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El rincón de los lectores

El héroe que no lloraba

Retrato del escritor ruso Mijail Lermontov (1837).

Eugenio Alemany

La novela Un héroe de nuestro tiempo (1840) suele interpretarse como una de las que mejor compendia –y denuncia– la épica negativa del héroe romántico, el alma depravada y cautivadora de Grigori Alexandrovich Pechorin. Sin embargo, la obra de Mijail Lermontov –que es también un friso de época donde caben paisajes exóticos, raptos, charreteras, caballos espléndidos, apuestas, bailes mundanos, duelos y balnearios— puede ser leída, además, como la peripecia de escritura de un libro, la aventura de esos pocos apuntes sobre Georgia conservados en una maleta viajera cuando empezamos a leer, transformados finalmente en una novela que se va tejiendo ante el lector, operación que exige la alteración del estatus del narrador, de la materia tratada y en última instancia del género y el estilo.

 

Retrato de Mijail Lermontov por Petr Zabolotskiy (1837).

Se ha hablado al respecto de la técnica de muñecas rusas entre las diferentes voces narrativas. Sin embargo, no se ha enfatizado tanto el que todas ellas, incluida la del protagonista, estén mediatizadas por un solo personaje narrador que arranca como un etnógrafo diletante, pero que debido a dos felices casualidades decide convertirse en el novelista de las aventuras de Pechorin y más tarde (bajo la fórmula del manuscrito encontrado) en el editor de los diarios de este. Tampoco se ha insistido lo bastante en que la novela comienza como un cuaderno de viaje que encapsula un largo relato oral, después muta a un cuento breve, para desembocar en un muy extraño diario (cuadernos póstumos de Pechorin, con lo que ello tiene de sugestión testamentaria). También es cierto que nuestro autor desbarata el orden cronológico de los acontecimientos y juega con diversos géneros a su alcance dentro del horizonte de un escritor ruso —un escritor muy cultivado— de las primeras décadas del siglo XIX, pero no lo es menos que Lermontov traslada ese juego de tiempos e historia, y de géneros, voces narrativas y temas a la propia ficción de modo que las dos voces que capitalizan el relato vienen a enfatizar de diverso modo la poderosa naturaleza libresca del universo en que acontecen: dos individuos que dentro de un mundo real (ficcionalmente real) aluden a él como algo que se hace y rehace entre voces y escritura, o como algo en hueco que se vive literariamente. Si a ello se añaden operaciones como los abundantes contrastes y paralelismos (de personajes, anécdotas, ambientes, etc); o las constantes líneas de fuga dentro de la unidad acción-historia (encuentros clandestinos, premoniciones, confidencias, fisgoneos, etc), la sugestión de que lo real se ha extraviado irremediablemente en la maraña de lo literario, se convierte en el mensaje más relevante de la novela.

Tiene razón Nabokov cuando se refiere a Pechorin como espectro o espejismo. Saturado de sensaciones y experiencias, emocionalmente vacío e indiferente al mal (Pechorin rapta y mata sin titubear), el aliento romántico que lo habita viene a ser una obsesiva interrogación acerca de sí mismo; el intento de rellenar un vacío o hueco sustanciado en la nostalgia de una ignota inocencia y en el afán de venganza por sufrir un destino errado que le cierra el paso al ideal. Atado a un mundo intolerable, acción fáustica informe, el mal que cultiva Pechorin se anuda a esta pulsión de la lucidez: "Contemplo desde mi propia conveniencia los sufrimientos y las alegrías de los demás, considerándolos solo un alimento del que se nutre mi fuerza espiritual", dice en una ocasión; y en otra sentencia: "Hay momentos en que comprendo al vampiro". No en balde es en la naturaleza donde se halla menos infeliz, la naturaleza como energía autoproductiva, extensión de sí mismo; y de ahí también que se trascendentalice el fatum (el destino, el azar, la predestinación, todo ello), como una fuerza superior sujeta a una religión sin fe, o a la melancolía de esta, una creencia sustitutiva e invertida.

