Los diablos azules
Un lugar llamado Olga Tokarczuk
En uno de sus poemas tempranos, Razones para morir, Octavio Paz disolvía esa grandilocuencia que suele acompañar las ideas de patria, fama y libertad —tantas veces enarboladas por los Gobiernos que envían a sus soldados a la muerte—, para hablar, respectivamente, de la importancia que para cada uno de nosotros tiene el lugar pequeño que nos vio nacer —hecho de luz y "olvidos que alimentan la memoria"—, y de la eternidad del instante, y de la libertad única que es nuestro sueño. Algo de ese sentir hallamos en la recién publicada Un lugar llamado antaño (Anagrama), de la escritora polaca Olga Tokarczuk, avalada como Paz por la Academia Sueca, cuyo premio anual tiene el don, tan de agradecer, de dar amplia visibilidad a escritores notables del panorama internacional a través de las traducciones y reediciones que propicia.
De Tokarczuk teníamos acceso en castellano, antes de la concesión del Nobel, a una novela de inquietud ecológica que se movía entre lo policíaco y lo filosófico, Sobre los huesos de los muertos —convertida por Agnieszka Holland en un film que mereció el Oso de Plata en 2017—. En ella se nos habla de un caso de asesinatos de cazadores, y también de la muerte atroz de animales libres, y de la investigación impulsada por una protagonista que ama la naturaleza, la astrología —"conozco la fecha de mi propia muerte y gracias a ello me siento liberada"— y la poesía de Blake —"quien siente ira y no actúa, propaga la epidemia"—. El libro está surcado por una obsesión de la autora: el mundo se está muriendo sin que queramos darnos cuenta, y somos en él solamente náufragos solitarios y perdidos.
A ese título se sumó en 2019 la nueva edición de la sugestiva novela Los errantes, que había llevado a Tokarczuk a integrar el elenco de ganadores del Premio Man Booker Internacional —junto con nombres como Alice Munro, Philip Roth o David Grossman—. Fragmentario y libérrimo, pero siempre cercano y comunicativo, el volumen supone una nueva vuelta de tuerca en esa diversidad de formas literarias, personajes y temas que la autora va volcando en sus sucesivas entregas para alejarse de la receta fácil y mercantil que tanto abunda en el panorama narrativo, y acoger la meditación sobre la ausencia de armonía, la necesidad de la duda o la fragilidad que embarga a la condición humana. Los errantes habla de migraciones y movimientos —a través del espacio, el tiempo y del propio cuerpo—, opuestos precisamente al inmovilismo —incluido el de ciertos nacionalismos— que tanto impera hoy día; esa actitud surcaba también su novela histórica Los libros de Jacob (2014, premio Nike y aún no disponible en versión española), sobre un turbio personaje autoproclamado mesías en el siglo XVIII, que arrastró a las masas al catolicismo y con el que se representa, según declaraciones de la propia autora, a un referente de la extrema derecha polaca. Objeto de controversia, la escritora se vio tachada de traidora y antipatriota, e incluso llegó a recibir amenazas de muerte y necesitó guardaespaldas a raíz de esa publicación.
En Los errantes, las fugas lúdicas y oníricas se entrelazan con los más diversos temas y personajes, todo ello sin perder su unidad. Su composición en forma de mosaico da fe de la tensión y el fragmentarismo del mundo que vivimos, dominado por el relampagueo de las pantallas, los mensajes cortos y otras velocidades que nos deshabitan y nos enfrentan al vacío: "Internet es un estafador. Promete mucho: que cumplirá la tarea que le encomiendes, que encontrará aquello que busques; tarea, cumplimiento, premio. Pero a la hora de la verdad la promesa no es más que un reclamo, pues enseguida caes, hipnotizado, en trance (...). Pierdes el suelo bajo los pies, el punto de partida queda olvidado y el objetivo desaparece definitivamente de tu vista, se extravía en el parpadeo de más y más páginas". Después, en su discurso del Nobel, insistirá Tokarczuk, parafraseando a Shakespeare: "Internet es una historia, contada por un idiota, llena de ruido y de furia". Allí hay un coro de solistas donde nadie escucha a nadie, mientras la imaginación colectiva vive seducida —atrapada— por series televisivas que se prolongan comercial y artificialmente con todo tipo de truculencias que buscan mantener la hipnosis.
