Taylor Swift en el Bernabéu: el perfecto espectáculo pop (entre chillidos) del siglo XXI
Lo de Taylor Swift en el Bernabéu es digno de estudio. Se habla mucho de la soledad del corredor de fondo, que en mayor o menor medida podemos sentir todos, pero no la de la estrella del pop que a la luz del atardecer de una tarde de mayo se planta en medio de 65.000 espectadores mirándola y chillando fuera de sus casillas. Eso solo lo sienten unos pocos y unos lo llevan mejor que otros. Unas, en este caso. Una, en particular. Son las ocho de la tarde y Taylor Swift juega a hacerse la sorprendida, como si no estuviera acostumbrada, tan lista ella, a hacerse la tonta. El problema de los vecinos quejicas del Santiago Bernabéu no es esta noche el volumen de la música, no, qué va, es el delirio de un chillido colectivo que se pasa los límites legales de decibelios por el quicio de la consciencia pop (o sea, por el chumino, igualmente pop).
Muchísimo pop. Un total de 45 canciones y más de tres horas. Una salvajada que, de pura larga, juega con los límites de la atención y la percepción. Facultades aparentemente en absoluto mermadas entre unos asistentes (muy mayoritariamente demasiado jóvenes, aunque no solo) que no paran de corear y aullar a partes iguales. No en vano, The Eras Tour, ya la gira con mayor recaudación de la historia mucho antes de terminar, es en realidad un profuso recorrido por toda la carrera de Taylor Swift dividida en una decena de actos. Una decena de eras correspondientes a sus diferentes discos. Cada uno de ellos con sus canciones concretas, su estética, su vestuario, sus coreografías y sus ambientaciones.
Repertorio ganador amplificado al máximo por una pantalla enorme con músicos y coristas (todos ellos de sobrada solvencia) a los lados y una pasarela que llegaba hasta el otro lado del estadio, con dos amplias zonas de esparcimiento (centro y extremo opuesto) para Taylor y los suyos. No se puede hacer más para acortar las distancias entre público y artista cuando hablamos de estas dimensiones. Bueno, sí, un poquito más: hablar, agradecer y sonreír sin parar. Todo muy perfecto y muy correcto, como cabía esperar.
Taylor Swift desata la locura en el Bernabéu
La artista más escuchada del mundo (sí, eso también) nos cuenta su vida, en definitiva, pues eso son sus canciones. El repertorio es la esencia. Luego está el montaje, que todo lo engrandece para llevar las emociones al límite. Todo junto es un musical de Broadway a lo bestia, una ceremonia inaugural de unos Juegos Olímpicos y un mastodóntico evento social en el que hay que estar para no sucumbir al síndrome FOMO del demonio. Pero por encima de toda la parafernalia y el ruido mediático (casi tan ensordecedor como los chillidos swifties), este es el perfecto espectáculo pop del siglo XXI. Objetivamente.
Uno ha crecido viendo una veintena de veces a U2 en los últimos treinta años y ha disfrutado un buen puñado de veces de los grandes conciertos de Roger Waters, los Rolling Stones o Muse. Desde ese punto puede objetivamente apreciar que The Eras Tour es una producción que lleva todo eso al límite en el que tiene que estar en 2024. Seguramente esté adelantado a su tiempo, como en su momento les pasó a todos esos ilustres, con lo cual lo más probable es que Taylor Swift nos esté contemplando desde 2034. Un festín, en definitiva, en el que nada más entrar recibes tu pulserita de luz correspondiente para formar parte del show (en esto ella sigue los pasos de Coldplay).
Un recorrido no cronológico
Como la historia de nadie no va en orden cronológico en realidad nunca y todo son idas y venidas, empieza el recital con Miss Americana & The Heartbreak Prince, del álbum Lover (2019). No es un trabajo seguramente bien pagado el del técnico de sonido al que, una vez lo tiene todo controlado en las pruebas con el estadio vacío, le cambian todos los parámetros. Porque bajo presión tiene que nivelar sobre la marcha una vez empieza el concierto para introducir en la ecuación todo tipo de frecuencias desquiciadas de miles de gargantas enloquecidas de diferentes edades y tonalidades. Bueno, seguramente esté bien pagado. Más le vale, pues es una tarea titánica que, oye, resulta que sale razonablemente bien progresivamente con Cruel summer o Lover en el primer tramo.
La siguiente era es Fearless (2008), la más country con hit primigenios como You belong with me o Love story. Luego el cambio es radical porque pasamos al rojo más bailable de Red (2012), escenificado en toda su amplitud con We are never ever getting back together. No cesa el rumiar del mar lo quieras o no escuchar, de la misma manera que no cesa en la capital sin playa la algarabía. Y la velada avanza pasando de puntillas por Speak now (2010), se viene muy arriba con el tono desafiante de Reputation (2017) y luego nos lleva literalmente al porche de su casa con la relajación del tramo dedicado a Folklore y Evermore (ambos de 2020).
Cantando en el porche con los amigos
Y es que aparece en el escenario literalmente una casa de campo de madera. No en la pantalla ni en holograma, no, una prefabricada. Y se sienta Taylor a cantar en el porche con sus colegas, que en este caso son sus dos guitarrista, su bajista y tres coristas. Como puede hacer cualquiera una noche de primavera mirando las estrellas, solo que en este caso las estrellas son miles y miles de luciérnagas en forma de pulsera y teléfonos móviles que no entienden de intimidad ni la mitad.
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Ocurre entonces el pequeño gran milagro de que nos cante Champagne problems al piano y se desencadene, si acaso fuera posible, la mayor ovación de la velada. En mitad de un espectáculo de semejante tamaño y cuantía, el público permia la sencillez y la cercanía. El talento de quien compone e interpreta. El don de quien es capaz de llevarte a tal grado de intimidad entre la multitud. Esa es en última instancia la inexplicable magia que sostiene todo este tinglado de los conciertos de estadio desde el principio de los tiempos. Todo lo demás no deja de ser una consecuencia.
El clímax llega con 1989
1989 es un disco de 2014 que se convierte en el clímax de la velada ya pasadas las dos horas con hits como Style, Black space o Shake it off. En los grandes estadios el sonido siempre va por barrios, pero en la tribuna lateral baja era cuanto menos notable. Para eso había dos torres repetidoras al fondo (a los pies de una de ellas estuvo Aitana tomando buena nota para sus próximos shows de diciembre en este mismo lugar). También columnas de altavoces dirigidas hacia la parte trasera, pues al ser un formato 270 grados hay publico muy esquinado a los lados posteriores del escenario (aunque no detrás).
En una decisión contra los planteamientos lógicos de los macroconciertos, una vez interpretados los grades éxitos, quedan para el final sus dos últimos trabajos. El penúltimo acto es para el reciente The tortured poets department (2024) y, después de Sparks fly y I look in people’s windows como canciones sorpresa, el desenlace triunfal con Midnights (2022). El maratón tiene ya un punto de desvarío. El público digamos joven no se resiente, el talludito disimula y las familias con niños prefieren no pensar en la mañana siguiente. Da igual en realidad, es aquí donde por imperativo social había que estar, se estuvo y se gozó para contarlo. Como en una final de, no sé, Champions League, pero sin rivalidades y todos tan variopintos en el mismo bando. Fandom, en este caso. Todos swifties colmados de jubileo en una bonita noche de mayo.