Música
Woodstock, 1969: el principio y el fin
"Esto es el principio", decía un joven de 24 años, el pelo alborotado y húmedo por la lluvia, en el escenario del festival de Woodstock, en una granja del Estado de Nueva York en agosto de 1969. Sobre su cabeza, un helicóptero arrojaba "flores y ropa seca" sobre la muchedumbre, medio millón de hippies empapados que asistían, quizás sin saberlo, a uno de los mayores acontecimientos culturales de la historia. "¿El principio de qué?", preguntaba, atónito, un reportero. "Míralo. Es el principio de este tipo de cosas. Esta cultura y esta generación, lejos de las antiguas generaciones y funcionando por sí misma. Todo el mundo se ha unido, y funciona. Lleva funcionando desde que llegamos. Y va a seguir funcionando. Cuando vuelvan a la ciudad, recordarán que esto ha ocurrido".
Era la puesta de largo de un movimiento contracultural brotado en el verano del amor de San Francisco en 1967 y que haría llegar a cada casa, a través de los medios, ideas hasta entonces subversivas: el pacifismo frente a la guerra, el amor libre frente al matrimonio como institución, la colectividad frente al individualismo, la vida frente al trabajo. Paradójicamente, Woodstock también señalaba como mainstream lo que hasta entonces se creía minoritariomainstream , y abría a la industria musical las puertas de la música de masas en directo como negocio. "Me parece difícil que vuelva a haber un evento que reúna a cientos de miles de personas para compartir un momento de paz. Pero nunca se pierde la esperanza", dice casi medio siglo después Michael Lang, uno de los cuatro promotores del festival, aquel chico de pelo rizado que apenas podía creerse lo que veían sus ojos.
Él sigue intentándolo. En cierto modo. infoLibre habla con él, y con Baron Wolman, el fotógrafo oficial de aquella cita, en una visita a Madrid con motivo de la exposición de algunas imágenes del evento en Mad Cool, macrofestival que se celebraba por primera vez este fin de semana en la capital. Lang planea organizar un nuevo Woodstock en 2019 para conmemorar los 50 años de aquel verano. Mientras, critica el boom de festivales que beneficiará, si se produce, a su proyecto. "La cultura de festivales ha explotado, porque desde el punto de vista del promotor es eficiente y desde el punto de la banda también. Para el público está bien porque puedes ver a todas las bandas en las que estás interesado", reflexiona, "La otra parte es que, precisamente porque hay tantos, ves lo mismo en todas partes. Para mí, los más interesantes son los más pequeños, dedicados a un tipo de música particular con un punto de vista propio".
Lo dice sentado en un sofá del área de producción de Mad Cool, en la gigantesca Caja Mágica de Madrid, que acogió a más de 100.000 personas entre el jueves y el domingo. Y, desde luego, esa definición queda lejos de un evento que aúna en el mismo cartel al rock de The Who y el "electro rap-rave" de Die Antwoord. "Si ves Coachella, se ha convertido más en fardar que en disfrutar de la música", observa Wolman, de sobre el festival que reunió en 2016 a casi 200.000 personas en Indio, California. Este fotógrafo que roza los 80 y fue editor jefe de fotografía de la Rolling Stone, para la que fotografió a Janis Joplin, Jimi Hendrix o Bob Dylan, no oculta su nostalgia: "Es difícil comparar lo que él hizo con lo que ocurre 50 años después. Todo ha cambiado tanto...". Desde luego: el propio Lang ha trabajado con artistas como Shakira, Marc Anthony, Christina Aguilera o Avril Lavigne.
O quizás no haya tanta distancia. Woodstock comenzó como un proyecto para ganar algún dinero que los cuatro fundadores —John P. Roberts, Joel Rosenman, Artie Kornfeld y el propio Lang— podrían invertir en una compañía discográfica y un espacio de retiro musical en el pueblo de Woodstock. Las cifras, por tanto, no son baladíes. Los cabezas de cartel —Blood, Sweat and Tears, Joan Baez, Creedence Clearwater Revival...— recibieron unos 15.000 dólares por actuación, que equivaldrían a unos 90.000 euros actuales. La granja de Max Yasgur, por la que optaron en el último momento después de perder el enclave original en un polígono de Wallkill, también en Nueva York, fue alquilada por 50.000 dólares. Cuando las masas de asistentes comenzaron a llegar al prado de Woodstock, se habían vendido más de 200.000 entradas —aunque insistían, de cara a la administración, en que esperaban solo a 50.000—, a razón de 16 dólares por los tres días de conciertos, lo que ascendía a casi 3,2 millones de dólares.
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Y aún así, según los cuatro amigos, Woodstock fue un "desastre financiero". "Es un festival gratuito", decía Kornfeld sobre el escenario, el último día de celebración, mientras aseguraba que su compañía estaba en números rojos después de la experiencia. Se refería a que más de 300.000 personas habían entrado al recinto de forma gratuita. ¿La razón? La adecuación contrarreloj del espacio hizo que no terminaran de construirse las vallas que debían cercar el recinto, y tampoco las taquillas. "Esto no tiene nada que ver con el dinero, ni con nada material", insistía Kornfeld, lisérgicamente sonriente, al reportero. Más tarde tendrían que pagar 75.000 dólares más, en daños, a Yasgur, además de alguna demanda y varios proveedores enfadados. Pero alguien debió pensar: "¿Qué hubiera pasado si hubiéramos cobrado las otras 300.000 entradas?".
"De una manera extraña, Woodstock se convirtió en el principio de los malos sitios en los que tocar. Una vez que los promotores vieron cuánta gente podían meter en un estadio de fútbol y cobrarles 50 dólares la entrada, el rock and roll empezó a decaer rápidamente", dijo Paul Kanter, del grupo Jefferson Airplane, el primero en prestarse a participar en Woodstock, en una entrevista para el Telegraph. Para cuando Lang se propuso recrear Woodstock en dos nuevas reediciones, en el 94 y el 99, la atmósfera, la industria y el público había cambiado —"Claro, la gente cambia con el tiempo, la música cambia, y su relación con la cultura. Todo se mueve", asegura—, y si la primera cita fue descrita por la prensa como "un caos absoluto" y "algo parecido a un campo de refugiados", la de final de siglo fue, directamente, una mezcla de "fuego, violencia y robos".
Lang se considera optimista, pero no es capaz de nombrar un movimiento cultural que considere revolucionario, o siquiera interesante a medio plazo: "No se ve mucha contracultura, y los festivales no se meten mucho en asuntos sociales. Espero que eso cambie, pero ahora desde luego no es el caso", confiesa. ¿Algún momento en el que haya observado una reunión similar de gente? "En la cultura, no", dice, después de pensar unos segundos. "Aunque Bernie Sanders está empujando a la gente joven a implicarse. Hay cierta chispa".