Antón Costas: “Las reformas laborales desde los años 80 han hecho más maniacodepresiva a la economía y menos productivas a las empresas”

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Catedrático de Economía Aplicada, expresidente del Círculo de Economía y del consejo de administración de Endesa, Antón Costas acaba de publicar El final del desconcierto (Península), donde propone un nuevo contrato social “para que España funcione”. Ese contrato es el “pegamento” que, a su juicio, puede actuar contra el disolvente que ha terminado por enterrar el consenso cimentado en la Transición. Costas plantea fórmulas para combatir el malestar instalado en la sociedad española por efecto de las políticas de austeridad y de la desigualdad que han acompañado la crisis económica. La entrevista se realizó días antes de la declaración de independencia catalana. Vigués por los “colores y olores de la infancia”, pero catalán por residencia fiscal, Antón Costas lleva en Cataluña desde 1972. Confiaba en que el presidente de la Generalitat convocaría elecciones y Mariano Rajoy no aplicaría el artículo 155. “Los grandes acuerdos en la historia reciente europea se alcanzan siempre en tiempo de descuento y de madrugada”, aseguró. Se refería a los Pactos de la Moncloa, “la mejor expresión del contrato social español”. Pero no fue el caso de Cataluña.

PREGUNTA. Propone en su libro un nuevo contrato social justo cuando la sociedad española está más fracturada. ¿Es el momento oportuno o el más difícil?

RESPUESTA. ¡Es el momento ideal, probablemente el único en que se pueden alcanzar estos acuerdos! Todos los grandes compromisos a lo largo de la historia, incluida la de nuestro país, se han firmado siempre en tiempos convulsos. Los Pactos de la Moncloa, en 1977, que son para mí la mejor expresión del contrato social español, se negociaron en situaciones de dramatismo. Porque ese elemento dramático también desempeña un papel importante para alcanzar este tipo de acuerdos.

P: ¿Y cree que ahora ese concierto social tiene alguna posibilidad?

R. Sostengo siempre una esperanza razonable, espero que no sea un optimismo bobo. Porque la alternativa es la barbarie, que ya hemos comenzado a ver. Tenemos que volver a introducir el adjetivo social en la economía de mercado: economía social de mercado era el término popularmente utilizado para referirnos a aquel contrato social de la Transición. Lo que ha sucedido en las últimas décadas, y especialmente desde 2010, con la política europea de austeridad, es que ese adjetivo se descolgó. Y ésa es la naturaleza básica del contrato social, al margen del contrato político territorial, otro elemento adicional y distinto.

P. En su libro pone mucho énfasis en la importancia de la desigualdad en la crisis que ha sufrido España.

R. Sin duda. En la desigualdad de ingresos y, especialmente, en la percepción de desigualdad de oportunidades futuras, no sólo por parte de los perdedores de la globalización y la crisis, sino también por parte de segmentos importantes de las clases medias y acomodadas, que ven con ansiedad su situación en el futuro. La razón es que la desigualdad actúa como un disolvente muy poderoso de ese pegamento necesario para el contrato social.

En términos de filosofía política, el contrato social significó el compromiso, retórico pero importante, de aquéllos a quienes les va bien en la economía de mercado con los que se quedan atrás o tienen menos oportunidades. Ese compromiso se vehicula a través de los impuestos y de los seguros y prestaciones sociales orientados a la igualdad de oportunidades.

P. ¿Por qué la desigualdad en España es mayor que en otros países? ¿El Estado del Bienestar era más frágil?

R. Sí, precisamente. Para mí fue un descubrimiento desagradable. Porque yo creía que estábamos en una economía desarrollada, con un Estado del Bienestar similar al de otros países. Escribiendo el libro me di cuenta de que nuestro Estado del Bienestar protege relativamente bien a los mayores y sus pensiones, pero ha dejado desprotegidos de una forma casi absoluta a los colectivos más frágiles: matrimonios jóvenes o familias monoparentales cuya cabeza es una mujer. La sorpresa es que una parte de nuestros impuestos y de nuestros programas de bienestar no redistribuye hacia abajo, como es lo lógico, sino hacia arriba: pasan rentas de colectivos frágiles y con escasos ingresos hacia arriba. Y eso es una perversidad. Nuestro sistema tiene que ser rediseñado para que opere como se espera y es necesario.

