El origen de seducir, del latín sēdūcere, implica “separar del buen camino”, “desviar del bien”, “empujar al error”. Ya en el siglo XVIII, la moral cristiana concebía la seducción como una forma de corrupción, de llevar a cabo una maniobra falsa. Algo que personificaba Giacomo Casanova, el escritor, libertino y polifacético italiano que, en contra de los principios de castidad y fidelidad, acumuló en torno a 132 conquistas amorosas, convirtiéndose en el arquetipo de hombre seductor.
Durante muchos años, en eso ha consistido precisamente la seducción, en la acumulación. Aquella persona que era capaz de seducir, generalmente el hombre, utilizaba sus encantos para persuadir a la otra persona, generalmente la mujer, con fines sexuales. Y en este proceso de exhibición de poder, de un sujeto convirtiendo al otro en objeto y apropiándose de él, no había lugar para la ternura ni los afectos. Todo lo contrario a lo que suponía el cortejo.
Dice la socióloga Eva Illouz en su ensayo El fin del amor. Una sociología de las relaciones negativas que, en los siglos XVIII y XIX, el cortejo era “un marco social para la circulación organizada y ritualizada de los sentimientos, de acuerdo con reglas de expresión, reciprocidad e intercambio que estaban claras para ambos”. Mientras que la seducción se realizaba de una forma más directa y sensual, el cortejo era más lento y afectuoso, ya que preparaba el terreno para su fin último, la unión conyugal. Esta distinción entre lo sexual y lo afectuoso era clave, ya que dentro del cortejo no había espacio para la sexualidad. Es más, la protección de la virginidad y la pureza de las mujeres se convertía en uno de los rasgos fundamentales en esas relaciones organizadas teleológicamente en torno al matrimonio.
Esta distinción entre cortejo y seducción también propició la figura del galán, un hombre que, en palabras del sociólogo alemán Niklas Luhmann, llevaba “un estilo de relacionamiento social vinculante, que abarcaba tanto la seducción engañosa como el sincero cortejo amoroso”. El galán podía tener buenas intenciones, y buscar en la mujer una relación romántica que condujese al matrimonio, o podía utilizar la seducción para engañarla y, una vez consumada la relación sexual, abandonarla.
Mientras que el cortejo desapareció en favor de la llamada “libertad sexual”, aunque con algunas reminiscencias en el mito del amor romántico, la seducción amplió su mirada a otros ámbitos. No solo se perpetuó el arquetipo de seductor en el cine, con personajes como James Bond, Christian Grey en Cincuenta Sombras de Grey o el interpretado por Ryan Gosling en Crazy, Stupid, Love, encargado de enseñar a seducir a mujeres —siempre más jóvenes— al personaje de Steve Carrell, un recién divorciado; sino que Internet se llenó de artículos sobre entrenar el arte de la seducción para conseguir a la persona-objeto de deseo, u otros fines, como un aumento de sueldo o un nuevo trabajo. Todos los consejos que se ofrecían hablaban de mostrar seguridad, confianza en uno mismo, una buena autoestima, de saber conocer tus puntos fuertes y, al mismo tiempo, de ser misterioso.
Y esto no lleva a pensar, ¿acaso no hay espacio para la vulnerabilidad en la seducción? ¿Es que esta debe ser una constante exposición de poder, individualismo y acumulación? ¿Hay lugar para una seducción que traspase la heterosexualidad y que conduzca a una sexualidad a través de los afectos? La escritora Sara Torres cree que sí es posible.
La seducción bajo la mirada de Sara Torres
En su recién publicada novela —la segunda dentro de su trayectoria literaria— Sara Torres cuenta la historia de una treintañera fotógrafa que se pone en contacto con una escritora veinte años mayor que ella a la que busca retratar mientras esta trabaja en su próxima novela titulada, al igual que la obra de Torres, La seducción. En la masía de la costa catalana donde pasan juntas unos días, ambas van dibujando el mapa de sus propios deseos de acuerdo a los ritmos que a cada una le marca su propio cuerpo, intentando ver si son capaces de trazar intersecciones y rumbos compartidos en ellos.
Esta novela, que Torres califica como ficción, pero en la que luego “por debajo hay una parte de ensayo, metidito, un poco acurrucado debajo del texto” —según reconoce en una entrevista para el podcast Ciberlocutorio— busca “pedir una atención a la seducción como un momento de creatividad y un momento de ir templando los miedos que tenemos cada una asociados a nosotras mismas, para generar una especie de tercer espacio”.
Este “tercer espacio” del que habla en la entrevista también aparece reflejado en la novela cuando una voz narrativa reflexiva y omnisciente, que es difícil separar de la voz de la propia Torres, se pregunta: “¿No es posible pensar en un sentido de la seducción que no tenga connotaciones negativas? Una seducción que no implique un juego de poder, un alejamiento negativo del origen de una hacia los intereses de la otra”. Y continúa: “En la forma en la que yo la estoy pensando, la seducción significaría un desplazamiento del yo hacia la otra que constituye un tercer espacio: el de nosotras juntas. Nosotras que ya no somos ni tú ni yo, ni tu historia ni la mía, sino el entramado flexible de un tejido, la urdimbre de la historia previa de cada una antes del encuentro que nos trenza”.
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La seducción que propone Sara Torres no entiende de mecanismos de poder, sino que reconoce la vulnerabilidad: “Y si me acerco y lo hago. Besarla. No tengo la más remota idea de qué pasaría. […] Leer las señales y qué terror imaginar que todo sea un malentendido, un desfase grotesco entre mi imaginación y la suya”. Aquí ya no hablamos de una figura seductora dentro del imaginario patriarcal de la acumulación de amantes, del sujeto frente al objeto de deseo, sino de dos sujetos deseantes que se encuentran y en la posibilidad de lo que surja entre, y a partir de, ellos, que no necesariamente es un fin sexual, sino simplemente el propio acercamiento.
Este acercamiento es el que se encuentra en los pequeños detalles, desde el disfrute de una cena compartida preparada junto a la otra persona o un paseo en el que no se busque llegar a ninguna parte. El espacio de la seducción se produce a través de la observación de la otra permitiéndose el ritmo lento —en una sociedad que cada vez va más rápido— y en dejar de tener las miras puestas en la consecución de un fin rápido e inmediato.
Dice Torres en la entrevista para el podcast que esta idea de seducción “es dejar que las cosas ocurran solo por el hecho de disfrutarlas”, el poder decirle a la otra persona “yo no sé lo que quiero de ti, no sé el destino, pero sé que quiero un viaje contigo”. Aunque parezca aparentemente simple, esta forma de seducir resulta subversiva porque ofrece a las mujeres y a otras identidades disidentes recorrer un camino que hasta entonces había estado reservado para los hombres, pero no con la intención de pisar las mismas baldosas que ellos han pisado durante siglos, sino con la intención de arrancarlas del suelo y construir otra forma de caminar juntas a ese tercer espacio compartido al que conduce esta nueva idea de seducción.
El origen de seducir, del latín sēdūcere, implica “separar del buen camino”, “desviar del bien”, “empujar al error”. Ya en el siglo XVIII, la moral cristiana concebía la seducción como una forma de corrupción, de llevar a cabo una maniobra falsa. Algo que personificaba Giacomo Casanova, el escritor, libertino y polifacético italiano que, en contra de los principios de castidad y fidelidad, acumuló en torno a 132 conquistas amorosas, convirtiéndose en el arquetipo de hombre seductor.