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'Poder migrante': el rédito político del miedo al extranjero

Portada de Poder migrante, de Violeta Serrano.

Violeta Serrano

Los conflictos en torno a la migración tiene mucho que ver con el miedo al otro. Es la tesis que defiende la escritora Violeta Serrano en Poder migrante, que publica este 29 de octubre en la editorial Ariel. En el volumen, la autora se pregunta qué es lo que genera al miedo al otro, dónde se establece el límite de esa extrañeza, cómo esa reacción irracional moldea nuestras sociedades y quién se beneficia políticamente de él. infoLibre publica un extracto del prefacio, donde Serrano, a caballo entre España y Argentina, se pregunta cómo ha influido el covid-19 en la percepción de ese temo. 

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En el último capítulo me escondí bajo las sábanas. Era insoportable. No sólo por la excelencia narrativa sino por la verdad que desvelaba. Kalifat es una serie que se pasó primero por la televisión pública sueca y que después compró Netflix. Es una coproducción de Suecia y Jordania creada y escrita por Wilhelm Behrman y Nicklas Rokdtröm. Y es, sobre todo, una patada en la boca del estómago que muestra qué facilidades le damos a organizaciones como el Estado Islámico cuando Europa no acierta a ofrecer igualdad de oportunidades a personas con identidades conflictivas, ya sea por un origen distinto al de su residencia habitual o por falta de futuro en el país propio. Series, consumo de ficción a través de internet: el entretenimiento de gran parte de la población mundial que se exacerbó debido al encierro. También la comunicación a través de internet y no cara a cara tanto en el ámbito personal como profesional. Normalizamos interactuar a través de perfiles que llegaban por cámara: la corporeidad se esfumó porque el propio cuerpo ajeno se convirtió en una amenaza.

Poder migrante es un libro escrito antes de que el mundo frenase y la transformación digital se apoderase de casi todo: su misma publicación también se postergó porque iba a salir en el momento en el que España sufría una media de mil muertes al día por la COVID-19. El virus que paró la máquina o, al menos, la ralentizó provocando una devastación económica que aún ni podemos calcular con certeza, sumió las cuestiones que acá se plantean en una especie de lupa ampliada. El libro daba una voz de alerta, y ahora más. Vimos cosas que no queríamos ver. Supimos que mucha gente se encontraba realmente al límite, malviviendo hacinada, en la cuerda floja; fuimos testigos de cómo la joya de la corona, el sistema de salud español, se desbordaba a pesar de los esfuerzos heroicos del personal sanitario que se dejó la piel con retribuciones muy mejorables. La crisis del coronavirus es, entre otras cosas, una prueba de contraste en la que, lo queramos o no, nos colocamos frente a una película, la de nuestras propias sociedades del siglo XXI, sin permitirnos cerrar los ojos y obligados a asumir que no hay nada más duro que la realidad que hemos permitido crear. Sin pausas, sin fugas posibles, sin maquillaje: nuestra vida era esto. Miramos desde afuera y nos vimos como personajes que podíamos analizar: tuvimos espacio para la reflexión. Una cosa peligrosísima que hacía mucho que no practicábamos. Y supimos, sin anestesia, que las frutas que comprábamos en el supermercado, por ejemplo, eran recogidas por personas que dejaban morir a la puerta de nuestros hospitales por golpes de calor. Convivimos con esclavos que trabajan la tierra que pisamos y aceptamos la situación. Más allá de las particularidades a las que cada persona se haya tenido que enfrentar en esta pausa impuesta, la realidad es que todos sentimos una incertidumbre constante en la que no sabemos qué va a pasar mañana, cuánto durará la enfermedad y su caos derivado, o si alguna vez volveremos a eso que llamábamos «vida normal» y no «nueva normalidad».

El mundo tal y como lo conocíamos no ha lavado tanto su rostro como quisiéramos creer para convertirlo en algo más amable, coordinado y en pacífica convivencia mundial y gestionado a través de una sana cooperación internacional. El hombre sigue siendo un lobo para el hombre, aunque la proximidad de una catástrofe global podría mejorar las perspectivas de futuro: si todos recordamos algo horrible, deberíamos encontrar la forma de entendernos con mayor facilidad aunque sólo sea por la urgencia de evitar una nueva catástrofe. Lo cierto es que durante la pandemia de la COVID-19, los gobiernos han logrado a duras penas hacer frente a la gestión de la crisis. Y la pobreza y la riqueza, así como la situación geográfica, han expuesto a las claras de qué manera se puede sortear un obstáculo de este calibre: con qué recursos se cuenta, con qué aliados se mantienen estrategias, con quién nos vamos a unir mientras todo esto sucede y si vamos a jugar bien nuestras cartas para reconstruir desde las ruinas del después. Mientras, los conflictos anteriores no descansan: los intentos de captación de jóvenes para su ingreso en el Estado Islámico se han multiplicado. Lógico. Nuestro tiempo de consumo de pantallas también y, lejos de lo que hayamos podido pensar en momentos de rabioso optimismo, las desgracias que sucedían antes de la pandemia seguirán su curso después si las estrategias políticas que operan en nuestras democracias occidentales no cambian.