 

Pero lo realmente llamativo de Pechorin no son los emblemas románticos que encarna sino la conciencia cínica y paródica (oímos en ella al Byron de las cartas y los diarios) con que se ve a sí mismo como negativo de cierta sensibilidad estética o literaria ("¿No me habrá condenado [el destino] a ser el autor de tragedias cursis y novelas familiares o el auxiliar del representante de ventas de los cuentos de la Biblioteca de Lecturas?"); la lucidez de saberse caído en un mundo donde la intimidad se teje con un lenguaje que no solo sirve para exhibirla, sino que de algún modo la construye, y que el aliento maléfico que lo consume como héroe rebelde se nutre en buena medida de la disonancia radical respecto a este lenguaje ("… cuando entré en esta vida, la había vivido ya mentalmente, y sentí el mismo tedio y asco que quien lee una mala imitación de un libro que ya hace tiempo conoce"). Todos los episodios del libro siguen un encadenamiento de lances patéticos (giros sorpresivos, clímax emocionales) que provocan la identificación del lector con Pechorin, y en todos ellos el lenguaje verbal es una glosa espuria del lenguaje del cuerpo, el verdadero lenguaje, enfatizándose a través de la gestualidad, pero sobre todo de las miradas y las lágrimas. En los tanteos iniciales de una aventura comenta nuestro protagonista con galante displicencia: "Mon cher, je méprise les femmes pour ne pas les aimer, car autrement la vie serait un mélodrame trop ridicule" ("Querido, desprecio a las mujeres para no amarlas, porque de otra forma la vida sería un melodrama demasiado ridículo").

Pues bien, Pechorin se mueve en el filo cínico de este código expresivo, dentro y fuera, acentuando lo que tiene de impostura y diseccionando los resortes retóricos que lo sostienen. Gestos inadecuados, frases, risas, miradas hirientes y corrosivas; silencios premeditados; chantajes afectivos; impavidez emocional: la vida de Pechorin se enriquece, se llena de energía cuando es capaz de teatralizar al revés la retórica convencional del melodrama. Nunca es más satánico Pechorin que cuando se sume hasta el fondo en esta experiencia estética, en el antojo de una lucidez que le permite rasgar el tapiz del decorado melodramático pero al mismo tiempo experimentar el poder que este ejerce sobre el alma humana; no es más maléfico ni más verdadero que cuando se afirma como espectro literario, como actor de sí mismo. Ante la eventualidad de otra conquista exclama entusiasmado: "¡Por lo pronto hay trama! … ya nos preocuparemos del desenlace de la comedia. Es indudable que el destino vela para que no me aburra".

Lermontov advirtió en el prólogo de la novela que la había escrito como medicina acerba para la sensibilidad del lector, pervertida por el moralismo estomagante que popularizaban los folletines y las comedias lacrimógenas. El gusto del público ruso había de ser golpeado con el crudo retrato de una personalidad que condensara "los vicios de toda nuestra generación, en su mayor grado de desarrollo". Quebrado el afán utilitario y modélico del proyecto ilustrado  ("no se os ocurra pensar… que el autor de este libro ha tenido alguna vez la fatua pretensión de corregir los vicios humanos"), la novela ha de desvelar tales vicios e individualizarlos en tipos de la sociedad contemporánea. Pero Lermontov apunta sobre todo al efecto que la mala literatura tiene en los lectores, al hechizo pueril, alienante que ejerce en ellos. Solo después vendrán Dostoyevski, Chejov y Tolstoi, y sus héroes –lo recuerda Hauser– lucharán contra el peligro de ser devorados por el abismo de la libertad ilimitada, del egoísmo y el capricho, o sea, contra el riesgo de perderse, como quiso el espectro Pechorin, en el hechizo de la literatura como si esta fuera la vida misma.

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Las traducciones más solventes de esta novela son la todavía cercana de Víctor Gallego (Alba, 2014); las de Isabel Vicente (Alianza, 2009; Cátedra, 1992) y Rocío Martínez (Akal, 2009), y la clásica de Luis Abollado Vargas, recuperada para la editorial Nórdica (2007).

*Eugenio Alemany es profesor de Literatura.Eugenio Alemany

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