Del erotismo en poesía

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Marisa Martínez Pérsico

Me propongo, en los párrafos que siguen, compartir algunas reflexiones en torno al erotismo como modulación lírica portadora de una ideología y de una función dialogante con el momento histórico en que se produce.

Los efectos del erotismo literario son fronteras lábiles: lo que en un momento puede ser interpretado como transgresor se neutraliza o cambia de signo en épocas sucesivas porque el amor es una construcción cultural, porque cada período histórico desarrolla una concepción diferente de la sentimentalidad y de los códigos amorosos, de las instituciones que los regulan, de los mandatos sociales imperantes, del sexo y de la relación entre géneros. Al significado de las modulaciones literarias de lo erótico en la instancia de producción (es decir, en el presente de la escritura) se incorporan los sentidos aportados en sucesivos horizontes de recepción, en sus ulteriores lecturas. Si Madame Bovary fue recibida con escándalo por desenmascarar la hipocresía de la burguesía francesa de su época y fue juzgada delito de ultraje contra la moral pública y la religión, no leemos hoy del mismo modo los amores clandestinos de Emma ni tampoco los modelos amatorios de François Villon con sus baladas lujuriosas dedicadas a la prostituta Margot. El erotismo es historia sedimentada. Por ejemplo Jacques Le Goff y Nicolas Truong, en Una historia del cuerpo en la Edad Media, revisan el paradigma de la sexualidad y de la represión femenina durante el medioevo desde esta tónica.

Martin Heidegger, en sus disquisiciones a propósito de Hölderlin, sostuvo que la poesía es el fundamento que soporta a la historia. Y Octavio Paz, en su ensayo La llama doble, defiende la idea de que la relación entre erotismo y poesía es tan indisociable que puede decirse que el primero es una poética corporal y que la segunda es una erótica verbal. Por eso creo que el erotismo literario no debe ser encasillado, nunca, en la trampa del regodeo efectista y del juego gratuito. La trascendencia del erotismo como modalidad de lo lírico siempre viene refrendada por su puesta en diálogo del sexo con la historia, por su prolífica puesta en acto de los roles, expectativas, funciones y valores de los sujetos en una sociedad históricamente dada así como por habilitar una vía invalorable para la expresión de las tensiones que se desencadenan entre las imposiciones de la realidad y un deseo subjetivo que no siempre casa ni es bien acogido en el entorno inmediato. Desconfío también de las distinciones entre lo erótico, lo pornográfico y lo obsceno porque en esa taxonomía interviene un juicio forjado a la luz del horizonte de expectativas y valores de la sociedad que está leyendo un texto. Son categorías y cartografías movibles.

Quiero defender aquí la necesidad de escribir una lírica del cuerpo por ser el cuerpo, hoy, uno de los refugios más elementales de lo humano. En una contemporaneidad que se sustenta, en buena medida, en el contacto virtual y remoto, hay que reivindicar al cuerpo como sensor y baluarte del contacto no mediatizado, de la experiencia de encuentro interpersonal de naturaleza directa (y no digo real sino directa, porque creo que también el mundo virtual es real). El don de la ubicuidad que nos permite el ámbito virtual nos va acostumbrando lentamente a quitar el cuerpo del espacio compartido. Creo que la erótica verbal es un espacio irremplazable para el ejercicio de la libertad, con sus distintas materializaciones del amor, para una revalorización y reivindicación de la experiencia física, y es una fuente de conocimiento o de resistencia ante dinámicas y patrones relacionales y culturales.

Es labor de la poesía, también, ofrecer un espacio visionario, de avanzada, para la conquista de libertades que deconstruyan la vigencia de identidades sexuales monolíticas (como sostiene la teoría queer), con sus modelos de normalidad restringidos al cuerpo blanco heterosexual y con la consecuente exclusión de las diferencias y de los desvíos de ese patrón. La poesía es un ámbito de libertad para la restitución de identidades históricamente estigmatizadas y es precisamente el erotismo una de sus modalidades líricas más combativas.

Para ejemplificar lo que digo, me propongo revisar brevemente las modalidades que lo erótico adquiere en la poesía de dos escritoras. ¿Qué libertades, permisos y propuestas habitan la poesía de la modernista uruguaya Delmira Agustini (Montevideo, 1886-1914)? Porque Agustini reescribe el mandato a la vez masculino y literario de Rubén Darío feminizando su cisne modernista, de acuerdo con las dos lecturas del cisne que hace la crítica argentina Sylvia Molloy, pero no hace solamente eso. ¿Cómo se posiciona Delmira ante Eros? ¿Y qué planteamientos formula Ana Rossetti (Cádiz, 1950) en su poemario Indicios vehementes, escrito y publicado en el umbral de la transición democrática española? ¿De qué modo quiebra los mandatos y códigos culturales que habían encasillado a la mujer en un cierto molde, y por qué lo hace en ese momento? ¿Con qué propósito construye sus arquetipos masculinos objetuales como el chico Wrangler de sus poemas tempranos?