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Kalifat, esa serie que me hizo temblar y taparme los ojos de pura angustia, es un ejemplo ideal para comprender cómo vivimos en un planeta hiperconectado en el que internet nos salva tanto como nos condena. En la serie se muestra de qué manera el Estado Islámico genera adeptos a través de las redes tomando como objetivo a jóvenes que se sienten desprotegidos y sin futuro en la Europa del bienestar. Esa práctica no cesó en este tiempo. Otra cosa que sucedió durante la pandemia fue la muerte de Georges Floyd a manos de la policía de Estados Unidos, lo que ha provocado todo un movimiento antirracista que, bajo el eslogan Black Lives Matter, se hizo global, sobrepasando las fronteras de Norteamérica y apelando a esas afinidades electivas de las que también se habla en uno de los capítulos de este ensayo: las luchas ahora pueden ser internacionales y transversales por temáticas a las que uno puede adherirse o no incluso sintiendo como propia una causa que puede originarse a miles de kilómetros de donde nos encontramos. Todo esto ocurre, además, en un año electoral en el que Donald Trump aspira a su reelección como presidente siguiendo la misma estrategia que le otorgó el poder pero, si cabe, aún más intensificada. Busca la polémica hasta lo inverosímil y logra así marcar agenda a nivel global en el marco de un mundo mucho más hiperconectado que antes. Sus afirmaciones son tan escandalosas que se replican en la red hasta hacerse virales. Él es uno de los monstruos que inauguraban la cita inicial de este libro, junto con otro, Jair Bolsonaro, cuya gestión de la pandemia ha convertido a Brasil en uno de los países de Latinoamérica con más muertos en esta etapa de emergencia sanitaria mundial.

La hipótesis central de este libro se basa en la idea de que las personas que se han visto obligadas a dejar todo atrás, o que lo han hecho para mejorar sus condiciones de vida, no son enemigos a temer, sino maestros de los que aprender en un mundo en constante crisis. Debemos reeducarnos a una velocidad de vértigo, readaptarnos continuamente, crear soluciones a nuevos problemas de forma rápida y eficaz: ser flexibles, resilientes, innovadores por pura supervivencia y no ya para ser más competitivos u obtener un trabajo mejor. Nadie sabe más de eso que quienes están habituados a manejar su propia incertidumbre fuera de su mundo conocido, en perpetuo cambio. Los migrantes son aliados porque nosotros mismos también nos hemos convertido en migrantes en el sentido de que nuestra vieja zona de confort se desvanece y estamos transitando el camino hacia un mundo nuevo que ignoramos sencillamente porque está en plena construcción. Como decía Gramsci: «El viejo mundo se muere, el nuevo tarda en aparecer y en ese claroscuro surgen los monstruos».

En varios capítulos del libro me pregunto por qué se generan conflictos entre nativos e inmigrantes en países del primer mundo. Y cómo cierta narrativa política utiliza esta herramienta para generar adhesión en un momento en el que mucha gente siente miedo. La reacción común, como en casi todo conflicto, es enfrentarse a lo que creemos que nos va a matar. Pero hay cosas que no pueden destruirse. No podemos sacrificar al virus de la COVID-19 porque vive en nosotros. Somos los humanos quienes lo alojamos en nuestros cuerpos y le damos vida a medida que nos relacionamos los unos con los otros sin tener cuidado de cómo lo hacemos. Lo único que nos salvará de él es una vacuna, es decir, el mismo virus a través del cual generaremos anticuerpos. El odio a las personas migrantes funciona de una manera bastante similar. La condición de migrante, marginal, desfavorecido y desubicado ya no es un caso aislado en nuestras sociedades contemporáneas. Esa condición empieza a ser lo común y no la excepcionalidad: la estamos generando también en nuestros propios cuerpos. La construimos día a día y sólo la vuelta a una democracia sostenible puede detener problemas graves de convivencia a futuro. Tratar de enfrentarse a ello por eliminación es como intentar poner diques al mar. La radicalización de quienes han llegado a nuestra tierra por la razón que sea y sienten que no tienen oportunidades ni una aceptación real puede frenarse sólo en la medida en que hagamos sentir a esas personas parte de nuestra sociedad, de nuestras mismas oportunidades. La gestión de las identidades migrantes es urgente. Del mismo modo que es necesario corregir las desigualdades económicas que están pulverizando las clases medias en los países en los que aún mantenemos esa franja poblacional. De lo contrario, el virus pasará, pero el escenario de las ruinas que promete dejar atrás será una bomba de relojería que puede estallar en cualquier momento. Migrantes somos todos. Estamos viviendo en un mundo nuevo y, por eso mismo, tenemos una gran oportunidad.

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