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Territorios

Portada de 'Euforia', 'Demonios', 'El azogue y la plata' y 'Materlingua'.

Carlos Marzal regresa a la poesía como a un territorio en el que fue feliz, constatando que necesita una atmósfera para escribir versos y que su Valencia natal forma parte de ese magma, para él imprescindible. Ben Clark ajusta cuentas con sus demonios biográficos, que, como los duendes, siguen arraigados a los lugares de donde brotaron. Para Teo Serna, el territorio no es tanto un lugar como los elementos que lo componen, entre los cuales la mirada del poeta es una materia más que ayuda a vincularlos. Dimas Prychyslyy ha hecho del lenguaje una herramienta que le permite ir reconquistando los territorios perdidos de su vida, una raíz desde la que renacer para la emoción.

Euforia

Carlos Marzal

Tusquets (2023)

Ya no quiero pasar por razonable: / aquí solo cantamos a la euforia. // De todo corazón, sin prisioneros

Después de trece años enredado en la novela, el ensayo y el aforismo, Carlos Marzal (Valencia, 1961) vuelve al redil de la poesía poniendo toda la carne en el asador con un libro de 116 poemas. Desde el título, deja clara su determinación de romper con las composturas de la prosa: "La plenitud, a veces, necesita / ser enemiga de la sensatez, / sentirse delinquir / impunemente".

Luego, Marzal desvela en distintos momentos su relación con el más caprichoso de los géneros literarios: confiesa que para escribir necesita una temperatura del espíritu próxima a la felicidad, que bautiza escribiendo, que los poemas suceden cuando quieren: "cada poema / aspira a ser el último que escribes". Y constata que "no sabemos por qué la poesía / consigue consolar / y consolarnos, / por más que no obtengamos el consuelo".

Aceptar las contradicciones, sobre todo las de la edad, incluso remarcarlas, es una de las llaves de la plenitud: "Aún sigo en la niñez, / y soy adulto, / al viejo que seré le hablo muy joven". Otra llave es el regreso a la rebeldía juvenil, al pirómano que recuerda haber sido: "No se lo he dicho a nadie, pero vivo / de aquellas delincuencias". Y por supuesto, Marzal echa mano también de sus pasiones incondicionales: el fútbol, al que dedicó Nunca fuimos tan felices (2021), la ciudad de Valencia, el amor familiar y el que recibió en la infancia, "un blindaje" que lo hace "casi indestructible".

Tampoco faltan sus mentores poéticos: como Brines, al que evoca en el día de su entierro, y César Simón, al que dedica una etopeya. Euforia está llena de pequeños símbolos cotidianos, desde un punto geodésico al rito de cenar. A Marzal le gusta jugar con las antítesis y mantener un tono de canto, dejando que los poemas crezcan desde la anécdota a la reflexión. Quizá el poema que aglutina todas estas fuerzas sea el titulado Deseo, en el que advierte: "si nunca te ha empujado a la indecencia, / si nunca ha conseguido / forzarte a cometer estupideces, / ten por seguro que no era el deseo".

 

Demonios

Ben Clark

Slopper (2023)

Me interesan / de nuestras vidas solamente / los signos lapidarios, / los recuerdos difusos de las noches / que no sabemos bien si sucedieron

Los demonios a los que se refiere en el título Ben Clark (Ibiza, 1984) tienen más que ver con las travesuras que juega el azar disfrazado de duende que con el mal absoluto, aunque las travesuras de la vida suelen ser terribles: "basta con beber agua muchas horas / mientras hablo con gente a quien no amo. / Y aparecen los rastros en el polvo, / claros como señales de tráfico oxidadas / que me llevan de nuevo frente a vuestro festín". Más que el título, nos pone en la pista de esos demonios cotidianos la fotografía de la cubierta, un niño enmascarado con una expresión inquietante. Es una foto del propio autor cuando era niño.

Como es habitual en Clark, sus poemas tienen una estructura narrativa, cuentan una historia. De hecho, de las cinco partes en que ha dividido el libro, la cuarta lleva por título El Tremor y reúne fragmentariamente datos e interpretaciones sobre el mayor accidente ferroviario de la historia de España, ocurrido en El Bierzo en 1944. También leemos varios poemas de corte social en la parte tercera, anécdotas que suponen una especie de ajuste de cuentas con su conciencia biográfica.

El resto del libro está recorrido por dos compulsiones: la de la muerte y la de la escritura ("cuando escribo me acerco a las respuestas"). Clark menciona con frecuencia el propósito que se ha hecho de escribir y las mejores piezas surgen cuando ese propósito se rompe por el azar o por una decisión. Ocurre en Gajes del oficio, el poema más emblemático, donde se aprestaba a escribir "un gran poema" pero optó por llamar a su hermano y la vida se impuso.

Aun así, los poemas que a mí me parecen más inspirados son aquellos que merodean el tema de la muerte, como En la tumba de Edward Thomas ("que fácil es vivir junto a los muertos"), o aquel otro en que se refiere a los ausentes de este modo: "porque ellos son presencias, todavía. / Porque la nada duele". El tema de la muerte es el tema del tiempo, que se desliza enredado en el amor, cuando uno tiene la suerte de ser correspondido: "Olvidémonos siempre del ayer; / convirtamos el hoy en un refugio; / jurémonos amor hasta mañana".