Considera Tokarczuk que entre las culpas de ese espacio virtual, plagado de fake news y plagios, que hoy envuelve nuestras vidas, está que los lectores dejen de confiar en la ficción, porque mentir llega a ser un arma peligrosa de destrucción masiva. Ella, por su parte, se instala en la imaginación, en la irrealidad y sus ecos, en el sueño y la fantasía, una conquista del posromanticismo y las vanguardias —en especial del surrealismo— que ha tenido derivas fundamentales en el último siglo, al abrir las compuertas de esa otredad, y que ha tenido las más diversas manifestaciones, desde las páginas de Kafka hasta las de esos otros Nobel que son el colombiano García Márquez o el chino Mo Yan. Sin embargo ese funambulismo que hace la autora en la frontera entre la inmediatez y la fantasía no abunda en un tiempo como el nuestro, tan dominado por la autoficción, la no ficción, la crónica y la historia, y su apuesta habla de la necesidad de una nueva espiritualidad, aunque no es tarea fácil en un mundo donde el poder hace uso de ficciones —bulos y mentiras— para perpetuarse.
De Olga Tokarczuk existía además una edición en castellano de Un lugar llamado Antaño —uno de sus primeros libros—, pero era ya casi inencontrable, y es una espléndida noticia que esta primavera haya regresado ese título a nuestras librerías, en medio de la sed infinita que supuso la sequía de nuevas ediciones por el confinamiento. Al igual que Los errantes, su concepción es rapsódica, esto es, musical, y de ahí la unidad de una dispersión solo aparente. En este caso, sus sucesivas secciones son nombradas como "tiempos", porque precisamente sobre el tiempo habla el libro, ese tiempo que es nuestra carne, nuestro compás y nuestra condena. Y como en Los errantes, domina en él el sentimiento de la fugacidad, la duda y la búsqueda de caminos y respuestas. Desde el "tiempo" primero de esta composición musical, la autora nos sitúa en un espacio de irrealidad, de encantamiento, que nos da la clave de fábula que surca la lectura. "Antaño es un lugar situado en el centro del universo" —así comienza el libro—: linda con la avaricia, la soberbia y la estupidez, pero está protegido por los arcángeles san Gabriel, san Miguel y san Uriel, aunque sus poderes no serán imbatibles. Está rodeado de bosques y prados y tiene incluso un palacio, y también un molino y dos ríos —el Negro y el Blanco— que confluyen en su seno: de su deseo y su "incesante ceremonia nupcial" nace una corriente única junto al molino. La historia —que según ha declarado la autora, es la de su propia familia— comienza en el verano de 1914, y desde ese momento se desencadenarán los años con el trasfondo de la gran historia y toda la irracionalidad de guerras, revoluciones, asesinatos y violencia.
La novela está recorrida por una enramada de vidas cruzadas, sin protagonismo de ninguna de ellas ni voces dominantes. Esos personajes numerosos incluyen a tres generaciones de hombres y mujeres, y también incluyen ángeles —cuyo único sentimiento es el de la amorosa compasión, más al modo de los de Wim Wenders que los de los altares—, además del Ahogado —un fantasma vagabundo capaz de domesticar la niebla y vivir bajos las aguas— y el Hombre Malo —que vive en el bosque, donde se refugia de sus crímenes y su locura—. Entre esos personajes podemos considerar igualmente el río reflexivo, las flores que rezan en los prados, el manzano y el peral o el molinillo de café, que acrisola las imágenes del mundo y que llega a Antaño como botín de guerra.
A través de la lectura de la novela conoceremos a Michal —reclutado por los soldados del zar y ausente durante largos años—, y Genowefa, que habrá de llevar adelante su molino sin él y con el doloroso deseo prohibido por el joven judío Eli. Su hija es la hermosa Misia, de cabello caoba con reflejos de sangre y fuego, que un día vio su futuro mientras jugaba con una barra de labios. Después llegará Izydor, un niño deficiente, que irá perdiendo la niñez pero no la inocencia, y que no logrará comprender a Dios hasta descubrir que sí existe y es una mujer grande y poderosa como la tierra en primavera. Conoceremos igualmente a Espiga, una muchacha pobre, descalza y orgullosa, que roba porque no quiere pedir y que debe entregarse a los hombres para conseguir su alimento, aunque nunca pierde su altivez e insolencia. Es como una alimaña en busca de supervivencia, todos la llaman loca, y se dice que puede ver el futuro y tiene poderes sobrenaturales. Vive en una choza con un búho y un milano, y también una serpiente que ama su olor a hierba y a leche, y que ella domestica y llama Dorada. La serpiente detesta a sus amantes, el cura la maldice por pasearse con el diablo al cuello, y en los alrededores de la choza toman vida la angélica y las lilas, que la abrazan con frenesí erótico. El sueño se mezcla con la vida, y de su cuerpo nace Ruta, signada por el mismo destino violento de la madre, y que tendrá como único amigo a Izydor, que le enseña a leer. Conoceremos además a otros personajes, como el señor Popielski, que envejece de pronto y huye del invierno de su cuerpo hacia otros países, y se enamora de una pintora futurista que le hace descubrir la pasión y que lo abandona; finalmente se obsesiona con un libro que lo invita al juego de leer la vida a través del movimiento de un dado de ocho caras y un laberinto. Y está asimismo el viejo Boski, que otea el mundo desde los tejados, y el cura, que ama el dinero y explota sus prados y a sus trabajadores, y la lunática Florentynka, cuyo marido se ahogó en el río Blanco y que también perdió a sus hijos, y vive rodeada de perros y de gatos.