P. Sostiene que el retorno al Estado del Bienestar que hemos conocido es imposible. ¿Cómo va a ser el nuevo, entonces?

R. Nuestro problema es distributivo, pero la solución no puede venir sólo por la vía tradicional que defienden las izquierdas: más impuestos. Ante nosotros no veo una revolución fiscal como la que hubo tras la Segunda Guerra Mundial o tras los Pactos de la Moncloa, con un aumento del 20% en la recaudación. Ahora hay que gestionar el Estado del Bienestar desde el punto de vista de la eficiencia de los recursos de que se dispone. Como se sabe, a igualdad de PIB España tiene un 20% de recaudación menor que otros países.

Pero hemos visto que, tras los recortes en educación y sanidad, no ha habido un desplome de la eficiencia hospitalaria desde 2011 hasta ahora. Eso significa que se gestionan con más eficiencia recursos más escasos, y eso está muy bien. Los recortes no se pueden mantener de forma indefinida, pero me dan pistas de que hay nichos de mejora de eficiencia, de productividad, con recursos no mucho más elevados.

Mi hipótesis es que si los recursos del sector público aumentan en paralelo al crecimiento económico, ese aumento, con las mejoras de eficiencia, nos da para mejorar el sistema que tenemos.

P. Pero sin tener que renunciar a la educación, la sanidad, a servicios públicos ni protección social…

R. Fui asesor de Ernest Lluch en el Ministerio de Sanidad y un día me dijo: “No podemos seguir aumentando el presupuesto en un 5% anual”. Le pregunté por qué, si nos iba muy bien. “No es posible gestionar eficientemente aumentos anuales del 5% del presupuesto”, me contestó. Y hoy, con la edad, estoy de acuerdo. Si los recursos crecen a la misma tasa que la economía, ese 3% es un crecimiento muy elevado. Si se le añade una mejora de la eficiencia, podremos mantener el Estado del Bienestar con buenos niveles.

P. ¿Cuál es la responsabilidad de los partidos socialdemócratas en la desregulación laboral y financiera, en las políticas de austeridad y en el aumento de la desigualdad? Gerhard Schröder, por ejemplo, fue el pionero de la desregulación laboral.

R. Si uno quiere encontrar un elemento común a lo que está pasando en todos los países desarrollados, la primera respuesta puede ser el retorno del populismo. Pero hay populismos de todo tipo, de izquierdas en el sur de Europa, muy relacionados con la austeridad, también de derechas en el centro y el norte de Europa, que no tienen nada que ver. Por eso no creo que el populismo sea el elemento común, sino más bien el desplome de la socialdemocracia. El último ejemplo ha sido Chequia, donde el Partido Socialdemócrata ha pasado del 20% de los votos al 7%.

¿Por qué se ha desplomado la socialdemocracia y está dejando espacio para las izquierdas alternativas? En los años 90, Schröder, [Tony] Blair, los socialistas franceses, la socialdemocracia europea y posteriormente los demócratas en EEUU desarrollaron un concepto de modernización que, a la vista de lo que ha ocurrido, es extraño y peligroso: un país era moderno cuando adoptaba la globalización absoluta del mercado de capitales. En segundo lugar, la socialdemocracia identificó la modernización económica con la desregulación de los mercados, y particularmente, de los mercados laborales. Era una utopía, a mi juicio, que consistía en pensar que ya se podía gestionar la economía global sin el consentimiento político nacional; es decir, de los ciudadanos.

Curiosamente, las izquierdas alternativas que llegan sustituyendo a la socialdemocracia, especialmente en Cataluña con el independentismo, que para mí es una expresión del populismo, pretenden ahora gobernar la política sin el consentimiento de los actores económicos. El caso más espectacular estas semanas es el catalán, con la salida masiva de sedes.

P. El FMI ha sorprendido a muchos hace sólo unos días defendiendo una subida de impuestos a las rentas más altas y pidiendo la renta básica universal. ¿Le ha sorprendido a usted este giro?

R. No, porque no es el primero. Su primera retirada fue en relación con la austeridad. En un acto difícil de encontrar a lo largo de su historia, el vicepresidente y director del departamento de estudios, Olivier Blanchard, reconoció que el FMI se había equivocado en los cálculos de la austeridad y retrocedió. El segundo paso atrás lo comenzó Christine Lagarde hace un año y hace pocas semanas el FMI ha publicado un documento donde señala el peligro de los bajos salarios y recomienda a EEUU y Europa subidas salariales. Y el tercer paso ha sido éste. De jóvenes no veíamos muy bien al Fondo, al menos yo, pero en estos momentos hay que saludarlo como una de las instituciones que está teniendo mayor lucidez, a diferencia de la Comisión Europea.