 

El azogue y la plata

Teo Serna

Mahalta (2023)

La palabra quiere ser piedra. Arrojo la palabra y rebosa en algún lugar, fuera de mí

Teo Serna (Manzanares, 1954) es tan poeta como pintor, o tan pintor como poeta. Y ambas disciplinas se alimentan mutuamente. En su poesía busca lo matérico. En libros anteriores fueron las piedras y los dioses griegos. El libro recién aparecido se titula El azogue y la plata, que son las materias que componen los espejos. Aunque el mensaje literal al que apuntan estos materiales viene corregido por un epígrafe elocuente de Rafael Pérez Estrada: "El espejo es una invitación a la resurrección del pasado. / Antes del invento del espejo la realidad era una".

El libro de Teo Serna, en conclusión, nos habla de los elementos que ya estaban aquí cuando llegamos: nos habla del agua, nos habla del aire: "fue entonces cuando supe que nada pesa, / que todo es levedad / y que el aire es un país que me contiene, / como me contuvieron las manos blancas / de mi madre". Nos habla del fuego: "hay una hoguera que quema lo oscuro: / en las cenizas que deja, meto mis dedos / para escribir / y los lavo luego en una copa de luz / encendida". Nos habla de las piedras: "Dicen la verdad, las piedras. / Esas que señalan la distancia en los caminos, / las que sujetan los altos techos / de los palacios, / las que cierran las tumbas". Pero los elementos están vinculados por seres, por el árbol que busca el agua en lo profundo "y no sabe que él es lo profundo", el pájaro que viene de lejos y bebe en el charco "lo poco que de mí / queda en él", nos habla de la luz que quema "con brasas de sombra".

Los animales que aparecen llevan una carga elemental: "la noche huyendo de sí misma / es un gato sutil que avanza / por los tejados borrados del paisaje"; en otro, "un perro cruza, / arrastrando el abandono, la tristeza del mundo". Y a su vez, todo está recogido y vinculado por la mirada que "construye el pecado, / porque lo mirado se pudre, / infecta la tierra y las nubes, / hace imposible la inocencia". El hombre mira, pero el cielo lo sobrepasa, "mira sin pasión la tierra violeta, / el agua putrefacta de los charcos, / las antiguas pisadas de los bueyes, / la memoria de tantos hombres muertos".

Materlingua

Dimas Prychyslyy

Ya lo dijo Casimiro Parker (2023)

Mi lengua madre no es mi lengua materna. (…) Mi lengua madre son las personas que han sabido desdibujar mis fronteras. Mi materlingua es un invento para reconciliarme

Los primeros poemas de Materlingua recuerdan los de Poeta en Nueva York, pero no están escritos por un turista andaluz, sino por uno de los personajes que aparecen retratados. No es Nueva York, sino un país en guerra, lo que subyace en las imágenes creadas por Dimas Prychyslyy (Ucrania, 1992): "Mi tía Luz, que lee a oscuras, tenía un novio que fue de nieve. Y le hizo una guirnalda azul en las entrañas, una estrella enana y apagada que mordía".

En La frontera, el poeta se desdobla y consigue no dejar de ser el niño e interpretar la crudeza del exilio con sus ojos inocentes: "Estamos de vacaciones en Europa, pienso, / cuando la luz verde de la frontera de Austria / anuncia que solo cinco de los diez viajeros / pueden continuar el viaje". Otro desastre más contribuye al desarraigo: "Ya no hay sirenas. ¿Cuánto tardaría la nube tóxica en llegar a Madrid? Yo tardé diez días. Este paréntesis de 25 años como una tregua entre guerras, y el recuerdo de oír a diario / el nombre de Chernóbil como si fuese alguien más de la familia".

Leemos estos testimonios sin dejar de preguntarnos si nos impactan por el factor humano o por su valor poético, pero tampoco perdemos de vista que están escritos directamente en castellano, no son el fruto más o menos distorsionado de una traducción. Para existir, el autor nombra las cosas con este idioma nuestro, que para él es una herramienta valiosa: "A veces me acerco, como por casualidad, a visitar la tumba / del que un día fui entre aquella tímida luz de ecos y ladrillos. / Entiendo que no hubo un lugar mejor / para entender la incomodidad de los paraísos, / la extrañeza de habitarlos, la soledad / que entraña a belleza desubicada".

Explorando nuevos caminos

Explorando nuevos caminos

En la tercera y última parte del libro, Prychyslyy aborda otro problema añadido, el de su homosexualidad, pero a estos últimos poemas les falta algo de vuelo, excepto en todo caso al que da título al capítulo, Reproducción de las matrioshkas. Así es donde comprendemos que la fuerza de los poemas anteriores no venía solo de la anécdota, que nos golpeaba su peso literario.

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Arturo Tendero es periodista y poeta. Autor de 'El principio del vuelo' (Páramo, 2022) y de 'Viaje a Nemiña y a la Castilla mística' (La Siesta del Lobo, 2022). Estas reseñas y otras más pueden encontrarse en su blog 'El mundanal ruido'.

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