Ruedan el tiempo y sus años, y llega el 36, y el 39... Espiga ve en la piel violeta de las ciruelas un cielo negro y una tierra llena de agujeros y lodo oscuro, y comprende que sobreviene un tiempo infausto, que llevará a la muerte a aquellos que ella había salvado con sus artes de buena curandera. Llega así la locura de la guerra con todo su ruido, y el odio, el dolor y las migraciones, y los nazis con sus confiscaciones y su culto a la muerte, y el rastreo de escondites para atrapar judíos y cargar sus camiones. Y luego llegan los bolcheviques, y la gente huye al bosque ante el temor de nuevas pérdidas, pero entre medias hay también remansos de paz, como el tiempo de los micelios, y la eternidad de ese bosque que es como la del mar, con su vida secreta y su terca permanencia. La imaginación de Tokarczuc juega con el mundo de los mitos populares y los cuentos de hadas para sus atmósferas insólitas y visionarias, donde conviven las ráfagas poéticas con las punzadas del dolor o la sensualidad de los seres y las cosas, y no hay frontera nítida entre lo real, lo deseado y lo soñado.
Relato coral, polifónico, regresa a la idea de lo mítico como espacio de construcción de nosotros mismos pero sin artificios ni excesos, con un réquiem por ese mundo de aldea que languidece y con la subsiguiente melancolía de la pérdida, que convive con un suave humorismo y una constante invitación a la duda. La novela de Tokarczuk discurre con la armonía del agua de su río, sencillamente, sin ruidos ni acrobacias, y las palabras se acomodan en ella con la naturalidad de sus peces. Eso no impide que acoja en el relato lo lúgubre y lo doloroso, aunque esquiva lo escabroso y tremendista —incluso cuando habla de violaciones o masacres— para situarse en una actitud de compasión, de piedad, de ternura, que se convierte en seña personal —y que ella misma ha ponderado en su discurso del Nobel, titulado El narrador tierno—: una osadía en este tiempo nuestro de tanta acidez, morbo, cinismo, pornografía, efectismo y vulgaridad campantes, donde el arte busca a menudo noquear al receptor —seducido por tanta pantalla, banalidad y sobreinformación— con sensaciones fuertes que llamen su atención en medio de esa hipnosis de luces narcotizantes, y en medio de tantas plagas, que incluyen la del odio, y también la de los dispositivos electrónicos, que como un Midas inverso todo lo convierten en píxeles —amigos, cuadros, libros, árboles— y nos llevan a desesperarnos por una urgente necesidad de humanismo.
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Es cierto que el Nobel ha sido en ocasiones controvertido, sobre todo por sus ausencias —no lo obtuvieron Tólstoi ni Galdós, Kafka ni Vallejo, Nabokov ni Borges—, pero también es cierto que suele ser un motivo de celebración y una invitación a gozosos (re)descubrimientos, como ocurre en este caso. El último veredicto de la Academia Sueca ha dado una merecida visibilidad internacional a una escritora de amplia y variada andadura, cuya popularidad ha llevado a su rechazo por parte de los torremarfileños, y cuyo compromiso ético la ha enfrentado a los sectores más conservadores y radicales. Tokarczuk ha merecido el segundo Nobel para una escritora polaca, tras Wislawa Szymborska, y es la decimoquinta mujer que recibe ese premio, que ya se ha otorgado a 111 hombres. Sea bienvenida su imaginación poderosa y su disidencia, su humanismo y su mirada serena, y ese don para el difícil arte de la ternura, que nos cura de tantas cosas —la soledad, el odio, la rabia, el miedo—, tal y como la concibe Lluis Llach en una de sus más hermosas canciones, La tendresa.
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Selena Millares es escritora. Su último libro publicado es La isla del fin del mundo (Barataria).