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Oriente Próximo

Setenta años desde el éxodo de los judíos iraquíes

Judíos iraquíes en un avión con destino a Israel.

Ella Shohat (Orient XXI)

Tras la partición de Palestina decidida por las Naciones Unidas, la creación del Estado de Israel y la Nakba, la mayoría de los judíos de Irak fueron desplazados. Entre 1950 y 1951, abandonaron su país cerca de 120.000 judíos iraquíes, la mayor parte para ir a Israel durante una operación llamada tasqit al-jinsiya (la pérdida de nacionalidad), porque un prerrequisito era renunciar a la identidad iraquí y partir sin posibilidad de retorno. Ese éxodo, más conocido con el nombre de sant al-tasqit (el año del tasqit) es relatado convencionalmente como el fin del exilio babilónico y la realización de la promesa mesiánica del retorno a Sión. En la tradición judía, Babilonia es un lugar para la diáspora, la condición suprema del exilio tal como lo relata la frase bíblica: “Sobre las orillas de los ríos de Babilonia, estábamos sentados y llorábamos recordando Sión.”

Al convertir conceptos religiosos en un discurso etnonacionalista, la noción sionista de aliyá (inmigración judía a la Tierra de Israel) dio como resultado una mistificación del movimiento transfronterizo épico entre las zonas enemigas. En efecto, el título oficial elegido para el transporte aéreo de los judíos iraquíes era Operación Esdras y Nehemías, que invoca los nombres de los profetas asociados al episodio bíblico del retorno a Jerusalén y la reconstrucción del Templo. Sin embargo, lo que con frecuencia suele ser presentado como la “reunión de los exiliados” y el retorno de “la diáspora” a Jerusalén en realidad fue una experiencia compleja y dolorosa, y un trauma multigeneracional que engendró un sentimiento de pertenencia ambivalente para los judíos desplazados de Oriente Próximo.

Los dolores de la salida

La creación del Estado de Israel en 1948 y el desplazamiento masivo de los palestinos hacia los países árabes vecinos colocaron a los judíos de Oriente Próximo en una posición extremadamente vulnerable. Los judíos árabes debían así jurar lealtad a una identidad articulada sobre dos nociones conflictivas, “judío” y “árabe”, ambas redefinidas desde hacía poco tiempo a la luz del nuevo título histórico de una pertenencia etnonacional. Durante el período pos 1948, esa problemática se volvió más intensa. Si por un lado los palestinos pagaron el precio de la masacre industrializada de los judíos en Europa, los judíos árabes se encontraron en un nuevo orden mundial que no podía acomodarse al mismo tiempo a su judeidad y su arabidad.

De repente, los judíos iraquíes, egipcios y sirios debieron defender una judeidad asociada –por primera vez en su historia– no a su religión, sino a un nacionalismo colonial. Ese período memorable dio lugar a expresiones de hostilidad generales y a numerosas medidas discriminatorias en su contra. La presión sionista destinada a desplazar las comunidades judías y a ponerle fin a la gola (diáspora) por un lado, y la equivalencia entre judaísmo y sionismo del nacionalismo árabe, por el otro, llevaron finalmente a la partida de los judíos árabes de sus países.

Irónicamente, la visión sionista que hacía de la arabidad y de la judeidad dos nociones excluyentes no tardó en ser adoptada por el discurso nacionalista árabe, situando así a los judíos árabes en el centro de un dilema terrible.

Ciertamente, algunos judíos expresaron el deseo de partir a Israel. Pero la pregunta es: ¿por qué, después de milenios de presencia en sus países, quisieron partir de un día para otro? En realidad, ese desplazamiento fue el resultado de circunstancias complejas, donde el pánico y la confusión jugaron un papel más importante que un supuesto deseo de aliyá, en el sentido nacionalista del término (1).

Y cuando se toman en cuenta las circunstancias de su partida forzada, ese “retorno” parece menos natural e inevitable: los esfuerzos de la presencia sionista en Irak para socavar la autoridad de los líderes de la comunidad, como el JajamBashi (jefe de la comunidad judía) Sasson Kaduri; la política sionista destinada a crear una grieta entre las comunidades judía y musulmana, suscitando así un sentimiento de pánico antiárabe entre los judíos; la propaganda antijudía difundida sobre todo por el Partido Istiqlal (partido de la independencia); el fracaso de la mayor parte de los intelectuales y líderes árabes para subrayar y hacer entender la diferencia entre judíos y sionistas, así como su fracaso para garantizar la seguridad de los judíos en el mundo árabe; la persecución de los comunistas, que contaban entre sus filas a numerosos judíos antisionistas; los acuerdos secretos entre algunos líderes árabes y sus pares israelíes en torno a la idea de un “intercambio de población”, y finalmente la mala comprensión, por parte de muchos judíos árabes, de la diferencia entre su propia identidad religiosa o sentimiento de pertenencia y el proyecto de Estado nación laico del sionismo, un movimiento que prácticamente no tenía nada que ver con ese sentimiento, a pesar de que estaba basado en una retórica casi religiosa.

