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Adolescentes inmigrantes desfilan ante un tribunal de Texas
Podría ser un supermercado, una tienda de saldos para cowboys, un restaurante de la zona industrial o el anexo de un edificio de la seguridad social. Pero este rectángulo de color arena, una construcción anónima en la parte baja de una autopista elevada, es un tribunal: El Tribunal de Inmigración de HarlingenTribunal de Inmigración , uno de los diez que existen en Texas, el Estado americano con más juzgados administrativos que llevan los expedientes de inmigración.
Tras esas discretas paredes son examinados en cadena los expedientes de los migrantes capturados en la frontera, entre ellos los demandantes de asilo. Según la ONG Marshal Project, el 80% de los miles de casos examinados en este tribunal dependiente del Departamento de Justicia americano terminan en expulsión, tasa superior al 15% de la media nacional.
En los puestos fronterizos, a pesar del derecho internacional, los migrantes hacen cola para entregar sus demandas de asilo. Orden de la administración: hay que desanimarles. “Dejan pasar a unos pocos cada día, es inhumano. A los demás les dejan dormir en el puente internacional, del lado mexicano”, dice Cindy Gandía, co-fundadora de Abuelas y Tías Enfadadas, un grupo de voluntarias, en su mayoría mujeres, que les suministran comida y productos de higiene.
En el tribunal de Harlingen, los migrantes comparecen a toda velocidad, precipitados en una jungla administrativa donde raramente ganan un caso. Ahí están todos en calidad de acusados, aunque hayan sido capturados en la frontera o se hayan presentado voluntariamente, incluso si es para pedir asilo.
Las audiencias de estos tribunales son públicas. En teoría todo el mundo puede asistir sin mencionar su nombre o condición. A la hora de la verdad, una vez atravesado el pórtico de seguridad, el periodista debe decir en voz alta su identidad y contactar con los representantes locales del Departamento de Justicia. Algunos reporteros han sido rechazados por oscuras razones. Tras un recurso y un email, me dieron luz verde. La regla es estricta: nada de grabaciones ni de fotos y los teléfonos hay que dejarlos en el coche.
A las nueve, la sala de espera está llena: una habitación completamente gris, una bandera americana, treinta personas ya esperando las vistas de la mañana previstas en cinco salas diferentes. Solo hombres, enfurruñados y nerviosos, esperan su turno bajo el retrato de un Donald Trump con una sonrisa resplandeciente. Una niña, con un gran lazo rosa en el cabello, juega a entretener a sus padres. Los Tribunales de Inmigración americanos tienen más de 800.000 expedientes en espera. El cierre este invierno de las administraciones públicas durante más de un mes, decretado por Trump para conseguir del Congreso financiación para su muro fronterizo, ha alargado más los plazos.
Un abogado llega con una montaña de expedientes: es difícil no darse cuenta de su presencia por su aire apresurado y su traje gris. Él es una rara esperanza: el 85% de los acusados ante los tribunales de inmigración no tienen abogado. El hombre grita el nombre de sus clientes, que no encuentra: “¿Carlos Martínez?, ¿Osvaldo García?” Molesto, se da media vuelta.
En un banco, una docena de adolescentes, casi todos chicos, la mayor parte recién llegados de Guatemala, esperan con un sobre de papel en la mano, silenciosos o entretenidos, como antes de entrar en clase. La ayudante del juez les ha mandado sentarse por orden de llegada.
Dos acompañantes les esperan con una nevera y unos refrigerios: ellas trabajan en la Casa Padre, un centro privado en el que son detenidos estos menores migrantes durante meses o incluso años, salvo que tengan allegados en los Estados Unidos que puedan darles cobijo. Ellas les advierten: “No tienen derecho a hablar con la prensa”. Algunos llevan en las muñecas brazaletes amarillos y verdes fluorescentes con códigos de barras.
En Estados Unidos, todos los menores migrantes no acompañados pasan ante el juez. En el último verano, cuando la Administración Trump separó sistemáticamente a las familias en la frontera, comparecieron bebés de un año y niños de tres años. Hoy, el Tribunal número 5 les ha reconocido. En el programa del día se puede leer “Juvenil” en grandes letras rojas.