P. Entonces, ¿ha acabado ya el ciclo en que la ortodoxia económica, la austeridad y la liberalización eran el dogma?

R. Hombre, la palabra liberal es muy bonita, probablemente lo que dominaba era lo libertario. En beneficio, además, de grupos de intereses determinados. Sí creo que estamos ya en un nuevo ciclo, que el péndulo ha girado en términos de pensamiento económico, aunque aún no se ve de forma clara en las políticas de los gobiernos.

Economistas del FMI, como Andrew Berg, sostienen con datos nuevos y de forma muy robusta, en sentido estadístico, que no es cierta la relación entre eficiencia y equidad, que para aumentar la eficiencia de las economías sea necesario a veces aumentar un poco la desigualdad. Los datos del FMI revelan todo lo contrario por primera vez: si queremos mejorar la calidad del crecimiento de los países, necesitamos una mayor igualdad. Así que volvamos de nuevo a saludar al FMI en este tipo de reajustes que está haciendo.

P. En su libro se queja de que en España faltan instituciones para moderar los precios, los salarios y los márgenes empresariales. ¿Cuáles?

R. En el ámbito de la macroeconomía, somos una economía muy maniacodepresiva, con fases de crecimiento y creación de empleo muy fuertes seguidas de fases que son verdaderas depresiones. Hay que estabilizar ese ciclo bipolar y una de las maneras es creando instituciones como, por ejemplo, la Autoridad Independiente de Responsabilidad Fiscal (AIReF), que ha sido un gran acierto y está funcionando muy bien. Segundo, hay que fortalecer instituciones cuya finalidad es introducir competencia en los mercados. Porque la CNMC no tiene apoyo político ni social, pese a que una de las fuentes de pobreza y desigualdad son los precios de servicios y bienes que consumen las familias españolas, especialmente las de menores ingresos, y que no responden a los costes sino a lógicas de monopolio. No sólo la electricidad, también las funerarias o las concesionarias de aparcamiento, por ejemplo. O la vivienda y sus servicios anexos. Somos una economía poco sutil, con pocos mecanismos que obliguen a los actores económicos a operar en régimen de competencia.

P. ¿Y para moderar los salarios?

R. Bueno, en estos momentos no es necesario, porque lo que hay que hacer ahora es subirlos. Y lo está diciendo el FMI y el BCE, que en las actas de julio de su consejo de gobierno avisa de que el mayor riesgo para la economía del euro viene de los bajos salarios. Sostengo que hay espacio en el conjunto del sistema empresarial español para subirlos, porque los márgenes empresariales españoles son, en término medio, mayores que en el resto de Europa. Un ejemplo es el acuerdo en la hostelería de Baleares. Las subidas salariales convienen a la macroeconomía, porque la economía funciona básicamente con la demanda, con el consumo de las familias, y éste depende de los sueldos, pero también benefician a la productividad de las empresas. No es posible sostener que los trabajadores van a ser más productivos con bajos salarios y contrarios precarios. ¿En qué manual de economía han estudiado quienes defienden esto?

P. ¿Qué opina de la reforma laboral? ¿La considera necesaria, eficaz, la raíz de todos los males del empleo, fue excesiva o insuficiente?

R. No hay nada que sea la raíz de todos los males. Si un gobierno defiende la reforma laboral como una vía para mejorar la precariedad del mercado laboral y reducir la temporalidad, hay que ver años después cómo han evolucionado esos objetivos, y si no se ha reducido la temporalidad ni la precariedad y los salarios se han desplomado más allá de lo que era razonable, no la puedo considerar un éxito. No tengo a priori ningún prejuicio, voy viendo los datos.

P. Pero la gran desregulación laboral se produjo en España con la reforma de 2012.

R. Y antes ya con otras reformas. Llevamos desde los años 80, con los gobiernos de Felipe González, con el mismo tipo de reformas, y la verdad es que muchos resultados no dan. Hacen más maniacodepresiva a la economía y menos productivas a las empresas.

P. Asegura que la recuperación económica vendrá de la mano de “empresas de tamaño medio y medio alto que crecen y crean empleo debido a la mejora de su tasa de industrialización”. ¿A cuáles se refiere, en qué sectores?

