Santiago Alba Rico: "Estamos viviendo un fin de civilización"

6

Santiago Alba Rico (Madrid, 1960), pasa gran parte de su jornada frente al ordenador, sin tener apenas conciencia de sus órganos —salvo cuando se desplaza a la cocina, corazón de su casa en Túnez, donde reside desde 1998—, de tan volcado en ese órgano externo que es la pantalla. Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral), su nuevo ensayo tras Leer con niños y ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? nace de esa certeza y de un taller impartido en el Museo Reina Sofía junto a Amalia Fernández hace dos años. El filósofo —que fue guionista de La bola de cristal y candidato al Senado por Podemos— reflexiona sobre el efecto que tiene sobre nosotros el olvido de nuestros cuerpos en favor de una realidad virtualizada por las tecnologías y por el sistema capitalista. 

"Me interesaba", explica entre susurros en una librería de Madrid, "cómo afecta a la propia concepción del cuerpo la mayor o menor hegemonía de las relaciones del mercado, y aquí introduzco la tecnología, que se suele considerar como un apéndice pero que tiene sus propias consecuencias". En el libro, accesible para el lector no académico pese a la complejidad del tema, define el cuerpo como aquello que nace de la fuga del propio cuerpo. Es decir, que los seres humanos llevamos toda la historia tratando de huir de nuestra propia mortalidad mediante el desarrollo de distintos mecanismos que nos alejaran del cuerpo, concebido como fuente de dolor y de debilidad. Pero nunca lo habíamos conseguido tanto como ahora: "La corporalidad ha sido un elemento de estabilidad en los últimos 40.000 años, y ahora entra en contradicción con los cambios culturales y tecnológicos, que son enormemente rápidos".

¿Cómo influye la ausencia de nuestros cuerpos en nuestro día a día? ¿Y en la política? Alba Rico trata de dar respuestas a un tema de calado que se pierde, precisamente, en esa misma urgencia de la fuga. 

PREGUNTA. ¿Hasta qué punto la virtualización que impone la tecnología es una ruptura o la continuación de una tendencia de siglos?

RESPUESTA. Hay una continuidad. Lo que intento demostrar en el libro es que lo que llamamos "cuerpo" es una fuga que tiene distintos vectores, el primero obviamente el lenguaje, y que por tanto hay una creciente separación. Esa separación se acelera mucho con un sistema de producción capitalista, que a su vez determina una aceleración de la historia de la tecnología. Lo que sí que creo es que es obvio que esa combinación de capitalismo de consumo y tecnologías de la comunicación lo que ha hecho ha sido desplazar el centro antropológico cada vez más lejos del cuerpo. Antes todo nos pasaba en el cuerpo o en sus alrededores. Ahora lo que nos pasa en el cuerpo y alrededores es un residuo, cuando no un obstáculo culpable, con respecto a esa verdadera vida o esa verdadera realidad que ya está en otro sitio. Por un lado por las opacidades económicas o políticas, y por otro porque nuestras relaciones y vínculos son cada vez menos corporales. De hecho, de alguna manera vivimos los cuerpos como un obstáculo para acceder a esa realidad, que lo es tanto por el tiempo que dedicamos a ella como por la intensidad con la que vivimos en ese otro lugar.

P. ¿Cómo se vincula el trabajo, cada vez más desregulado, a esta separación del cuerpo?

R. Lo que ha introducido el trabajo precario y desregulado, y próximamente el trabajo cada vez más robotizado, es que vivimos los cuerpos no como recursos materiales y culturales, sino como excedentes. Cada vez es más difícil tener un cuerpo tal y como lo defino y trabajar. Primero, porque el mercado laboral es cada vez más estrecho y exigente, y por lo tanto los procesos que nos han acompañado durante esta estabilidad de 40.000 años, que son la fragilidad, la reproducción y la mortalidad, no digamos el embarazo, no se ajustan a las demandas del mercado. Y también porque la autoestima de los sujetos occidentales no se construye ya en los lugares de trabajo, sino en los de consumo, que están pensados para esconder los cuerpos bajo la alfombra en favor de este alma exterior que llamamos imágenes y que han acabado por devorar enteramente sus correspondencias corporales. En una sociedad de consumo con un trabajo cada vez más precario y robotizado, los cuerpos excedentarios, cada vez más numerosos, se van a vivir como amenazas negativas por el propio sujeto que va a tener que cargar con ellos.

P. Defines el cuerpo como una fuga de la mortalidad, que es una fuga del tiempo. Al tener menos tiempo libre, ¿tenemos menos cuerpo?

