Un huracán de luz
Almudena Grandes es mucho más que una escritora que supo calar en la sociedad con su poética libérrima, de una espontaneidad y frescura ajenas a artificios de ningún tipo. Tuvo un singular don para desbrozar caminos difíciles o vetados y sus novelas arrastraron a multitud de lectores, seducidos por esa transparencia que hablaba sin velos de algo que necesitaban encontrar, ya fuera la conquista del cuerpo y de la memoria —siempre sin tabúes morales o ideológicos—, ya la oralidad envolvente de la vida real.
Almudena Grandes es además esa intelectual de honestidad insobornable que desde la prensa o la radio nos ha radiografiado la inmediatez política y humana con una inolvidable lucidez. Esas crónicas suyas, que a veces leímos en el periódico y otras escuchamos en su voz rasgada, fueron una extensión más de su escritura volcánica, desatada y al tiempo acogedora, que nos revelaba además un singular dominio de las distancias cortas. Las cuerdas de su talento se tensaban en esas columnas donde no sobraba ni faltaba nada, donde nada era gratuito, y que desde la ironía y la franqueza analizaban lo que estaba pasando sin temor a poner el dedo en la llaga si consideraba que así debía ser, o se volcaba en personajes y escenas de la vida diaria a los que hacía reverberar con su personal alquimia.
Su andadura literaria es fértil y también luminosa, y arranca con una primera novela —Las edades de Lulú— cuya audacia en el tratamiento del erotismo galvanizó a los lectores de su época. Hablaba de la libertad de los cuerpos sin necesidad de consignas, y de una celebración de la vida que brotaba de ese vitalismo hedonista que la definía.
Luego llegaron otras novelas, y también su salto a la Historia con mayúsculas desde El corazón helado, trabada sobre el difícil engranaje de las dos Españas, y donde asoma ese fervor galdosiano que la acompañó siempre. Con el tiempo decidió embarcarse en un proyecto también audaz, no solo por titánico —seis novelas sobre los oscuros años del franquismo—, sino también por obrar como un ariete que, durante la década larga que sucede a la ley de memoria histórica, ha golpeado sin cesar ese muro de silencio que dejó en el olvido a los perdedores de la guerra.
Nacen así sus Episodios de una guerra interminable, donde la historiadora rigurosa y apasionada que fue Grandes se entregó a investigar ese pasado que nos ocultaron tanto tiempo, para luego entregarse a iluminar su intrahistoria. Y hablarnos por ejemplo de la íntima imbricación del nazismo y el franquismo en Los pacientes del doctor García. O contarnos en Inés y la alegría cómo la invasión del valle de Arán quiso tumbar la dictadura franquista, en un tiempo en que aún no se sabía que la comunidad internacional volvería a dejar a España a los pies de los caballos. También nos habló del maquis en El lector de Julio Verne, o de la tragedia de las mujeres encarceladas en manicomios durante el franquismo en La madre de Frankenstein, entre otros grandes temas.
Almudena escribía como hablaba: así se lo pidieron sus lectores, y ella les correspondió complaciente y generosa. Sus novelas huyeron de encallarse en imágenes o silogismos, pero no dejó de mostrar su talento literario incluso en piezas periodísticas inesperadas como El perdón de mi gato o su última entrega, aparecida tras su muerte, Unos ojos tristes.
Entre los méritos narrativos de Almudena Grandes no está solo esa audacia de aventurarse en territorios complejos, sea el del erotismo en esos primeros años de la transición, sea el de un pasado que reescribieron los vencedores. Está también ese don de construir novelas atmosféricas pobladas por una multitud de personajes, donde la ironía, el desenfado y la ternura logran confabularse con la gravedad de los hechos para evitar la acidez y la tensión que suele rodear al tratamiento de esos temas.
No es nada fácil escribir sobre la inesperada ausencia de Almudena, que duele casi físicamente. Escribir sobre una autora con la que los lectores compartíamos el café del desayuno al leer sus columnas por la mañana, y que de alguna manera silenciosa se convertía en parte de nuestra familia. En mi caso tuve además la suerte de conocerla justamente antes de la pandemia, a la salida de un acto sobre literatura venezolana en ese Cervantes que dirige su poeta, Luis García Montero. Luego nos intercambiamos algunas cartas por vía electrónica, donde leí palabras suyas como "he empezado a escribir y eso me ha salvado la vida una vez más". O "la vida y la verdad encienden fuegos eternos que nunca pueden apagarse".
Lo que nosotras aprendimos de Almudena Grandes
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En el desorden de mi imaginación, en estos días descoyuntados porque ya falta ella para siempre en nuestras vidas, absurdamente tiendo a pensarla en el lugar donde ahora descansa, en el cementerio civil de Madrid, acompañada por otros grandes heterodoxos, como Blas de Otero, Fernando de los Ríos o Manolo Millares, o en un cielo laico donde conversa con sus admirados Galdós, Cernuda y Negrín. Y donde Almudena sigue abrazando a esa multitud de personajes suyos a los que entregaba toda su ternura. Eso, tal vez, sea el legado más directo que heredó del universo galdosiano y de su antecedente cervantino: esa piedad del hacedor por sus criaturas. Esa calidez que ilumina a los integrantes anónimos de la intrahistoria como piezas imprescindibles del gran devenir humano. Hablando de ellos se despedía en esa última publicación mencionada, que concluía así: "Cada vida es una consecuencia del lugar en el que se han barajado las historias generacionales y las fugas de los destinos."
La suya, la vida de Almudena Grandes, la situó en la generación de los hijos del silencio. Porque es —somos— una generación de padres enmudecidos, que no quisieron hablarnos del pasado porque dolía. Y ese pasado robado, ese pasado que la transición, con buena fe, dejó escondido en gavetas recónditas e inencontrables, es el que ella se empeñó en desenterrar con toda la fuerza huracanada de su luz. Con ese fuego que como ella misma aventuró, nunca podrá apagarse.
Selena Millares es escritora.