Quedarse, ¿pero a qué costo?

Aún hoy, los debates en torno a las circunstancias que llevaron a la partida de los judíos iraquíes exacerban las pasiones políticas. El discurso en relación a la partida masiva de Irak es comparado con los refugiados palestinos de 1948, en una especie de impugnación de la Nakba que se inscribe en una competencia por el monopolio del sufrimiento histórico. Así, ambos éxodos son inscriptos en el marco de la retórica del “intercambio de población”, un intento por minimizar la responsabilidad israelí en el “éxodo palestino” asociándolo al “éxodo de los judíos de los países árabes”, considerado como equivalente.

En base a lo que podría llamarse una versión “pogromizada” de la historia judía, algunas versiones de esa retórica sostienen una hipótesis que convierte a los musulmanes en los perpetuos perseguidores de los judíos. En sus formas más tendenciosas, esa retórica integra la experiencia de los judíos árabes a la historia de la Shoá y la proyecta sobre el mundo musulmán, que sin embargo jamás aplicó y ni siquiera apeló a una “solución final”. Una de las manifestaciones de esta lectura tendenciosa es la campaña destinada a incluir el farhud –los sangrientos ataques contra los judíos de Bagdad en junio de 1941 (2)– en el Museo Memorial del Holocausto de los Estados Unidos. Es evidente que la violencia del farhud es condenable, y que incluso se la puede vincular con la propaganda nazi que llegaba en ese entonces desde Berlín, pero no se puede llegar al punto de equiparar árabes y nazis, ni de fomentar el discurso de un eterno antisemitismo musulmán. Todo eso sin hablar del hecho de que durante el farhud, algunos musulmanes también protegieron a sus vecinos judíos, y que la designación de ese acontecimiento con el término “pogromo” es una lectura histórica eurocentrada del destino de los judíos iraquíes.

El papel del jajam Kaduri

Aunque la mayoría de los judíos iraquíes fueron desplazados tras el plan de partición de la Palestina, el jajambashi Sasson Kaduri se quedó para proteger a quienes no habían partido, y así atravesó guerras, revoluciones y una dictadura que volvió infernal la vida de los iraquíes, y en particular la de los judíos, quienes constantemente eran objeto de sospechas de deslealtad. Durante el mismo período, parte de los hijos del jajam partieron a Israel, donde los judíos iraquíes –al igual que los sefardíes y en términos más generales, los judíos de Oriente Próximo– sufrían la exclusión, el rechazo y la estigmatización por ser árabes u orientales, en un país que se consideraba por lo menos como un refugio.

La mayoría de los miembros de la comunidad judía no participaban en actividades políticas, ni en el bando de los nacionalistas, de los sionistas o de los comunistas. Pero se encontraron involuntaria y peligrosamente implicados en el enfrentamiento de las ideologías nacionalistas. En 1936, por ejemplo, con la escalada del conflicto entre los palestinos y los yishuv (las unidades de poblamiento judío) en la palestina bajo mandato británico, el jajam publicó una declaración en nombre de la ta’ifa al-Israiliyya (la comunidad israelí) iraquí. Su objetivo era despejar toda sospecha en relación a la participación de los judíos iraquíes en el movimiento sionista. “Ningún miembro de la comunidad israelita de Irak –escribía el jajam– mantiene la menor relación, ni el menor contacto, ni ningún tipo de actividad con el movimiento sionista, en ningún sentido posible.” Su texto insistía también en el hecho de que “los judíos de Irak son iraquíes y forman parte del pueblo iraquí”.

Sin embargo, una década más tarde, durante el período pos 1948, las tensiones ideológicas en relación al futuro de la comunidad (tanto en Irak como en Israel), paralelamente a las tensiones entre los dirigentes tradicionales de la comunidad y el movimiento sionista clandestino, alcanzaron su paroxismo. Siempre instando a la reconciliación, el jajam participó como mediador entre el régimen y la comunidad, una actitud considerada a lo sumo inadecuada por algunos, y que fue denunciada sobre todo por los sionistas. En un contexto de una creciente cantidad de arrestos y de jóvenes acusados de pertenencia sionista en Irak, se organizó una manifestación contra el jajamKaduri que provocó su renuncia en diciembre de 1949.

