Bruselas no tiene medios para impedir que los países europeos se comporten como parásitos fiscales

La presidenta de la Comisión Europea, Ursula von der Leyen, junto al primer ministro de Países Bajos, Mark Rutte.

La Unión Europea tiene limitadas competencias en materia fiscal y sobre ellas solo puede acordar por unanimidad. La Comisión Europea lleva años intentando acabar con lo que considera en su lenguaje burocrático “planificación fiscal agresiva” (porque hablar de paraísos fiscales es políticamente tóxico) pero a falta de competencias se dedicó a usar otras armas.

La comisaria de Competencia, la danesa Margrete Vestager, fue a por los acuerdos fiscales de grandes multinacionales con países como Irlanda, Bélgica, Luxemburgo o los Países Bajos. Algunos casos son flagrantes, como el de Fiat, que sin fábricas, sin apenas empleados y con unas ventas ridículas, declara más beneficios en Luxemburgo que en Italia.

Pero el Tribunal de Justicia de la Unión Europea ya le ha tirado varias decisiones. Alegan los jueces que esos acuerdos fiscales bajo mano, los conocidos como tax rulings, no son ayudas de Estado ilegales que irían contra las normas de Competencia. Serán todo lo éticamente reprobables que se quiera pero no son ilegales y no constituyen ayudas de Estado.

Entre las decisiones de la Justicia europea estuvo una que fue un varapalo para los servicios de Competencia de la Comisión Europea, cuando anuló la decisión que obligaba a Irlanda a recuperar 13.000 millones de euros en impuestos no pagados por Apple. Fue una victoria rotunda de las multinacionales, de los países que usan esas estrategias y una derrota atronadora de la táctica usada por la Comisión Europea al usar las políticas de Competencia porque por políticas fiscales tiene las manos atadas.

La sentencia de aquel caso, durísima, llegaba a decir que la Comisión Europea había cometido “errores” y no había presentado todas las pruebas necesarias. No había margen de interpretación: así no, venían a decir los jueces. Aplaudía el actual presidente del Eurogrupo, entonces ministro de Finanzas irlandés, Paschal Donohoe, porque su país dejaba de ingresar esos 13.000 millones, por entonces equivalente al 3,7% del PIB irlandés o al 75% de todo su gasto sanitario. Como para hacerse una idea de lo que ingresa Irlanda gracias a lo que las multinacionales evaden de otros países. A cambio de no pagar nada o pagar muy poco impuestos en decenas de países.

Bruselas encontró otra fórmula. Desde hace años, en su ejercicio del Semestre Europeo, en el que recomienda a los Estados miembros políticas económicas que cree que deben llevar a cabo, la Comisión Europea señaló al Gobierno holandés que debería “tomar medidas para abordar plenamente las características del sistema tributario que facilitan la planificación fiscal agresiva, en particular para los pagos salientes” y “garantizar la supervisión efectiva y la aplicación del marco de lucha contra el blanqueo de capitales”.

Las recomendaciones del Semestre Europeo son eso, recomendaciones. Por lo que el Gobierno holandés, antes y después de las últimas elecciones legislativas que vieron la salida de los socialdemócratas de la coalición, simplemente desoyó a la Comisión. Bruselas vio otra fórmula. Aprovechando los fondos del Next Generation, que para Holanda son apenas 4.700 millones en transferencias (frente a los 70.000 millones españoles), exigió que esas recomendaciones del Semestre Europeo se convirtieran en reformas.

El Gobierno holandés fue el último de los 27 en enviar a Bruselas su Plan de Recuperación. Ninguna prisa. Sabía que debía incluir esa reforma en su listado y así lo hizo porque de otra forma el plan sería rechazado, pero desde entonces no se ha movido. Ni ha hecho reforma alguna ni ha pedido siquiera el primer tramo, el de prefinanciación, que España recibió en el verano de 2021. A lo más que puede aspirar el Ejecutivo del liberal Mark Rutte, esos 4.700 millones, suponen una pequeña fracción comparado con lo que su Hacienda ingresa cada año, desde hace dos décadas, firmando acuerdos especiales con multinacionales.

Algunos datos son un chiste si no fueran dañinos para las haciendas nacionales de otros países: las multinacionales estadounidenses con actividades en Europa declararon en 2019 en Países Bajos 85.000 millones de dólares de beneficios mientras declaraban 7.000 millones en Alemania, 4.000 millones en Francia y 2.000 en Italia. 15.000 sociedades privadas legalmente presentes en territorio holandés sólo tienen en su territorio un buzón sin actividad.

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Las exigencias de reformas para dejar de ser parásitos fiscales no fueron solo a holandeses.

Otros países tuvieron que incluir algún tipo de reforma fiscal para dejar de atraer con prácticas de planificación fiscal agresiva a empresas de otros Estados miembro. Son Chipre, Hungría, Irlanda, Luxemburgo y Malta. Terminaron por aceptar pero ninguno ha puesto en marcha esas reformas. El comisario europeo de Economía, el italiano Paolo Gentiloni, decía en 2020 que exigiría que los planes nacionales sirvieran para reducir esa “planificación fiscal agresiva”. Por ahora con poco éxito.

Bruselas tiene una vía que nunca usó porque políticamente generaría una bronca histórica. El artículo 116 del Tratado de la UE permite cargar contra esos instrumentos fiscales si se considera que suponen una distorsión del mercado común. La utilización del artículo 116 se puede hacer por mayoría cualificada (55% de Estados que representen al 65% de la población) evitando así el veto de esos países. Bruselas nunca se atrevió a usar esa arma nuclear.

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