza en mi corazón. Y yo que pensaba que amar tanto a dos personas iba a enderezarlo.
Lo que dice la gente del yoga: Nada de esto es trivial, siempre que le prestes la suficiente atención.
Venga, el fregadero está atascado. Meto la mano en el agua turbia y me pongo a toquetear el desagüe. Cuando vuelvo a sacarla, la mano está cubierta de grasa".
No es extraño que lo llamativo del formato haya acaparado las críticas y reseñas, inscribiendo la novela en una lista de títulos que habrían utilizado un estilo similar, como Lancha rápida, de Renata Adler (Sexto Piso), Noches insomnes, de Elizabeth Hardwick (Duomo), o, por seguir añadiendo, 4.48 Psicosis, de Sarah Kane. Pero Departamento de especulaciones responde también otra genealogía al menos igual de poderosa: la de las narraciones de lo íntimo. No de la intimidad de las grandes pasiones: la intimidad de lo cotidiano que con frecuencia se reserva a las mujeres. Ahí entrarían La señora Dalloway, de Virginia Woolf, El despertar, de Kate Chopin, o, dice The New Yorker, las novelas de Elena Ferrante. ¿Qué vincula a estas obras tan dispares con la novela de Offill? Todas dan peso (un peso específico, esencial en el relato) a lo que no es literario, a lo que se consideraría accesorio, desde recoger las flores para una fiesta hasta una invasión de chinches. Peso y poesía. Algo así:
"Justo antes de entrar en clase me doy cuenta de que llevo un pegote de vómito en el pelo. Pegote quizás sea un término exagerado, pero sí, hay algo. Me lavo el pelo en el lavabo. Estoy dando un curso que se titula 'Magia y horror".
O así:
"Cuesta creer que el amor haya llegado a parecerme un asunto tan frágil. Una vez, cuando él aún era joven, vi el cuero cabelludo que asomaba a través del pelo y aquello me dio miedo. Pero no era más que un remolino. Ahora se le ve de verdad, y solo siento ternura".
Es inevitable citar a Woolf, además, cuando nos encontramos ante la historia de una escritora incapaz de escribir, en parte por la tremenda carga de trabajo que le suponen los cuidados, ese agujero negro que traga energía sin parar (a Offill le ocurrió algo similar: entre su primera novela, Last things, y la segunda transcurrieron 15 años). No, la narradora no tiene una habitación propia. Irónicamente, también es más o menos consciente de que todo eso que constituye su vida (las clases, los pañales, las miserias conyugales...) no es un buen material literario. O no lo ha sido hasta ahora: "Mi amor por la niña parecía condenado, irremisiblemente no correspondido. Debería haber canciones que hablasen de esto, pensaba yo, pero si las había, no las conocía".
Offill juega con la escala de los acontecimientos. No es que las cosas cambien de tamaño, es que cambia la lente con que se miran. Las referencias a herramientas ópticas que acercan o alejan los objetos ("Es una tontería tener un telescopio en la gran ciudad, pero aún así nosotros nos compramos uno") y a distintos sistemas de percepción ("Decías que los antílopes tienen una visión diez veces más potente que la nuestra. Fue al comienzo, o casi. Eso significa que en una noche clara pueden ver los anillos de Saturno") son constantes. Ahí reside el extrañamiento: reconocemos todo lo que ocurre, pero está a otra escala. Para observar lo grande, se le da la vuelta al telescopio: el dolor, la literatura, el Amor con mayúsculas, la mística de la maternidad, todo parece lejano y risible. Lo pequeño, lo superficial (el atasco del fregadero, la compra, pero también el cliché de la infidelidad), se mira con aumentos y acaba teniendo la luz de una estrella, obedeciendo a fuerzas gravitatorias, ocupando un espacio equivalente al Sistema Solar. Hasta el punto de que cada gesto cotidiano parece el símbolo de algo, hasta el punto de que un matrimonio cualquiera solo puede explicarse con citas sobre astronomía.