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Richard J. Evans: "Las revoluciones de 1848 no fueron el fracaso que la gente cree"

"¿Has visto cómo desvío las preguntas sobre Cataluña hablando sobre Escocia?". El historiador británico Richard J. Evans (Londres, 1947) lleva toda la mañana encerrado en lo que llama "la mazmorra" —una sala de encuentros en un céntrico hotel de Madrid—, evitando como puede los juicios de valor sobre el referéndum del 1-O. Aunque, en parte, comprende por qué le preguntan. No solo porque Cataluña marca la agenda española, sino porque está aquí para presentar La lucha por el poder. Europa 1815-1914 (Crítica), un volumen de mil páginas que recorre las tensiones que vertebraron el siglo XIX, cuna del nacionalismo.

Así que, antes de nada, Evans aborda el tema inevitable: "A principios del XIX, el nacionalismo era una ideología liberal. Solo se convirtió en una ideología de derechas en el siglo XX. Es curioso que algunos nacionalismos de hoy en día... como Escocia [risas] o Cataluña... también son formas liberales y demócratas del nacionalismo, defendidos por personas de izquierdas. Para poder entender por qué la gente quiere un Estado para lo que ellos ven como una nación, y para ver por qué las opiniones están divididas, es interesante mirar al XIX". Deber cumplido. "Siguiente pregunta", dice, sonriendo, el que es uno de los historiadores más prestigiosos, además de presidente del Wolfson College de la Universidad Cambridge y sir desde 2012. 

 

Si Evans es conocido por su trabajo sobre el Tercer Reich, aquí atiende al encargo de la editorial Penguin y su conocida serie Historia de Europa, en la que recorre el continente, de la mano de prominentes historiadores, desde la Grecia clásica hasta la actualidad. Este es el séptimo capítulo, aunque Ian Kershaw se adelantó cronológicamente a La lucha por el poder con su Descenso a los infiernos, que va de 1914 a 1949. Con el título de su obra, Evans hace referencia al volumen de su predecesor, Tim Blanning, que va de 1648 a 1815 y se llama La lucha por la gloria. "El anterior volumen coge los ideales de las élites gobernantes europeas como punto de partida. El honor, la gloria y la fama", explica. El hilo conductor que él elige es, sin embargo, las tensiones entre siervos y señores, entre obreros y patrones, entre la mujer y el patriarcado, entre Restauración y democracia... 

Cambios, asegura, no faltaron. Y, sin embargo, el siglo XIX es visto a menudo como un siglo oscuro, teñido por la explotación de los obreros, la Restauración y el fracaso de las revoluciones de 1848. "El siglo XIX es, efectivamente, el inicio de muchos cambios que se ven interrumpidos en 1914", dice Evans señalando la portada del libro. En él se reconocen, inequívocamente, los pies de la Torre Eiffel, aún por construir, en 1887. Pero el profesor ve luz más allá de la confianza en el progreso truncada por la I Guerra Mundial. "Las revoluciones de 1848 no fueron el fracaso que la gente cree. A pesar de que fallaron en sus objetivos más inmediatos, tuvo grandes efectos a largo plazo, y llegó a la implantación de muchas reformas que los liberales moderados habían promovido", explica.

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No es parco enumerando las victorias de la época que le ocupa, a la que trata con lo que parecería un cariño casi familiar. La liberación de los siervos, que se sacuden "las obligaciones de trabajar a cambio de nada". La de las mujeres, que lucharán contra el control "de sus habilidades y sus ingresos" y por "el derecho a tener una educación". La disminución del uso de la pena de muerte y la mejora del sistema legal. El fortalecimiento de los partidos políticos a partir de 1848 en territorios como Francia y Alemania. El movimiento socialista, que pese a su fracaso inicial "lleva con la II Internacional de 1889 a partidos muy fuertes". El sindicalismo, que consigue mejoras en la vida de los obreros. Avances paulatinos que Evans engloba bajo la misma fórmula: "La emancipación de la gente de las restricciones legales sobre sus propios destinos".  

Pero no se refiere solo a transformación política: la mitad del libro está reservada a cambios económicos, sociales y culturales. Lo explica con un ejemplo: "Los pintores impresionistas franceses desafían a las academias que dicen que la única pintura válida es la clásica. Y tienen el Salon des Refusés, de los rechazados, en el que realizan sus propias muestras. Eso es ganar poder, para sí mismos, para expresarse como ellos desean". E ilustra, a partir de una curiosa anécdota, la puesta en cuestión de los principios hereditarios, iniciado en América, extendido por Europa con la Revolución francesa y consolidado en el XIX. "El de verdugo es un empleo hereditario, y en muchas partes de Europa se encarga también de limpiar los restos de animales muertos de las ciudades. Hacia 1870, las ejecuciones van desapareciendo gradualmente. Y, en cualquier caso, cuando las ciudades empiezan a crecer, tener a un solo tipo que se encarga de eso no tiene mucho sentido, así que se convierte en un negocio". Es el mismo rechazo hacia los principios hereditarios que llevarían al exilio a Carlos X de Francia tras la Revolución de 1830. 

Uno de los logros del libro de los que está más orgulloso es de su uso de ocho personajes que experimentan en su vida los cambios que describe en cada uno de los ocho capítulos. En la lista —paritaria— están desde el cantero alemán Jakob Walter, que cuenta su ida y vuelta a Moscú con la armada napoleónica, a el forzudo de circo Giovanni Battista Belzoni, que abandona su Padua natal con la invasión de las tropas del emperador francés y acaba dedicándose al expolio de tumbas en Egipto. "Las palabras de los contemporáneos hacen que la historia esté viva, que la época cobre fuerza", dice con pasión. Y critica sin reparo a grandes historiadores del XIX, como el alemán Jürgen Osterhammel, cuya obra considera "monumental" pero al que afea prescindir de citas de la época y apoyarse únicamente en su propia argumentación. "Este es el siglo de las grandes novelas realistas: Tólstoi, Zola, Balzac... Tenía que sacarle partido a eso".

"¿Has visto cómo desvío las preguntas sobre Cataluña hablando sobre Escocia?". El historiador británico Richard J. Evans (Londres, 1947) lleva toda la mañana encerrado en lo que llama "la mazmorra" —una sala de encuentros en un céntrico hotel de Madrid—, evitando como puede los juicios de valor sobre el referéndum del 1-O. Aunque, en parte, comprende por qué le preguntan. No solo porque Cataluña marca la agenda española, sino porque está aquí para presentar La lucha por el poder. Europa 1815-1914 (Crítica), un volumen de mil páginas que recorre las tensiones que vertebraron el siglo XIX, cuna del nacionalismo.

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