El rincón de los lectores
"¡Sé justo!"
Hace algún tiempo, mientras escribía un artículo sobre la diferencia entre la guillotina y las formas actuales de cumplimiento de la pena de muerte, recibí de un buen amigo el consejo bibliográfico más acertado que hubiera podido encontrar. Se trataba del conocido relato de Franz Kafka titulado En la colonia penitenciaria.
Kafka escribió In der Strafkolonie en el verano glorioso y terrible de 1914, en los inicios de la Guerra mundial, y justo cuando se estaban reclutando jóvenes austriacos para la contienda. A comienzos de ese mes de agosto, Alemania había declarado la guerra a Francia. Y en efecto, llevó a cabo su amenaza e invadió Bélgica con la vista puesta en París. Como consecuencia de este avance, el Reino Unido declaró la guerra a Alemania. Las grandes potencias se preparaban para instaurar mediante la guerra un nuevo orden del mundo. Franz, aparentemente al margen del acontecer y sumergido en la tristeza por la separación de Felice, registraba sin embargo la inquietud latente de sus coetáneos. Lo hacía de manera peculiar en las páginas de su diario. En una anotación de 6 de agosto de 1914 se lee:
En mí mismo no descubro más que mezquindad, indecisión y odio contra los combatientes, a los que apasionadamente les deseo todo el mal posible.
Y más adelante:
Desfile patriótico. Discurso del alcalde. Luego desaparece, vuelve a asomar, y la exclamación en alemán: “¡Viva nuestro amado monarca, viva!” Y yo allí de pie, con mi mirada maligna.
Cuando escribía esta dramática reflexión sobre la confrontación del hombre con la muerte, apenas si habían pasado dos meses desde que comenzara El proceso. El carácter dramático se une En la colonia penitenciaria a un modo extraordinario y descarnado de tratar el carácter irracional de la ley. Ley no sólo como letra, sino como letra inscrita en el cuerpo, como deuda simbólica.
El acto narrado: la ejecución de un soldado que contravino la orden de permanecer vigilante frente a la puerta de un oficial. El motivo no justifica ningún rigor, pues dicha vigilancia se sostiene en la aburrida rutina y no en el peligro. Pero, la ejecución que sanciona esta negligencia no es en el relato el simple cumplimiento de la voluntad arbitraria de un déspota.
La ley une aquí un misterioso goce con la muerte. Este anudamiento entre satisfacción del deseo y la muerte sugiere límites y fronteras, que son barridos por la guerra: "un mandato absoluto de muerte y de pérdida del suelo moral". La irracionalidad no aboca en un horizonte abierto al desamparo, por el contrario se despliega previsible, infinita y repitiendo la misma forma absurda e irracional. La repetición y la falta de resistencia humana dejan manos libres al goce depredador de una ley que marcha sola, sin el punto sagrado de la religio, esa estancia subjetiva que forma comunidad.
En la aplicación limitada de este dictado, una maquinaria (ein eigentümlicher Apparat) engulle los cuerpos, los disecciona, los analiza, los intercambia, los reduce a cuerpos abstractos sin savia vital, para acabar con lo que tienen de inesperado halo vital y con cualquier rasgo de individuación en la memoria de los otros. Los cuerpos, al expirar, abandonan su materialidad histórica para convertirse en signos ilustrativos de un dictado legal que, en su cumplimiento, gira sobre sí mismo.
Por eso, el tema del absurdo no es aquí antojo literario, sino premonición perspicaz de la guerra. Cuando escribió el autor este relato, la violencia palpitaba en carne viva. Los ideales patrióticos cobraban su deuda en las trincheras. Contra la simpleza de su imperativo, la vida era herida y, mediada la guerra, la literatura hubo de mitigar la ausencia de remedio. En su aparente distanciamiento, Kafka recoge esta inquietud, para mezclar el tiempo milimetrado del sufrimiento con la sucesión vertiginosa de la trama urdida.
Un recién llegado, el "viajero-explorador", invitado circunstancial en la colonia, es arrastrado hacia la encrucijada de una decisión límite. De un lado, la civilización le fuerza a tomar partido por la eliminación de este tipo de ejecución. Pero le compromete, no tanto por el daño infringido, cuanto por lo ostentoso del dispositivo. Por otro lado, una fuerza opuesta se opone a ese llamado hipócrita contra la violencia. Es el pathos alcanzado por la súplica resignada y por las explicaciones llenas de sentimentalidad del verdugo, el "oficial". Esa sentimentalidad sumisa, propia del lazo imaginario, le empuja hacia una mayor comprensión —casi cómplice— de los ideales de éste consecuente cumplidor de la ley.
El "viajero" —juez sin nombre en el relato—, observador de un territorio absurdo localizado en una isla del Trópico, encuentra ante sí una colonia penitenciaria regida por un despotismo frío y calculador. Una tradición instaurada por un viejo "capitán", quien dejó su particular legado. El cumplimiento de este mandato impone el ejercicio brutal, aunque no exento de una compasión humana y sin sentido a la vez.