Acusados de traición en Irak

Separado hasta el final de su vida de la mayor parte de los miembros de su familia, el jajam terminó recuperando su posición a la cabeza de la comunidad. Siguió teniendo una visión flexible de la judeidad, aceptando la evolución social de las costumbres. Muy implicado en la vida de los restantes miembros de la comunidad, en las fiestas como en el duelo, era una figura simbólica esencial para su identidad judía.

Con el golpe de Estado de 1968, el control dictatorial ejercido por el partido Baaz tuvo un efecto devastador sobre la población iraquí. Las medidas de terror que se adoptaron para aplastar a los enemigos reales o imaginarios del régimen llevaron al encarcelamiento, la tortura, el secuestro y el asesinato de varios ciudadanos iraquíes inocentes. Esa represión era más exacerbada contra la comunidad judía, sospechada de traición, y algunos de cuyos miembros fueron ahorcados en público (3).

La vigilancia de todos los iraquíes se tradujo en acusación lisa y llana de colaboración con el enemigo sionista en el caso de los judíos iraquíes, poniendo así en peligro hasta la existencia misma de la comunidad judía en Irak. La represión ejercida por el partido Baaz entre 1969 y 1971 condujo a la partida de los judíos iraquíes que todavía permanecían en el país. Su población siguió decreciendo a comienzos de la década de 1970. Tras siglos de existencia en Mesopotamia, los judíos iraquíes se dispersaron entre el Reino Unido, Israel, Canadá, los Estados Unidos y los Países Bajos. Cuando Irak fue invadido en 2003, en el país apenas quedaban unas decenas de judíos.

En la biografía de Sha’ulHakham Sasson que el hijo del jajambashi publicó en 1999, el autor intentó restituir una mejor imagen de su padre, con quien había permanecido en Irak y cuya reputación había sido atacada por el discurso sionista. Publicado en Jerusalén por la asociación de universitarios judíos de Irak con el título árabe Ra’enwa-ra’eeyya(“un jefe y su comunidad”), el libro relata con brío cómo, durante el período turbulento posterior a la guerra de junio de 1967, el autor mismo fue detenido en las prisiones de Sadam Husein, en un intento manifiesto de presionar al jajam para sacarle algunas declaraciones a favor del régimen ante el creciente rechazo internacional.

Tras su éxodo de Irak y del shock experimentado al llegar a Israel, los judíos iraquíes intentaron ponerles palabras a sus sentimientos, sobre todo al hecho de haber sido traicionados tanto por Irak como por Israel. Impulsados por los rumores de un acuerdo secreto entre los gobiernos iraquí e israelí bajo los auspicios de los británicos, acusaron al régimen iraquí de haber expropiado los bienes que habían dejado en su país, y a los israelíes de haberlos transformado en mano de obra a bajo costo. La frase “ba’ona” (“nos vendieron”) traduce toda la amargura de esa situación sin salida en la que se encontraron, desde el temor de la persecución previo a su partida de Irak hasta su confrontación con el racismo de los israelíes europeos. Una expresión resume bien su situación: “En Irak éramos judíos, en Israel somos árabes.” Ese sentimiento de estar en el exilio por partida doble está en desfase con el relato oficial, según el cual los judíos presuntamente fueron salvados de la constante opresión de los musulmanes. Pero confirma lo que vivieron en el éxodo los judíos iraquíes, que se volvieron chivos expiatorios sacrificados sobre el altar del conflicto árabe-israelí.

Notas

(1) Incluso después de la creación del Estado de Israel la comunidad judía de Irak siguió creando empresas y construyendo escuelas nuevas, lo que no refleja una voluntad estructural de partir.

(2) Los ataques tuvieron lugar el 1º y el 2 de junio de 1941 mientras las tropas británicas ocupaban Bagdad, tras el golpe de Estado operado por los cuatro generales pronazis del grupo Golden Square liderados por el primer ministro iraquí Rashid Ali al-Gailani.

(3) Sobre todo el 27 de enero de 1969, ahorcamiento público de catorce iraquíes, entre ellos nueve judíos, bajo la acusación de “complot sionista”.

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Ella Shohat es profesora en la Universidad de Nueva York en los departamentos de arte y política pública, estudios islámicos y de Oriente Próximo.

Traducido por Ignacio Mackinze.

Aquí puedes leer el texto original en francés

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