La poesía de Delmira Agustini inaugura la lírica erótica femenina del continente; Emir Rodríguez Monegal la identifica como la primera manifestación de la sexualidad poética escrita por una mujer en la América de habla hispana. La poesía de Agustini fue el rito de paso hacia la posibilidad de las escritoras de poner en palabras su deseo, de enunciarlo abiertamente. La transgresión de su arte tuvo su correlato en su comportamiento sentimental, que fue criminalizado e incomprendido en su época y que la condujo a un violento final. La poeta había iniciado los trámites de divorcio en noviembre de 1913 y fue la primera uruguaya en acogerse a la nueva ley. Se había casado y abandonado al marido a las pocas semanas alegando que no soportaba “las vulgaridades de la vida conyugal”. Durante el proceso de separación legal mantuvo esporádicos encuentros secretos y carnales con su marido (ahora amante), y correspondencia amorosa en paralelo con el escritor argentino Manuel Ugarte. Cuando se le concede el divorcio, la expareja la cita y, después de concretar el acto sexual, la asesina de dos tiros en la cabeza y se suicida, desplomándose a su lado. La joven de 27 años que había querido ir más allá de sus estudios de francés, piano y pintura —como era esperable en una muchacha de su clase— había transgredido el mandato social. Ya decía María Zambrano a propósito de Antígona que el justo que paga abre el camino de la libertad.

Rosa García Gutiérrez, profesora e investigadora de la Universidad de Huelva, sostiene en su exquisita edición crítica de Los cálices vacíos, publicada en 2013 por la editorial sevillana Point de lunettes, que la poeta se rebela contra el papel central pero estatuario y objetual de la mujer en el código modernista, amplía las posibilidades del sujeto femenino y desestabiliza las representaciones artísticas de la mujer. Esta maestra del erotismo decadente con oscilaciones entre misticismo y sexualidad abre el espacio del lenguaje modernista a usos imprevistos, humaniza el femenino y lo hace un yo gracias a su erotismo activo. Si en Darío la carne era mujer y se transformaba en Venus o en sus distintas variantes icónicas, en Agustini la mujer se sacudió el mármol y el barro y elevó su propia retórica de la trascendencia. Agustini abrió la jugada al feminismo militante, por ejemplo, de la Alfonsina Storni de “Tú me quieres blanca”. Y Víctor Manuel Pueyo acierta a colocar a Darío y Agustini en un mismo plano de reacción a través de la poesía frente al proceso de desespiritualización del mundo que les fue contemporáneo y cuyo desencanto el primer Modernismo combatió: Darío sacralizó lo secular y Agustini secularizó lo sagrado.

Esta secularización de lo sagrado se percibe claramente en el título Los cálices vacíos, su poemario de 1913, altamente representativo de la poética delmiriana que a pesar de su laconismo nombra: 1) un cáliz evocativo de los genitales femeninos; 2) la naturaleza sacra de los mismos; 3) la circunstancia de estar vacíos, es decir, la constatación del amado ausente, del desencuentro sexual. Este libro, cuyo pórtico fue escrito justamente por Rubén Darío, se autodefine como “ofrenda” de la poeta a Eros y se postula como una especie de “libro de instrucciones” para reconducir el imperfecto arte del dios griego por el camino del aprendizaje del goce femenino, del que poco o nada conoce: “Eros, yo quiero guiarte, Padre ciego/ (...) La eléctrica corola que hoy despliego/ brinda el nectario de un jardín de esposas/ para los buitres en mi carne entrego/ todo un enjambre de palomas rosas/ (...) así tendida soy un surco ardiente”.

El yo lírico delmiriano redacta un inventario con los requisitos que debe cumplir un amante ideal, como sucede en “El surtidor de oro”: “el amante ideal, el esculpido/ en prodigios de almas y de cuerpos/ debe ser vivo a fuerza de soñado/ (...) las culebras azules de sus venas/ se nutren de milagro en mi cerebro/ (...) Arraigando las uñas sobrehumanas/ en mi carne, solloza en mis ensueños”. La mujer se identifica con una fiera de amor, con una devoradora de hombres: “Fiera de amor, yo sufro hambre de corazones./ De palomos, de buitres, de corzos o leones,/ no hay manjar que más tiente, no hay más grato sabor”. Para Molloy el poema “El cisne” de Agustini debe ser leído como respuesta y corrección del ave olímpica dariana porque se presenta ahora como un cisne menstruado y femenino: “Ningunos labios ardieron/ como su pico en mis manos/ (...) Viborean en sus venas/ filtros dos veces humanos!/ (...) hunde el pico en mi regazo/ y se queda como muerto/ (...) El cisne asusta de rojo/ y yo de  blanca doy miedo!”. Una interesantísima vuelta de tuerca de su discurso erótico, a mi modo de ver, es la fusión de sexualidad y pensamiento, de instinto y concepto, como sucede en el poema “Serpentina”: “si así sueño mi carne, así es mi mente/ un cuerpo largo, largo de serpiente/ vibrando eterna, ¡voluptuosamente!”