El "oficial" ha prestado cuerpo a esa voz. Mientras tanto, la metrópolis, lejana e indolente, se queja con la boca pequeña y sólo pretende que no le salpique la sangre de los ajusticiados. El viejo "capitán" dejó al morir su peculiar herencia: una máquina capaz de ejecutar a los reos de una manera espectacular y terrible. La máquina en cuestión posee un sofisticado mecanismo y requiere para su manejo una destreza fuera de lo común. Sorprende en ella la fina calibración de sus piezas y la precisión con que ha sido diseñada, para hacer las marcas en el cuerpo. La precisión llega al punto de convertir un brocado de grafías talladas —un repertorio de sentencias morales— en profundas heridas tatuadas por las que se desangra el desgraciado suplicante. Sangre, sufrimiento, pero también grafía, historia.
En el dispositivo todo está previsto. El suplicante no puede hacer oír su queja por estar amordazado. La muerte sin voz, con mordaza de algodón, muere milímetro a milímetro sin dejar en el presente más que un hilo de escritura expuesta al viento, como esos que dejan las pateras en el mar al naufragar anónimas cerca de nuestras costas.
Dispone este aparato además, de dos partes bien diferenciadas en su diseño; una fija, sobre la que reposa el infeliz privado de todo movimiento, y otra móvil, bien activa, que, provista de una rostra en conexión con una plantilla de gráficos, baja lentamente hacia su cuerpo. Al llegar la rostra a éste, inscribe en él todo el repertorio de sentencias grabado en la plantilla, en realidad solo una frase: "¡Sé justo!" ("Sei gerecht!"). Cuando el dorso del cuerpo está ya escrito, un mecanismo lo hace girar, para concluir por la otra cara el dictado. Todo el cuerpo debe quedar observado y tallado.
El dispositivo fascina de tal modo a este oficial heredero, que consagra su vida a la compleja tarea de hacer funcionar tan maravilloso ingenio. El fiel cumplidor mima sus resortes evocando el espectro de su mentor, prepara cuidadosamente las plantillas de inscripciones y, con una constancia digna de elogio, busca, día tras día, reos —inocentes o no— para saciar aquellas fauces de acero y lenguaje. Naturalmente, siguiendo el más puro estilo kafkiano, sin que los ajusticiados (como aquellos reclutas austriacos) tengan previamente conciencia alguna de su delito ni del destino que les espera.
Uno de estos reos, el que constituye el núcleo del relato, va a sufrir el ataque salvaje de la máquina en presencia del "viajero". La sórdida violencia avanza en silencio. El "oficial" explica detenidamente al "viajero" todo el prodigio técnico aplicado a la justicia. La fascinación por la eficiencia técnica obstruye todo otro constructo. Por su parte, el recién llegado de la metrópoli va iniciándose en la complejidad de "un mundo moral, en el que la eficacia está por encima de cualquier otro valor", Kafka anticipa el signo "moral" de la modernidad muy distante del añorado por Mann. El "viajero" ve que ha llegado demasiado lejos y que su mala y vieja conciencia humanitaria gravita sobre la escena. La máquina va a devorar a su víctima. Las agujas ya han llegado a la carne y los monstruosos dientes se disponen a morder de nuevo el cuerpo. Este cuerpo, carne y sangre de sacrificio, se va a convertir a su muerte en una suma desigual: una gloriosa superficie de inscripción para el mandato del espectro del “Capitán”, más una vida desechada, olvidada.
El "viajero" tal vez piense en ese momento que la técnica podrá resolver el problema humano, solucionarlo con sus determinaciones. Pero esta implacable producción de soluciones desde la técnica, requiere una condición fatal: poder determinar el valor exacto de una vida. Lo que mueve la técnica son relaciones humanas, y si sobre estas se impone la determinación técnica… Pero, el tiempo que marca el cumplimiento del destino se detiene, y ya es demasiado tarde para todos. La mala conciencia no quiere más sangre porque brilla demasiado y no permite el limpio olvido, y el "explorador" así lo hace saber. Ante este ultimátum, el "oficial" ha comprendido por fin, que su rito no podrá volver a cumplirse y, por ende, que su vida no posee ya sentido alguno. La insignificancia de su vida se ha equiparado con la del reo. El olvido y la nada están muy próximos.
En un gesto de coherencia pasmosa, vemos al "oficial" liberar al condenado y precipitarse él mismo en la máquina sangrienta. En un momento de lucidez salva la diferencia, la vida y se entrega a la muerte. Herencia y heredero sucumben como animales remotos en un abrazo de sangre y acero. El cuerpo despedazado de uno y otra dejan atrás su peculiar eticidad, presentando al lector el primer plano de la victoria de la metrópoli con su "no querer saber nada de la muerte".
*Sergio Hinojosa es profesor de Filosofía.Sergio Hinojosa