Anne Lister (1791-1840) no escribía para ser leída. Pero escribía: desde la adolescencia hasta el día de su muerte, a los 49 años, en las montañas Kutaisi, esta viajera y empresaria británica dejó más de 4 millones de palabras en 24 grandes volúmenes y dos cuadernillos. Eran sus diarios, la gran obra de su vida, una minuciosa descripción del día a día de una propietaria en la primera mitad del siglo XIX, una especie de narración cortesana de los embrollos sociales de la pequeña Halifax, West Yorkshire, y también el relato de viajes de una experimentada montañera. Y algo más.
Una sexta parte de los diarios fueron escritos en código, un galimatías que mezclaba el álgebra, los signos del zodiaco y el griego antiguo, mucho más útil que cualquier candado. Tras ese velo protector, Anne Lister narraba sus aventuras amorosas: constantes, libres y lésbicas. La herencia recibida de sus tíos le dio un grado de libertad poco habitual, lo que le permitía no solo gestionar ella misma sus tierras y negocios, sino también alcanzar su vida soñada: encontrar una mujer con la que casarse y vivir en paz en la mansión familiar de Shibden Hall. Quizás lo más sorprendente de esta poco convencional historia es que acaba bien: a su muerte en las montañas del Cáucaso, Anne estaba acompañada de su pareja, Ann Walker, con la que había celebrado una especie de unión matrimonial en 1834.
Aunque los diarios han sido estudiados por distintos equipos desde finales del siglo XIX, la historia de su difusión ha sido irregular y la figura de Anne Lister, ahora considerada “la primera lesbiana moderna”, ha tardado un largo tiempo en ser reivindicada en toda su complejidad y valor. Pero 2019 parece ser su año. La plataforma de streaming HBO estrenó en abril Gentleman Jack, una serie biográfica basada precisamente los diarios, dirigida por Sally Wainwright (Happy Valley) y protagonizada por Suranne Jones en el papel de Lister. Al mismo tiempo, la editorial Ménades ha publicado, por primera vez en español, una parte de estos dietarios, titulados Caballero Jack, el apodo con el que los vecinos de Halifax bautizaron a la autora, haciendo burla de sus ademanes y gustos considerados poco femeninos y su costumbre de vestirse con prendas masculinas.
“Tienen un valor incalculable, tanto histórico como sociológico”, celebra Carmen Álvarez Hernández, traductora del volumen y responsable también de las notas y de una nutrida introducción en la que ofrece algunas pinceladas biográficas de la autora y da cuenta del recorrido histórico de los diarios desde su muerte. Porque el descubrimiento progresivo de los cuadernos ha sido laborioso y sigue en marcha: apenas se ha publicado una mínima parte de ellos, y transcribir el 80% de estos textos supondría un trabajo de nueve años si lo realizara un equipo de nueve personas dedicado en exclusiva a la tarea. En este primer volumen en español, Ménades ofrece una selección de lo escrito entre 1816 y 1824, mientras que otros estudios en inglés han publicado extractos de los textos producidos a lo largo de toda su vida de diarista.
Tras la muerte primero de Lister y luego de Walker, los diarios —hoy bajo custodia del West Yorkshire Archive Service y completamente digitalizados— permanecieron en Shibden Hall, donde serían descubiertos por John Lister, descendiente de la autora muy interesado en la historia y la cultura local. Él mismo comenzó a publicarlos, con el foco puesto en la minuciosa descripción de la vida de Halifax: Lister acostumbraba a anotar sus ingresos y deudas, los acuerdos a los que llegaba, incluso la fecha en la que se compraba tal o cual prenda de ropa o el tipo de carruaje que buscaba. Pero John se propuso traducir también las secciones codificadas, con ayuda de su amigo anticuario Arthur Burrel. En cuanto comprendieron el contenido de esos fragmentos, los diarios volvieron al cajón: Burrel llegó incluso a proponer que los quemaran, pero el heredero se limitó a guardarlos bajo llave.
No saldrían de su cautiverio hasta que la mansión no pasó a ser propiedad pública, y dos equipos sucesivos de archivistas e investigadores —Edward y Muriel Green primero y luego Phyllis Ramsden y Vivien Ingham— se dedicaron a su catalogación y transcripción. Sus trabajos se centraron en la vida diaria de Lister en Halifax y en sus exploraciones como montañera, pero dejaron a un lado sus relaciones amorosas, alegando que se trataba de “contenido exclusivamente personal”. Habría que esperar a los años ochenta, con la investigadora Helena Whitbread, para que por primera vez se otorgara relevancia a las vivencias amorosas y sexuales de Lister, un “testimonio único”, dice Álvarez Hernández, un “retrato de una realidad nada hegemónica” de un “valor referencial inefable”. El volumen publicado por Whitbread, I know my own heart —referencia obvia para el título de Ménades—, recogía fragmentos de entre 1816 y 1824, manteniendo esta vez los pasajes hasta entonces considerados comprometidos.