R. Creo que sí. Una de las formas en que defino el cuerpo en el libro es como un coágulo de tiempo. Eso lo comprobamos en el aburrimiento, que tiene una conexión fecunda con el ocio como vías de acceso a formas superiores de cultura y de belleza. Cuando nos aburrimos, cuando nos quedamos solos, el tiempo coincide enteramente con el cuerpo, se estanca, y por eso huimos. Por eso tenemos que considerar como imprescindibles para la producción de cultura lo que yo llamo las "recaídas", que tienen que ver con el hambre, con la vergüenza, con el aburrimiento, con el dolor. Son esos momentos cuando recuperamos el cuerpo, y entonces inventamos cosas para huir. ¿Qué ocurre? Que tenemos una industria que ha proletarizado el ocio. Y no nos permite el dolor, porque hay una permanente exigencia de felicidad —y el que no es feliz se tiene que sentir culpable porque la felicidad es su responsabilidad—, y no nos permite el aburrimiento ni la vergüenza en un mundo absolutamente antipuritano, ni la compasión. Pero sin esas recaídas, la construcción de una política de los cuidados, eminentemente humana, es imposible.

P. ¿Qué efectos tiene sobre el yo, pensando por ejemplo en la responsabilidad autoimpuesta de la felicidad, esa huida constante con recaídas culpables?

R. Baja las defensas frente a las inevitables encrucijadas. Vivimos en una sociedad en la que huimos hasta tal punto en que incluso se nos impiden los duelos. Hay una psiquiatrización de la vida cotidiana que hace que no se te permita vivir dolor por la pérdida, como si el dolor fuera una anomalía que corregir inmediatamente. Y sobre todo nos deja muy inermes ante los poderes que gestionan la vida y la muerte, que no es el Tiempo con mayúsculas, sino esas instituciones y decisiones que cada vez ocurren más lejos de nosotros. Hay muchas formas posibles de huir del cuerpo, la fuga del cuerpo es lo que define al cuerpo mismo. Pero allí donde el modelo de fuga es una combinación de capitalismo de consumo y tecnologías de la comunicación, se han dejado fuera otras vías, como las colectivas. Huimos individualmente, en términos recreativos, y eso nos inhabilita para construir respuestas organizadas frente a los poderes que gestionan nuestros cuerpos.

P. A la vez que nos hacemos cada vez más virtuales, hay una obsesión con la monitorización del cuerpo –con dispositivos tipo Fitbit—y con el control del cuerpo a través del deporte. ¿Qué nos dice esto?

R. Que hemos interiorizado como inseparable de nuestra autoestima y nuestra inscripción en una jerarquía la lucha contra el cuerpo sin recaídas. Podríamos pensar que esta obsesión por el deporte, por la cosmética, por la cirugía estética –que ha aumentado y no disminuido desde que empezó la crisis— se corresponde con una obsesión por el cuerpo. Pero es todo lo contrario, es una forma de liberarse del cuerpo. Hasta el punto de que se trata de que nuestros cuerpos se parezcan cada vez más a las imágenes que hemos liberado en las redes digitales, combatiendo todo lo que en nuestros cuerpos puede recordarnos esta recaída, desde el dolor al envejecimiento, que es incompatible con el mercado y también con la existencia digital.

P. ¿Qué perdemos en estas huidas imposibles?

R. No podemos encarar la inevitabilidad de las recaídas, y a partir de ahí hay que buscarlas. Debe de haber un programa político que busque esas recaídas y nos ponga en contacto con los otros. En el libro digo que el cuerpo es también el fracaso del sistema, porque como esa fuga sin fin es una fuga fracasada, ¿dónde aparecen esos cuerpos? Donde los cuerpos más sufren: en las vallas, en los muros, en los hospitales, en las guarderías. Aparecen entre los más vulnerables. O hacemos una política en términos de dependencia y para los más vulnerables, o vamos a acabar sacrificando a los cuerpos excedentarios. Las recaídas son, de alguna manera, la verdadera matriz de la cultura humana.

Hay que evitar también pensar que la alternativa a los nuevos formatos tecnológicos pasa por la tecnofobia, porque la tecnología se ha incorporado a nuestras vidas y hay cosas de las que no se puede retroceder. Podemos retroceder de los derechos laborales y las libertades formales, lo vemos, pero muy difícil retroceder de la tecnología salvo catástrofe o apocalipsis. Sabemos cómo fabricar la bomba atómica y se sabrá siempre, por lo tanto tenemos que ver qué haremos con ese saber. Pasa también con el resto de formatos. Como lo que verdaderamente importa de la tecnología no es lo que nos permite hacer, sino lo que nos obliga a hacer, tenemos que saber por un lado que no podemos romper con esos formatos, y al mismo tiempo tomar la suficiente distancia como para ver qué efectos inevitables introduce y cómo podemos luchar desde ahí.

P. Menciona también a los colectivos obligados a tener cuerpo, los oprimidos en razón del género, de la raza, de la identidad sexual, de clase... Estos colectivos han hecho de su cuerpo una herramienta de activismo. ¿Qué hay de poderoso en el cuerpo?

P. Hay corrientes feministas y decoloniales que lo reivindican como potencialmente liberador. Eso tiene algunos peligros, como el de reontologizar la raza o el género, pero es comprensible y tiene la virtud de recordarnos cómo hasta qué punto en un mundo que esconde los cuerpos bajo la alfombra solo aparecen allí donde resultan amenazadores o excluidos. Esos movimientos tienen la enorme ventaja de recordanos que el cuerpo solo aparece donde hay mayor vulnerabilidad.

