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La trinchera del Zoco Chico

Portada de El frente de Tánger, de Bernabé López García.

El profesor Bernabé López García, gran especialista de las relaciones hispano-marroquíes contemporáneas, acaba de llenar con solvencia un hueco de nuestra historiografía: la crónica de cómo se vivió la Guerra Civil española en Tánger, entonces una ciudad internacional administrada por un puñado de potencias europeas. El resultado de su trabajo, El frente de Tánger (Marcial Pons) es tan contundente —López García aporta una numerosa y hasta ahora inédita documentación— como doloroso. Resulta que los españoles leales a la República —la mayoría de los 12.000 miembros de nuestra colonia en la capital del Estrecho— vivieron aquellos tres años manifiestamente discriminados respecto a la minoría franquista, y ello tanto por la agresividad con la que actuaban los insurrectos y sus aliados en Roma y Berlín como por la hipocresía y la cobardía de los representantes de Londres y París en la ciudad. Como en tantos otros frentes políticos, militares y económicos de aquella contienda, la política de no intervención de Londres y París favoreció a los golpistas y maniató a los defensores de la legalidad democrática.

En primer lugar, el finisterre norteafricano de Tánger estaba cercado por tierra, mar y aire por las tropas de Franco, dueñas desde el primer momento del territorio del Protectorado español en el Norte de Marruecos. Desde Tetuán, los golpistas amenazaban con acciones bélicas a las autoridades internacionales de Tánger si estas no les favorecían frente a los partidarios de la República. En segundo lugar, la sublevación contaba con varias quintas columnas en Tánger. Una eran las minorías derechistas y falangistas de la colonia española, particularmente notables entre las familias más ricas. Otra, los recursos de la Iglesia católica en la ciudad, al servicio incondicional de los sublevados. Una tercera, los funcionarios policiales y judiciales del enclave —españoles o de otras nacionalidades—, proclives por naturaleza a simpatizar con aquellos que proponían disciplina y tradición. Una cuarta, los cónsules italiano y portugués, activos padrinos del franquismo. Por último, la benevolencia, por simpatía conservadora o miedo a enfadar a Hitler y Mussolini, de los representantes de Londres.

Bernabé López García desgrana en su extenso estudio las muchas tropelías padecidas durante aquel trienio por las legítimas autoridades consulares españolas, las republicanas, y por esa mayoría de sus vecinos que las apoyaban. Las más evidentes eran las agresiones verbales y físicas que sufrían por parte de matones falangistas, que llegaron a los extremos del secuestro y el asesinato. Las más sutiles, las condenas de cárcel que el Tribunal Mixto —los muy derechistas magistrados internacionales de la ciudad— iba imponiendo a los periodistas republicanos de El Porvenir y Democracia, y a los activistas políticos y sindicales de izquierdas de la colonia española.

Mientras el cónsul republicano en Tánger, José Prieto del Río, instaba a los suyos a no caer en las provocaciones de sus compatriotas golpistas, el Comité de Control —el organismo internacional que dirigía la ciudad— hacía la vista gorda sobre esas provocaciones, so pretexto de neutralidad. De modo que los republicanos preferían celebrar sus actos políticos y culturales en sitios cerrados como el Teatro Cervantes, mientras los franquistas desfilaban uniformados por las calles dando vivas a Franco y al Duce. Y difundiendo propaganda antimasónica y antisemita en una ciudad abierta y cosmopolita que era refugio de logias y hogar de millares de sefarditas.

“La sensación en los medios republicanos”, escribe el autor, “era que, mientras los facciosos actuaban tranquilos, sabiéndose cubiertos por una policía que dejaba hacer y un Tribunal Mixto parcial, los españoles leales se sentían amenazados, vigilados, con temores de expulsión”. El Zoco Chico, esa plazuela tangerina tan diminuta físicamente como extraordinaria en su radiación literaria, se convirtió en el epicentro de las querellas españolas. Parapetados en el Café Central, los envalentonados franquistas intercambiaban insultos y bofetadas con los asustados republicanos, instalados en el Café Fuentes. López García reconstruye con precisión cómo marineros de buques de guerra italianos anclados en el puerto llegaron a reforzar con sus puños a los franquistas del Zoco Chico y hasta osaron asaltar el periódico republicano local Democracia. Con total impunidad, cabe añadir.

Pese a todo, la República en guerra hizo cosas hermosas en Tánger, cuenta el autor. Por ejemplo, la Universidad Popular Española de Tánger, creada en el verano de 1937 para enseñar un montón de cosas —idiomas, mecanografía, contabilidad, taquigrafía, música, dibujo, literatura…— a un millar de adultos españoles y marroquíes, en su mayoría trabajadores manuales. Pero, a comienzos de marzo de 1939, cuando París y Londres reconocieron al Gobierno de Franco, tuvo que ceder a los sublevados el consulado y las demás instituciones españolas de la ciudad. Lo hizo con elegancia.

Los jueces como problema

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Los franquistas, por su parte, celebraron su victoria con una manifestación en el Zoco Chico en la que abundaban las banderas rojigualdas y los saludos fascistas. El 4 de marzo de 1939, el recién nacido diario España, impulsado por el coronel Beigbeder, dio cuenta de esa manifestación con este significativo titular: “El Zoco Chico de Tánger ha dejado de ser rojo”. Vendrían enseguida las expulsiones de decenas de republicanos tangerinos, avaladas por los administradores internacionales de la ciudad. Y el 14 de junio de 1940, el día en que las tropas de Hitler entraban en París, con Francia derrotada e Inglaterra al borde del colapso, llegó la orden de Franco para que sus tropas de Tetuán ocuparan Tánger y la anexionaran a su España Una, Grande y Libre.

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Javier Valenzuela es periodista y columnista de infoLibre

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