Miles de personas llegando a Madrid al amanecer después de vivir todo tipo de peripecias en su camino de vuelta desde Arganda del Rey. El Primavera Sound ya ha confirmado que no habrá segunda edición en Madrid y no es de extrañar, pues al pinchazo de público hay que sumar la cancelación de la primera jornada por la lluvia, los atascos para entrar y salir por la A3, las esperas de varias horas para las lanzaderas y todo tipo de complicaciones derivadas de montar un macrofestival a 40 kilómetros de la gran ciudad (habría estado curioso ver qué hubiera pasado si la asistencia, que se quedó en 90.000 sumando los dos días celebrados, la mitad del aforo, llega a estar a la altura de las expectativas de la organización). Con abonos a 325 euros que podían pagarse a plazos y entradas de día a 125, diríase que la "experiencia" por la que el gentío pagó terminó siendo algo bien distinto a lo prometido.
Porque no se trata solo de música, que ya de por sí no se disfruta de manera precisamente ideal en un festival. Es también muy importante el transporte, la movilidad dentro y fuera del recinto. Y estaría bien, a su vez, que los precios de víveres y bebidas no fueran en este tipo de grandes eventos un atraco a mano armada (el margen de beneficio de la venta de cerveza, gran patrocinador de tantísimos festivales, es inenarrable, si bien nunca lo sabremos al detalle... es el mercado, amigo). La experiencia que se vende de comodidad y felicidad, por lo general, siendo generosos, no se ajusta a la realidad. La verdad es, como se dice tanto de broma, que asistir a un gran festival de varios días es tan exigente como correr una maratón. Un auténtico ejercicio de superación. Quien lo probó lo sabe.
Sin embargo, por lo que sea, año tras año la gente siempre está ahí, predispuesta a gastar su dinero una vez más. Haciendo borrón y cuenta nueva, como si las quejas y penurias de la edición anterior nunca hubieran existido. De hecho, pareciera que este 2023 estamos viviendo un pico de demanda festivalera como nunca antes: España es el país de los mil festivales, casi todos llenos. Es un modelo de ocio veraniego turístico que va mucho más allá del consumo estrictamente musical y que está poniendo a prueba la elasticidad de la oferta y la demanda como (todavía, sí) efecto rebote del confinamiento pandémico. Hay más festivales que nunca, hay más público que nunca y hay más quejas que nunca. Todo lo relacionado con estos macroeventos tiende a infinito y no son pocos los que están ya cogiendo sitio con las palomitas en la mano para contemplar no ya el pinchazo, sino la explosión de la burbuja.
Que igual no explota como que lo hace con decenas de miles de personas dentro. Como a punto de colapsar estuvo el Mad Cool (con abonos a 195 euros) del pasado mes de julio en su nueva ubicación en el controvertido recinto Iberdrola Music de Villaverde (fronterizo con Getafe) en una última jornada con aforo completo a 70.000 personas que, llegado un momento, apenas podían moverse de un concierto a otro porque sencillamente no cabían más (los dos días anteriores, con mucha menos gente, todo fluyó razonablemente). Una sensación de agorafobia incrementada exponencialmente en la zona de estands de todo tipo de marcas patrocinadoras. Un ambiente que fue progresivamente aumentando en hostilidad con el público cada vez más enfadado y la seguridad más nerviosa. No pasó nada porque no tenía que pasar y porque la concurrencia fue encaminándose escalonadamente con paciencia hacia el periplo de regreso a casa.
Todo el mundo quiere ir de festival pero nadie quiere tenerlos cerca por las molestias inherentes que originan. De ahí que los vecinos de Getafe se hayan convertido en la 'latosa' resistencia frente al recinto de Villaverde del que solo les separa la M45. Su insistencia, unida a las imágenes de miles de personas cruzando sin control la mencionada autovía al término del concierto de Harry Styles (que no fue un festival, pero congregó a 65.000 fans y sirve perfectamente para lo que estamos hablando) en ese mismo lugar el 14 de julio, llevó a la cancelación a última hora por parte del Ayuntamiento de Madrid del Reggaeton Beach Festival alegando motivos de seguridad un par de fines de semana después del Mad Cool (cuyas interminables colas de más de una hora para entrar en la primera jornada serán igualmente largamente recordadas). El Coca-Cola Music Experiencie, inicialmente previsto también allí se celebrará finalmente en septiembre en La Caja Mágica, un recinto con capacidad para 40.000 personas y ya probado sobradamente.
El festival de Coca-Cola se ha salvado por tener margen de maniobra, no como el DCode, previsto igualmente para septiembre en Madrid y que ha decidido cancelar al perder por motivos de salud a su cabeza de cartel, Lewis Capaldi, y no poder encontrar un recambio a la altura en un mercado tan saturado y que cierra los carteles con más de un año de antelación. ¿Qué haces si tu festival finalmente no se celebra y tienes contratado un viaje a otra ciudad con transporte y hotel? Patalear, principalmente. Y, si acaso, reclamar ante la autoridad competente de cada comunidad autónoma por si puedes recuperar algo de dinero más allá del precio de la entrada (descontando los gastos de gestión, otro escamoteo, pues no se devuelven aunque el evento no se celebre al ser cosa de una empresa ticketera diferente de la promotora del evento).
Las asociaciones de consumidores pasan los veranos denunciando todo tipo de prácticas y cláusulas abusivas aplicadas por los festivales contra su propio público. Hasta hace no tanto, no había ni fuentes de agua potable, algo que poco a poco se ha ido implementando, en unos más que en otros. Otra batalla se libra en el apartado de la comida, pues por norma no se permite al público acceder con, por ejemplo, algún bocadillo o sandwich (esto varía por comunidades y festivales, pues por ejemplo el Mad Cool sí lo permite, en cantidad individual para consumo propio). Los precios para alimentarse en un festival no llegan a los disparates de la cerveza, pero son también excesivamente caros, lo cual aumenta las quejas de los asistentes edición tras edición.