Es verdad que el consumo dominante es el consumo de las clases dominantes. Y el sistema capitalista genera lo que Bauman llama “consumidores fallidos”. Siempre digo que las revoluciones árabes tienen que ver con estos consumidores fallidos, que en realidad solo eran propietarios de su cuerpo, que viven en sus propios países como si fueran inmigrantes hasta tal punto están lejos de los sitios donde se deciden las cosas, y hasta tal punto tienen que acarrear de la mañana a la noche un cuerpo excedentario que sientan en un café. Lo que ocurre es que hay una culpa muy grande de tener cuerpo.

P. Durante el 15-M hubo propuestas, aunque minoritarias, de hacer manifestaciones online concentrándose en una web determinada. ¿Puede haber comunidad política sin cuerpos?

R. Creo que no. En Sociofobia, explica César Rendueles que las redes están muy bien para convocar pero no para transformar el mundo. Es finalmente en las plazas y en los vínculos reales, vínculos liberadores que no siempre son fáciles y que a veces buscamos evitar, donde se consigue. Entre otras cosas por lo que dice Silvia Federici y que cito en el libro, que es que en las redes la reproducción de la vida es imposible. Y hay que pensar la transformación a partir del eje de los cuidados, y no de los debates en la red. Que por cierto siguen siendo una parte muy marginal de la red, donde domina la pornografía, el comercio y las sectas apocalípticas.

P. Hay un momento de la protesta en la que los cuerpos se hacen presentes en la calle, y una parte menos activa en la que los cuerpos desaparecen. ¿En qué medida cuando nos desactivamos políticamente perdemos nuestro cuerpo?

R. La pregunta es cómo ensamblar cuerpos para que los cuerpos privados se vuelvan menos vulnerables. Hay un pasaje obvio del cuerpo privado al colectivo, en la medida en que el cuerpo colectivo desaparece, volvemos a un cuerpo que de alguna manera se vuelve como indigno. Vuelvo a las revoluciones árabes, una zona con dictaduras férreas en la que la gente no se manifestaba. De pronto, la gente descubre la visibilidad en los espacios públicos y no es una casualidad que el eslogan de la revolución sea "Dignidad". Porque el paso del cuerpo privado al colectivo es una rehabilitación del cuerpo, que deja de ser inútil y de estar despreciado por todos. Cuando los cuerpos colectivos se evaporan, el regreso al cuerpo privado es particularmente doloroso. Pero en todo caso hay que seguir pensando en esos lugares como lugares de resistencia. Aunque a mí no me basta la sola resistencia y no es el momento de buscar lugares en los que sentirse cómodo. Si ya no podemos decir que el destino de la humanidad se juegue en las fábricas, sí podemos decir que se juega en los bares, en las cocinas, en las guarderías y hasta en los lechos nupciales. Siempre pensando que eso no es más que la condición para un ensamblaje en el que pasemos del yo al nosotros, que es el paso más misterioso que hay.

El mochilero Unamuno

Ver más

P. Hay distintos movimientos o actores que han diagnosticado también esa desaparición del cuerpo y hacen una llamada a una nueva conexión con el cuerpo. ¿Es posible?

R. El problema es que las alternativas individuales tienen también algo de elitista. No digo que no tengan potencialidades, porque de alguna manera el cristianismo histórico en la larguísima decadencia del Imperio Romano empezó así, con un montón de sujetos que se imponían disciplinas corporales, a través del ascetismo, los ayunos, la huida al desierto. Lo hemos vivido en otros períodos históricos. Por eso yo insisto en que estamos más bien en el fin de una civilización. Esto lo dice Isaac Johsua, un marxista La revolución según Karl Marx. Una de las críticas que hace a Marx tiene que ver con la transición en los modos de producción, y dice que el fin del capitalismo se va a parecer mucho más al fin del Imperio Romano que al fin del feudalismo en 1789 bajo la Revolución Francesa. Yo también lo creo. Volvemos a vivir cosas por las que la civilización occidental ya había pasado, como nuestra relación con la naturaleza o con las especies en general, porque el animalismo ya lo practicaron los porfirianos, los gnósticos, los maniqueos… Es uno de los signos de cambio civilizacional. Pero ese cambio no tiene que ser necesariamente para mejor, porque la historia está hecha de pequeños progresos y grandes retrocesos.

 

Santiago Alba Rico (Madrid, 1960), pasa gran parte de su jornada frente al ordenador, sin tener apenas conciencia de sus órganos —salvo cuando se desplaza a la cocina, corazón de su casa en Túnez, donde reside desde 1998—, de tan volcado en ese órgano externo que es la pantalla. Ser o no ser (un cuerpo) (Seix Barral), su nuevo ensayo tras Leer con niños y ¿Podemos seguir siendo de izquierdas? nace de esa certeza y de un taller impartido en el Museo Reina Sofía junto a Amalia Fernández hace dos años. El filósofo —que fue guionista de La bola de cristal y candidato al Senado por Podemos— reflexiona sobre el efecto que tiene sobre nosotros el olvido de nuestros cuerpos en favor de una realidad virtualizada por las tecnologías y por el sistema capitalista. 

Más sobre este tema
>