Tras abrir una pesada puerta, al fondo del tribunal, el juez Sean Clancy está sentado con un traje negro. El hombre, rollizo y calvo, con el físico de un americano fortachón, habla pero apenas se le oye. ¿Será por la dejadez de repetir siempre lo mismo o para no agotar su voz? Está acompañado de una secretaria judicial y de su ayudante, una enérgica mujer con el pelo gris que traduce las palabras del juez al español. Su voz es suave, como un rayo de humanidad en este tribunal sin ventanas.
A la izquierda, frente al juez, el abogado del Estado deposita un montón de expedientes en una bandeja de plástico, hace algunas bromas antes de la audiencia y teclea en su ordenador. A la derecha, la jurista de ProBar, una asociación de juristas voluntarios, está sentada al lado de los niños, casi silenciosa. Técnicamente ella no es abogada, sino que está presente para asegurarse de que se respeta el procedimiento. “Hacemos lo máximo con muy pocos medios. La mayor parte de los niños en acogida no tienen representante legal”, nos dice durante una pausa, pidiendo el anonimato.
Colocado sobre la mesa por la que desfilan los acusados, al lado del micrófono, hay una caja con pañuelos de papel.
“He recurrido una y otra vez y nunca me han contestado”
Una joven pareja de adolescentes entra en la sala. Robert y Evelyn hacen una comparecencia exprés, han aceptado su expulsión y han pagado con sus propios medios. “Si no se van, habrá una orden de expulsión contra ustedes y una multa de 5.000 dólares”, les recuerda el juez. Su bebé de un año, Génesis, balbucea en los brazos de su madre. El juez está preocupado por la situación de la pequeña. “No quisiera que los separen”. El abogado del Estado apenas levanta la cabeza. Diez minutos y su destino está confirmado.
Tímido, con los hombros agachados, llega el turno de Zikio, apodo de Ezequiel, cabellos de azabache, vestido de oscuro, endomingado, un chico modelo. Suena una música como de ascensor en la sala de audiencias, se llama a un traductor: Zikio habla el q'eqchi', una lengua maya de Guatemala.
“Qué edad tiene usted?”, pregunta el juez. “Doce años”, traduce la voz al teléfono. “No, catorce”, corrige el chico. Cinco minutos de confusión y el juez pone cara de sospecha. “Es culpa mía”, se excusa el traductor al otro lado de la línea. “En q'eqchi' sólo hay una letra de diferencia entre doce y catorce”.
Dice el juez al chico: “Le pido que diga la verdad”. Zikio se hunde en su asiento, cruza sus pies bajo la mesa, aplastando la moqueta color burdeos. “Prometo decir la verdad, lo siento si me he equivocado con mi edad”. “Hay delito de perjuro si no mantiene usted esa promesa”, insiste el juez. “Si usted sabe que no va a atenerse a su promesa, mejor que no la haga. ¿Promete usted decir la verdad?”. Zikio se levanta, presta juramento con la mano levantada. “Lo prometo”, traduce la voz. El juez vuelve a preguntarle su fecha de nacimiento. “19 de febrero de 2004”.
El juez Clancy le lee sus derechos. “Este proceso determinará o no si se le autoriza a permanecer en los Estados Unidos. Es contradictorio. Tiene la posibilidad de presentar todos los argumentos que justifiquen, según usted, que puede quedarse en los Estados Unidos. El ministerio de seguridad interior (DHS) presentará los argumentos según los cuales considera que usted no debe quedarse en los Estados Unidos. Yo pronunciaré mi decisión”. “Sí, sí…”, asiente Zikio.
“Puede usted presentar sus pruebas, sus testigos, sus testimonios”.
–“¿Por ejemplo, de mi familia de acogida?”, pregunta el adolescente.
–“De gente que demuestre su situación en Guatemala, informes de la policía, fotografías, cartas… ¿Comprende?”