R. Un ejemplo: Mercadona, con la que no tengo ninguna vinculación. Si he de creer sus memorias, tiene un gran número de empleados, su productividad es muy elevada, más del 90% de la plantilla son trabajadores fijos y sus salarios medios no son malos. Todos los atributos que deseamos para una empresa o para la economía de un país están relacionados con el tamaño: empleo, salarios, I+D, productividad, inversiones, internacionalización. En modo alguno es el mío un discurso contra las empresas pequeñas. Pero si fuésemos capaces de concentrar los esfuerzos en aumentar el tamaño medio de las empresas –no en sacar del mercado a las pequeñas–, las mejoras de productividad y de bienestar serían considerables.

En cambio, la mayor parte de los incentivos públicos a las pymes están pensados para que continúen siendo liliputienses. Pierden los incentivos fiscales y financieros cuando deciden crecer, y eso es una barbaridad. Quien quiera seguir siendo pequeño, que lo sea, pero con los escasos recursos públicos que tenemos, conviene ayudar a que las empresas crezcan, porque ese crecimiento revierte en beneficios para todos.

P. ¿Y cómo se aumenta el tamaño de las empresas?

R. Hay muchas maneras. Las patronales deben ayudar –algunas ya lo hacen– a que las pymes con buen comportamiento crezcan, enseñándoles cuál es el modelo de empresa más adecuado para aumentar de tamaño. Porque en España el modelo dominante de empresa es el tradicional, jerárquico, de ordeno y mando, que no busca una estructura más flexible, más cooperativa y cómplice. Pero también el sector público debe poner recursos de todo tipo, fiscales, financieros y comerciales, para ayudar a las empresas a crecer.

P. El caso es que de cambiar el modelo de gestión empresarial no se habla. Es el trabajador quien debe ser flexible, quien debe adaptarse. ¿Cómo se cambia la cultura empresarial?

R. Las organizaciones patronales deben hacerlo. Alemania se ha esforzado muchísimo. En España, el debate público sobre la productividad y el crecimiento hay que equilibrarlo porque ahora está sesgado hacia la I+D, el capital humano y la reforma laboral. Todo eso está bien, pero hay que poner el acento en otros tres aspectos importantes: la dimensión, el modelo de empresa y el clima laboral.

Y el clima laboral es importantísimo: es muy difícil gestionar una empresa con el personal cabreado. Igual que gestionar un país con los ciudadanos cabreados. Es fundamental para lo que los economistas llamamos la Productividad Total de los Factores (PTF). Yo soy del Celta, pero empleé hace años el factor Guardiola, la PTF de Guardiola. Cuando Guardiola llegó, el Barça era un equipo con buenos jugadores y buenas finanzas pero con malos resultados. Y, sin variar mucho los jugadores ni los otros factores, Guardiola trajo los resultados. En una empresa, con el capital, las máquinas y los trabajadores que tienes, si mejoras el clima laboral, aumenta la PTF. Si tienes a los trabajadores cabreados, con bajos salarios y contratos precarios, no puedes tener una buena PTF.

P. Pues en eso se invierte poco en España...

R. He estado en empresas grandes, que gastaban mucho dinero en encuestas para analizar el clima laboral, pero luego no hacían nada con ellas. Su discurso era “nuestro principal capital son los empleados”, pero luego no veía consecuencias prácticas. La Comisión Europea asegura que, si fuéramos capaces de aumentar el tamaño medio de nuestras empresas para igualarlo con el de Francia, Italia o Alemania, nuestras mejoras de productividad serían del 20%, y esto es un maná. No es retórico, lo dicen los datos.

P. Lamenta en su libro la sobreinversión en infraestructuras que se ha hecho en España. ¿Es de los que creen que, por ejemplo, sobra el AVE?

R. Bueno, ya está hecho… Pero creo que sobra. Porque llegar a Madrid, o a Vigo o Santiago, 15 minutos antes o 15 minutos después… me es indiferente. Lo que me interesa saber es a qué hora llego y a qué hora salgo, eso es determinante de mi productividad. Digo 15 minutos porque ésa es la diferencia entre alta velocidad y velocidad alta, según los expertos. Y la velocidad alta es lo que tiene Alemania. Las diferencias de coste en el suministro eléctrico entre ambas son espectaculares. Como si vas al cirujano plástico y le pides unas aortas fantásticas. Pero si el corazón no puede suministrar suficiente sangre para llenarlas...

Lo mismo pasa con las autopistas. Hemos hecho grandes heridas en el territorio abriendo carreteras por todos lados, pero no tenemos empresas que las llenen de flujo comercial.

P. Habla muy bien de [Emmanuel] Macron en El final del desconcierto. Pero acaba de aprobar una reforma fiscal que, según sus críticos, beneficia a los más ricos y una reforma laboral que ha sacado a la calle a los sindicatos. Le pone la etiqueta de “liberal-socialdemócrata”, pero ¿no está siendo más lo primero que lo segundo? El final del desconcierto

R. Macron fue una sorpresa, no esperaba que un programa económico social como el que planteó recibiera tantos votos. Acabo el libro mostrando una esperanza, no aún una realidad. Mientras escribía, fue lo único que encontré que se aproximara al tipo de contrato social que propongo. Macron dice que debemos liberar energías en las economías para tener mercados más competitivos y, a la vez, introducir elementos que permitan tener la esperanza de resultados en términos de progreso social.

P. En España Ciudadanos ha intentado ponerse en la misma estela que Macron.

R. Sí. En un acto, Luis Garicano [responsable del área de Economía de Ciudadanos] me preguntó por qué, en vez de llamar a ese contrato social liberal-socialdemócrata, no lo llamaba liberal-progresista. “Como hacemos en Ciudadanos”, dijo. Intentaba llevarlo a su molino… Estamos en un momento en que debemos buscar nuevas palabras porque las viejas ya no valen mucho. Pero aún no he encontrado una para ese nuevo contrato social, por eso lo he llamado liberal-socialdemócrata o liberal-progresista.

P. ¿Qué significa que las rentas del trabajo no van a seguir siendo “tan centrales en la renta disponible de los hogares”?

R. Tenemos que enfrentarnos a la cuestión de cómo pensamos el progreso social en el siglo XXI. En el siglo XX estaba muy vinculado al crecimiento, al empleo y a los salarios. Lo único que había que hacer era fomentar el crecimiento, porque era sinónimo de buenos empleos y buenos salarios. Y eso es progreso social. Pero, si la pauperización de los salarios continúa en el siglo XXI y si la expectativa que tienen muchos –yo no– de que el cambio tecnológico va a significar un desastre, como el capitalismo para funcionar necesita grandes grupos sociales, clases medias con consumo, a lo mejor los nuevos caminos del progreso social nos llevan a la renta básica universal. Una parte de los ingresos de las familias que en el pasado venían del mercado laboral quizá en el futuro, si esto se confirma –y aquí el “si” es fundamental–, tendrán que venir de otros mecanismos.

P. Hay polémica sobre la renta básica universal, entre otras razones por sus problemas de financiación.

R. Es apresurado. Rentas básicas ya tenemos muchísimas, de los grandes ayuntamientos, de las comunidades autónomas, del Estado y comienzan a aparecer de la UE para los jóvenes. Para colectivos seleccionados en función de diferentes criterios ya las tenemos. La OCDE acaba de publicar un documento donde sostiene que, si agrupáramos todas las rentas básicas en una sola, el coste administrativo que tienen, que es muy elevado, se reduciría.

Pero creo que es prematuro. Mientras no se vean con claridad esos efectos perversos que muchos atribuyen al cambio tecnológico, el paso a una renta universal es prematuro. Sin embargo, la defensa de las rentas básicas selectivas es una realidad impepinable, no hay nadie, por muy libertario que sea, que no las defienda.

P. Quizá quiera actualizar lo que dice en el libro sobre Cataluña, a la vista de todo lo que ha ocurrido desde el 1-O…

R. No necesariamente. El independentismo que vino de la Assemblea Nacional Catalana (ANC) es una manifestación ad hoc, específica, del populismo. Comienza en 2011, a partir de la explosión del malestar social del 15M, cuando aparecen las izquierdas alternativas. En Cataluña ese malestar tuvo dos expresiones. Una fue la convencional, como la ocupación de la Plaza de Cataluña por las izquierdas alternativas, pero en Cataluña, a diferencia del resto de España, tuvo otra expresión, la ANC, que no levantó la bandera contra las élites, sino contra el Estado. Porque había ya una utopía disponible, la del Estado propio, la república propia, que viene de los años 30. Esa utopía está ahí y seguirá estando, y la ANC aprovecha en términos populistas el malestar para levantar esa bandera.