Parte del valor del testimonio de Lister viene de una posición excepcional ante su propio lesbianismo —que ni siquiera tenía palabras para nombrar, ya que el término empezó a usarse en la literatura médica solo a finales del XIX—. “Ella en su época no podía decir lo que sentía, pero lo vivió y lo escribió”, apunta la traductora. “Pero, por lo que podemos interpretar, supo muy bien cómo vivir dentro de las convenciones sociales pasando totalmente de ellas de puertas para adentro, algo que no es tan fácil de manejar. Pero ella tenía tal personalidad que sabía perfectamente lo que quería y cómo llevarlo a cabo”. En la segunda entrada del diario recogida en la edición, Anne anota una conversación mantenida con una amante, a la que trata de tranquilizar: “Abogué, en mi propia defensa, la fuerza del sentimiento natural y el instinto, ya que así podía llamarlo, al siempre haber tenido la misma inclinación desde la infancia. Que había sido conocido para mí, por así decirlo, por disposición. Que yo no había cambiado nunca y ningún esfuerzo por mi parte había sido capaz de contrarrestarlo (…)”.
¿Por qué un documento de tal valor ha tardado tanto en ser reconocido, y tanto también en llegar al lector español? “La verdad es que no sabría decir el motivo”, admite la traductora, “pero a menudo vemos que no interesa que una mujer que hace lo que le dé la gana sea la protagonista. Eso, dentro de una cultura patriarcal y heteronormativa… Pues no me resulta tan difícil de entender que hasta ahora no se haya publicado”. Álvarez Hernández recuerda, además, que hasta 1967 las relaciones entre hombres estuvieron criminalizadas en Reino Unido, y aun así la edad de consentimiento siguió siendo más alta para las relaciones homosexuales que para las heterosexuales. Las relaciones entre mujeres ni siquiera se contemplaban, y la responsable de la edición dice imaginar bien el temor de los herederos a vulnerar “el honor familiar y el buen nombre” en una sociedad aún muy cerrada.
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En 2010, cuando la BBC estrenó una serie de ficción sobre Lister, la escritora británica Jeanette Winterson, referente en la literatura LGTB, escribía lo que había significado para ella la lectura de I know my own heart en 1988. Ese año, cuenta, el Gobierno de Thatcher había aprobado el llamado Artículo 28, que prohibía a las administraciones públicas “promocionar” la homosexualidad o “promocionar la enseñanza de la aceptabilidad de la homosexualidad como una supuesta relación familiar”, lanzando un poderoso mensaje contra la comunidad de lesbianas, gais, trans y bisexuales. La escritora se apoyó en ese referente recién descubierto: “Estos diarios me dieron coraje. Sentí una conexión, no solo con Anne Lister, sino con las otras mujeres que habían sido finalmente capaces de descodificar y publicar una historia tan importante, importante para cualquier mujer que quiera tomar sus propias decisiones en el mundo, más allá de lo que sea o no socialmente aceptable”.
Cuando la ultraderecha amenaza de nuevo los derechos conquistados por el colectivo a lo largo de las últimas décadas, la influencia de Lister se extiende todavía un poco más allá. Recordando, quizás, que es posible luchar por la propia libertad incluso en los contextos más asfixiantes. Recordando también cuánto más feliz no hubiera sido la escritora si no hubiera tenido que encriptar sus diarios, si no hubiera tenido que vivir a media luz.
Anne Lister (1791-1840) no escribía para ser leída. Pero escribía: desde la adolescencia hasta el día de su muerte, a los 49 años, en las montañas Kutaisi, esta viajera y empresaria británica dejó más de 4 millones de palabras en 24 grandes volúmenes y dos cuadernillos. Eran sus diarios, la gran obra de su vida, una minuciosa descripción del día a día de una propietaria en la primera mitad del siglo XIX, una especie de narración cortesana de los embrollos sociales de la pequeña Halifax, West Yorkshire, y también el relato de viajes de una experimentada montañera. Y algo más.