Para concluir con Rosa García Gutiérrez, la verdad sexual de la poesía delmiriana está en su osadía en mostrar que la mujer participa del mito, de la leyenda, de la pulsión, del miedo, del hambre y del sortilegio con la misma carga de profundidad que el hombre. Ahí estuvo lo nuevo y lo amenazante: que tras una señorita burguesa con novio formal y modales correctos se escondiera lo que tanto temió la sociedad finisecular: deseo, vida interior, exigencias propias frente al amante y anhelos capaces de desequilibrar el modelo socio-familiar tradicional, pero sobre todo, frustración e insatisfacción, desolación y angustia, claustrofobia ante la convención impuesta, una impenitente sed no resuelta.

Si pasamos ahora a las manifestaciones poéticas de la sexualidad liberada a partir de la democracia española, tras la clausura de la larga experiencia franquista, vemos que se empezaron a generar espacios de libertad emergentes en la vida social y que esto lógicamente trajo aparejada una lírica del erotismo a la altura de los acontecimientos. Los primeros años del posfranquismo y la posdictadura, la transición y la década entera de los dulces 80 revelan que las libertades conquistadas en el territorio de la vida política fueron de la mano de la renovación de los temas literarios: si en los versos de Luis García Montero irrumpió la figura de la “musa vestida de vaqueros”, en la primera poesía de la gaditana Ana Rossetti encontramos la imagen del “chico Wrangler”. Para situarnos históricamente, su primer poemario, Los devaneos de Erato es del año 1980, más tarde, en 1982 se publica, en edición limitada, Dióscuros, e Indicios vehementes recoge estos dos títulos más varios inéditos, cubriendo el período 1979-1984. El erotismo discurre desde el primer poema de su primer libro: “Crece en tu torno el gladiolo/ llave anal, violador perenne/ y tres diosas quieren morder contigo la manzana” (“París”). En una entrevista de Jesús Fernández Palacios publicada en 1983 se habla ya de Rossetti como una escritora dedicada a demoler los estereotipos tradicionales de la mujer pasiva, del ángel del hogar, que incursiona en la revisión de códigos culturales en los que se coloca a la mujer en moldes de dependencia y des-erotización.

Las escenas de su poesía se concentran en las ceremonias sexuales, casi siempre en escenarios estimulantes y propicios a la hiperestesia, donde el objeto de deseo es una figura masculina por lo general manipulada para el goce femenino, muchas veces de inquietante juventud: “a un muchacho, extraerle del vientre/ virginal esa rugiente ternura/ tan parecida al estertor final/ de un agonizante, que es imposible/ no irlo matando mientras eyacula” (“Inconfesiones de Gilles de Raïs”). En “Chico Wrangler” asistimos a la misma operación: el hombre es identificado con la famosa marca de jeans que funciona como nombre propio, en un desplazamiento metonímico del sujeto con el objeto de consumo. El yo lírico reconoce que su “dulce corazón” ha sido “de súbito asaltado” por unas piernas dentro de un ceñido pantalón que frente a ella se separan.

El motivo poético de la ambigüedad sexual se anuncia desde estos primeros libros de Rossetti y no es casual que casi todos sus poemas estén poblados de una imaginería floral puesto que muchas especies de flores tienen la capacidad reproductiva denominada “perfecta”, es decir, la de ser hermafroditas o bisexuales por la presencia simultánea de androceos y gineceos. La poesía de Rossetti abre el escenario a la celebración de diferentes variantes del amor: “Flores, pedazos de tu cuerpo/ me reclamo su savia./ Aprieto entre mis labios/ la lacerante verga del gladiolo” (“El jardín de tus delicias”); “delicioso terror diluido en mi vulva/ ya mañana, por ti, cortaré adormideras” (“Una enemiga mía sueña con el diablo”).

Felicidad, no satisfacción

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La poesía es una poderosa forma de desacomodo y de rebeldía ante la realidad, un cimbronazo capaz de generar un cortocirtuito emotivo e intelectual que arranque al lector del automatismo de una rutina que anestesia y virtualiza las relaciones humanas. Acostumbrados a convivir en la aldea global de McLuhan, a ser engranajes de una vida cotidiana superpoblada y anónima, a vivir muchas veces presos de la agenda, de las citas, de la rutina laboral y a transitar los no-lugares de los que hablaba Marc Augé, creo que es fundamental defender un territorio heroico para la rehumanización y un antídoto eficaz para espolear la conciencia como el poema. Si hablamos de conquista de libertades, una lírica del cuerpo sigue siendo hoy, muy necesaria.

*Marisa Martínez Pérsico es escritora. Su último libro Marisa Martínez PérsicoEl cielo entre paréntesis (Valparaíso, 2017).

Me propongo, en los párrafos que siguen, compartir algunas reflexiones en torno al erotismo como modulación lírica portadora de una ideología y de una función dialogante con el momento histórico en que se produce.

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