Las pulseras cashless son otro motivo de fricción entre festivales y festivaleros (llamativo que haya tantos desencuentros). Las pulseras, decíamos, sí, otro invento demoníaco con un chip que el asistente recarga con dinero para 'facilitarle' el gasto mientras dure el festival de turno. Sin efectivo, ya se sabe, se gasta más, y sin tener que sacar la tarjeta, todavía un poquito más. El giro de guión viene con la devolución del saldo que no se ha gastado, que hay que reclamar antes de determinada fecha para no perderlo y que, en ocasiones, conlleva gastos de gestión y no puede ser inferior a una pequeña cantidad de por ejemplo un euro. Se trata, en última instancia, de rascar céntimo a céntimo en una actitud usurera que bien debiera minar la moral de cualquier festivalero.
Y aparentemente lo hace. Las quejas aparecen y se multiplican en las redes sociales y en cualquier conversación, pero se olvidan pronto bajo el yugo del modelo imperante de consumo musical en temporada veraniega (en realidad empieza en marzo y llega casi hasta noviembre, tal es su preponderancia). Se trata de un formato que, en tamaño macro (y más cuanto más macro), en realidad va contra el fomento de la música en vivo como cultura, y del que se quejan ya incluso los propios artistas, a pesar de que obviamente tanta proliferación de eventos supone posibilidades de ingresos sin necesidad de hacer grandísimas inversiones.
Esto último se vio en la última edición de O Son do Camiño, el festival celebrado en junio en el Monte do Gozo de Santiago de Compostela. Allí el choque generacional se hizo patente con la queja del grupo Ginebras por tener delante público que estaba esperando a otros artistas que iban a tocar después en el mismo escenario, pasando olímpicamente de ellas. Es lo que pasa cuando dejas que sea el algoritmo el que confeccione el cartel en función de lo que más escucha la gente pero sin ningún criterio artístico, juntando así en la programación a Vetusta Morla con Bizarrap, a Leiva con Maluma, a Duki o Aitana con Viva Suecia, Wolfmother o Trueno. Se vendieron las 42.000 entradas, solo faltaba, claro que sí, pero la dichosa experiencia volvió a resentirse.
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Otro ejemplo de que los festivales no están aquí para fomentar la música: hasta este año el Low Festival ha dejado entrar gratis a los menores de once años hasta un número máximo de 200 de ellos. Sin embargo, de cara a 2024 esta norma histórica de la cita musical de Benidorm, que congrega a 25.000 personas por día, ha cambiado y ya directamente no permite la entrada a menores de once años. Esas 200 plazas que, digamos, tenían reservadas, pasarán a ser ahora abonos de pago para todos lo que tengan más de doce años (menores o adultos), argumentando una cuestión de seguridad y salud por el alto volumen de los conciertos. Así las cosas, las mamás y los papás ya no podrán compartir esos ratos con sus pequeños, como hasta ahora venían haciendo.
Con este panorama claramente excesivo en el que parece que no hay ya ni un pueblo sin su festival, aparece una nueva queja que los compara directamente con la comida rápida. Y no falta razón en esa afirmación, pues por el afán de llenar los carteles con más y más artistas que sirvan como reclamo, cada vez se acorta más la duración de los conciertos. Que un cabeza de cartel internacional toque apenas noventa minutos ya está asimilado, pero es que es preocupante comprobar cómo la media de todos los demás ya ni llega a la hora y se queda en 45 o 50 minutos. Todo sea por acumular nombres, aunque luego pasen por allí sin apenas bajarse de la furgoneta en este modelo de fugacidad epidérmica y velocidad frenética. Así nada deja poso, así nada importa nada. Estar en todas partes es como no haber estado en ningún lugar.
No puede decirse que los festivales fueran alguna vez un oasis de paz y tranquilidad porque nunca lo fueron. Siempre fueron, al contrario, un pequeño campo de batalla fuera de la ley donde los melómanos podían encontrarse con otros como ellos. Pero sí es verdad que todos aquellos con una edad son perfectamente conscientes de la degradación de un modelo que solo sabe sobrevivir creciendo incluso por encima de cualquier tamaño lógico, captando a un público variopinto que en un alto porcentaje no está allí por la música. Y esa es una transformación de espíritu muy profunda. Nos quejamos más que nunca mientras vamos de festivales más que nunca. Nos tratan peor que nunca pero lo perdonamos con más facilidad que nunca. Esta es la verdadera excepción ibérica: los festivales morirán de éxito y nos llevarán a todos por delante con ellos.
Miles de personas llegando a Madrid al amanecer después de vivir todo tipo de peripecias en su camino de vuelta desde Arganda del Rey. El Primavera Sound ya ha confirmado que no habrá segunda edición en Madrid y no es de extrañar, pues al pinchazo de público hay que sumar la cancelación de la primera jornada por la lluvia, los atascos para entrar y salir por la A3, las esperas de varias horas para las lanzaderas y todo tipo de complicaciones derivadas de montar un macrofestival a 40 kilómetros de la gran ciudad (habría estado curioso ver qué hubiera pasado si la asistencia, que se quedó en 90.000 sumando los dos días celebrados, la mitad del aforo, llega a estar a la altura de las expectativas de la organización). Con abonos a 325 euros que podían pagarse a plazos y entradas de día a 125, diríase que la "experiencia" por la que el gentío pagó terminó siendo algo bien distinto a lo prometido.