ERC y CiU, que hasta las autonómicas de 2015 no incluían la independencia en sus programas, entraron desde 2012 en una lucha por la hegemonía del poder político, no por la independencia, y se vieron arrastradas poco a poco por la fuerza de la ANC. Así que, para no perder su apoyo y mantener la hegemonía del poder, han ido dando pasos en la dirección que marcaba la ANC. Eso ha llegado ya a sus límites, que quedan muy bien expresados en el discurso de [Carles] Puigdemont el 10 de septiembre. En sus tres primeros minutos declara que ese camino tiene sus costes económicos, porque ya se habían comenzado a ver, y señala, por primera vez en un soberanista, que da lugar a una fractura social.

P. Defiende en el libro que la base social que no apoya la ruptura y quiere negociación se irá ampliando al ver que lo que plantea el independentismo es irresoluble. ¿Lo sigue creyendo?

R. Siempre hemos sido más y seguiremos siendo más. Ni en las elecciones autonómicas de 2015 ni en las generales ni en las encuestas han ganado los independentistas. Lo que pasa es que la opinión no independentista nunca ha tenido delante un proyecto que comprar. Sí es cierto que de forma sistemática desde 2010 hay aproximadamente un 80% de catalanes que dicen que quieren un mejor autogobierno. Probablemente no sabemos qué queremos decir con eso. Una parte dirá que ese mejor autogobierno es la independencia, pero la mayoría dirá que quiere otra cosa. Ésa es la herida que dejó la sentencia del Tribunal Constitucional.

Creo que esa mayoría se ampliará porque una parte de ese 47% de votos ha visto los límites, y eso lo notas hasta paseando por Barcelona. Siempre quedará un cuarto de la población que desde los años 30 escoge un Estado propio. Y yo creo que es legítimo. Aunque no lo es lo que se hizo los días 6 y 7 de septiembre en el Parlament. Pero la opción resulta tan legítima como la de quienes piensan que España debería ser tan centralista como Francia. Lo fundamental es que no rompamos las reglas y eso fue lo que ocurrió el 6 y 7 de septiembre.

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P. Según dice, una de las causas del problema es que Cataluña ve con cierta envida el cupo vasco. ¿Está a favor de un concierto económico para Cataluña como el que el Estado mantiene con el País Vasco y Navarra?

R. Estoy a favor de que el gasto per cápita en los servicios públicos básicos sea igual en toda España. Y no de que, por ese cupo mal calculado, el gasto en educación y sanidad per cápita en el País Vasco y Navarra sea mucho más elevado. No lo digo como catalán, sino que podría decirlo como murciano o valenciano o gallego. Mi defensa es que el acceso a los servicios públicos básicos tiene que ser igual vivas donde vivas.

Lo que no me parece aceptable es que seamos tan quisquillosos por una demanda de los valencianos o los catalanes, pero no hayamos dicho nada cuando en la aprobación de los Presupuestos de este año se ha dado un caramelo extraordinario de varios miles de millones al PNV, condonando lo que tenía que devolver el País Vasco. Tampoco es admisible que las comunidades forales estén fuera del mecanismo de solidaridad del sistema de financiación. Contra el concierto, nada; contra los resultados en términos de cálculo del cupo, todo. Es una discriminación tremenda. Pero me sorprende que se reaccione contra un posible nuevo sistema de financiación para Cataluña, por los posibles privilegios que suponga, cuando aún no sabemos para nada cómo sería.

Catedrático de Economía Aplicada, expresidente del Círculo de Economía y del consejo de administración de Endesa, Antón Costas acaba de publicar El final del desconcierto (Península), donde propone un nuevo contrato social “para que España funcione”. Ese contrato es el “pegamento” que, a su juicio, puede actuar contra el disolvente que ha terminado por enterrar el consenso cimentado en la Transición. Costas plantea fórmulas para combatir el malestar instalado en la sociedad española por efecto de las políticas de austeridad y de la desigualdad que han acompañado la crisis económica. La entrevista se realizó días antes de la declaración de independencia catalana. Vigués por los “colores y olores de la infancia”, pero catalán por residencia fiscal, Antón Costas lleva en Cataluña desde 1972. Confiaba en que el presidente de la Generalitat convocaría elecciones y Mariano Rajoy no aplicaría el artículo 155. “Los grandes acuerdos en la historia reciente europea se alcanzan siempre en tiempo de descuento y de madrugada”, aseguró. Se refería a los Pactos de la Moncloa, “la mejor expresión del contrato social español”. Pero no fue el caso de Cataluña.

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