–“Sí, sí…”, repite Zikio.
El juez: “Tiene usted derecho a un abogado. No coja un notario, es muy diferente”. Vacilación: la palabra “notario” no existe en q'eqchi'. “Debo utilizar la palabra inglesa”, se queja el traductor. “Tiene usted hasta el 26 de marzo para encontrar un abogado”, corrige el juez.
“¿Qué pasa si usted cambia la fecha de la audiencia y no me entero?”, se pregunta Zikio.
Siguiente caso. Una joven abogada estima que su cliente menor, no presente en la audiencia, está detenido abusivamente en una prisión para adultos de la ICE, agencia federal anti-inmigración, conocida por sus incursiones anti-inmigrante. Él debería dormir en los hogares para menores no acompañados gestionados por el departamento federal de sanidad, dice.
“Es un niño, les hemos dado prueba de ello”, dice ella, enojada. “Hemos hablado ya de ello la semana pasada. No me corresponde a mí determinar la edad que tiene este niño”, responde el juez. “Diríjase a la jurisdicción competente”. La abogada responde secamente: “La jurisdicción competente es usted”. Diálogo de sordos durante cinco minutos. Furiosa, abandona la sala.
Otro grupo se sienta en el banquillo de los acusados. Son siete, seis chicos y una chica. A continuación se examina el caso de cada uno de ellos, pero todo va tan rápido que es imposible no pensar en un juicio colectivo.
Daniel, 17 años, con un cortavientos negro, el pelo lleno de gomina, comparece una vez más. “¿Ha encontrado usted un abogado?”, pregunta el juez. “He llamado a un número de la lista que nos han dado pero me han dicho al teléfono que era necesario que un adulto llame en mi lugar”.
El juez dice a su vecino, William: “Y usted, ¿ha encontrado un abogado?” “No. He llamado y llamado y no me han respondido nunca”. “¿Cuántas veces ha llamado?” “Cuatro veces”. “¿Y nadie ha respondido?” “No, les he dejado un mensaje” “¿Han tratado ellos de devolverle la llamada?” “No”. Sean Clancy suspira.
La jurista de ProBar interviene. “Existe un problema con los centros de acogida. Nosotros les hemos dado los números para contactar con los abogados, pero la Casa Padre es inmensa. Hay 1.400 niños, hay enormes problemas logísticos”. La administración del centro limita las llamadas al exterior para los niños detenidos. No disponen de espacio privado para hacer sus llamadas a la familia o tratar de organizarse, ellos solos, su propia defensa. La ley les autoriza a utilizar los teléfonos todo lo que quieran para conseguir un abogado, pero la ley es burlada con indiferencia.
“¿Tiene usted información?” Pregunta el juez al abogado del Estado. “No”. El hombre vuelve a bajar la cabeza sobre la pantalla de su ordenador. El juez Clancy suspira con más intensidad.
El joven Daniel aprovecha lo absurdo del momento. “Señor juez, va usted a concederme un nuevo plazo para encontrar un abogado pero me dirán otra vez lo mismo… ¿cómo hago entonces?”
“Llame usted a otros nombres de la lista”, responde Clancy. El juez está molesto. Un chaval de Guatemala acaba de ponerle en su sitio.
En su turno, Maino, Jennifer y José, que esperaban en la bancada del público, se levantan. Juran decir toda la verdad. Están justo delante de mí, sus manos son pequeñas, casi manos de niño.
Maino quiere decir algo: “Señor juez, yo no me llamo así”. Su verdadero nombre es Alberto. Mintió a los guardias de frontera. “Cuando la atravesé tuve miedo”.
El juez le pregunta qué edad tiene. Alberto cumplirá dieciocho años en abril. El juez le previene. “Pronto cambiarán las cosas para usted”. Eufemismo. A esa edad los migrantes no acompañados son considerados como adultos y son devueltos a la policía de inmigración. Les encarcelan y generalmente terminan por expulsarles.
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Traducción de Miguel López
Puedes leer el texto completo en francés aquí: