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La desesperación se apodera de los miles de migrantes atrapados en Lesbos tras la destrucción de Moria
La impresionante complexión del hombre y la violencia de los hechos que me describe contrastan totalmente con la delicadeza de sus gestos y la ternura que muestra hacia los niños que le rodean. Sentado sobre una vieja alfombra frente a su casa de madera, M. amasa pan, lo extiende en una bandeja de metal, dándole palmaditas con sus enormes dedos para formar huecos, antes de poner la masa en un pequeño horno eléctrico.
Estamos en Pikpa, un campamento de refugiados dirigido por una ONG, en las afueras de Mitilene, no muy lejos del campo de Moria.
M., como todos los refugiados que viven en “Pikpa village”, pasó por Moria. Ellos saben lo que es el antiguo Moria. Me cuenta, evitando mirarme directamente, sin duda para armarse de valor o por pudor, que llegó a Grecia con su familia, después de perder a sus padres en un atentado suicida de Daesch, en el ataque a una mezquita chiíta en Herat, su ciudad natal. Y después de que la milicia talibán hiciese una redada en su casa y le diese una paliza a su esposa, al no encontrarle a él.
Apenas son las 7 de la mañana y delante de M. hay varias barras de pan ya horneadas y enfriándose. Debió de empezar al amanecer. Sé que normalmente es su esposa quien hace el pan. Le pregunto dónde está y M. me dice que se encuentra descansando porque estuvo cocinando hasta las dos de la madrugada para preparar la comida para sus amigos de Moria, otras dos familias afganas que realizaron con ellos la travesía.
Pero menos afortunados o menos vulnerables, todavía estaban en Moria en el momento del incendio. La capacidad de Pikpa (puede albergar a unas 200 personas) es irrisoria en comparación con el número de migrantes presentes en la isla de Lesbos –llegaron a ser 28.000 hace unos meses, casi tantos como los habitantes de Mitilene, para pasar a ser 13.000 en el momento del incendio en Moria, el 8 de septiembre–.
M. me confía que la comida distribuida en Moria desde el incendio es a todas luces insuficiente y sus amigos de “game” (término utilizado para describir los grupos formados en las travesías) se quedan sin comida.
M. y su esposa no pueden permanecer indiferentes a sus gritos de ayuda. Tienen niños pequeños, me dice. Son como nosotros. No podemos defraudarlos. Una vez horneado el pan, lo carga, junto con los recipientes de comida y alguna ropa de niño, en una caja de plástico en el portaequipajes de su bicicleta y se dirige a Moria.
Capto la mirada preocupada de su esposa, A., que, entre tanto, se ha despertado. A veces, habitantes hostiles tienen reacciones violentas o la policía griega lleva a cabo arrestos arbitrarios en la carretera. Pero M. se muestra confiado. Tengo el papel de Pikpa, me dice. No me pasará nada. Me dejarán volver.
A., su esposa, ya se está preparando para el trabajo del día, que será largo. Los habitantes y voluntarios de Pikpa han decidido juntos ser solidarios con la gente que vive en Moria. Desde el primer día, les envían varios cientos de paquetes de ropa y raciones de comida. Se encargan de ello un grupo de mujeres migrantes, residentes en Pikpa, ayudadas por los voluntarios, y hay días que proporcionan hasta mil comidas.
Me dirijo a Moria. Tengo una cita con N., un joven activista norteamericano que se mudó a Lesbos hace cinco años para trabajar con una ONG en Moria que trabaja en la protección de menores. En los últimos meses, incluso ha empezado a aprender persa, para comunicarse mejor con los afganos, que constituyen la mayoría de la población de Moria.
Cuando llegamos al control de acceso, a 200 metros de la entrada del campamento, la policía nos obliga a hacer un gran desvío de unos 20 kilómetros, hasta la otra entrada del campamento. El taxista que nos lleva hasta allí nos dice, en señal de solidaridad, que detiene el taxímetro en 20 euros, porque piensa que es injusto cobrarnos más cuando casi habíamos llegado.
Ese día, los policías griegos ordenan que nadie pase por sus controles de carretera, excepto algunos miembros de Médicos sin Fronteras, ¡y en especial que se impida el acceso a los periodistas extranjeros! Y de hecho, también en el otro lado, los policías nos niegan la entrada. Entonces, N. me ofrece ir por un camino lateral y subir una colina para llegar al campamento.
Desde el incendio de Moria, N. actúa solo, a la espera de que la ONG con la que trabajaba obtenga el permiso necesario para intervenir. Es probable que sea un proceso largo, dada la burocracia griega. Cada mañana, reúne provisiones, compradas con su propio dinero, mientras pueda llevarlas con ambas manos y a la espalda, y luego sube la colina para distribuirlas con quien se encuentra.
A veces, son “power Banks” para recargar los móviles, dada la falta de electricidad. Ese día, compramos juntos mascarillas, jabones y toallitas. Decido no hacer ninguna pregunta, N. me inspira confianza. En lo único en que no estamos de acuerdo es en qué hacer si nos ve una patrulla de policía móvil. N. prefiere salir corriendo. Sé que no tengo ninguna posibilidad de dar esquinazo a jóvenes policías en forma, así que si es necesario, me detendré para dejarme interrogar. Poco después, nos encontramos con algunos jóvenes afganos que van en dirección contraria. Les hablo en persa. “Vía libre”, me dicen. Seguimos subiendo la colina. En un momento dado, pasa sobre el nuevo campamento en construcción. Unos 20 minutos más tarde, mientras bajamos por el otro lado, nos encontramos de repente en medio del nuevo Moria.
El camino está lleno de tiendas de campaña distribuidas por ONG y campamentos improvisados hechos de todo tipo de materiales. Alambre de espino, cubos de basura, lonas de plástico, ramas de olivo. Cualquier cosa que pueda soportar una apariencia de techo, cualquier cosa que pueda proporcionar sombra y protección del sol, que es todavía muy fuerte. Niños de todas las edades, a menudo descalzos, juegan en la maleza.
Montones de basura se acumulan cada pocos metros. Unos pocos emigrantes, con perspicacia comercial, sacan cajas llenas de botellas de aceite y paquetes de azúcar y arroz, que quién sabe cómo han conseguido, para venderlas a otros. Una pareja lava a un bebé recién nacido que llora al lado de la carretera. Otros se pelean por el acceso al punto de agua, mientras que un poco más allá los adolescentes se echan agua para refrescarse.
Tan pronto como algunos me oyen hablar persa, se arremolinan en torno a mí. Las preguntas y peticiones abundan. ¿Con qué ONG estoy trabajando? ¿Soy periodista? ¿Qué les va a pasar? ¿Cómo es el nuevo campamento? ¿Tienen que aceptar ir? Agua potable, leche en polvo para bebés, jabón, champú, papel higiénico, medicinas y calzado, especialmente zapatos para niños. No les queda nada, lo dejaron todo en las tiendas la noche del incendio.
Una joven me hace señas para que me acerque. Está meciendo a un bebé. Me arrodillo a su lado. Me muestra su pecho. Se le ha acabado la leche. “Di a luz justo una semana antes del incendio”, me dice. Tiene otros tres hijos que alimentar y nada que comer. Su marido me muestra un paquete abierto de galletas y me explica que esto es todo lo que han comido desde el día anterior.
Un nuevo campamento en una ladera muy empinada
Estamos a 15 de septiembre, ha pasado una semana desde el incendio. Quiere que le saque una foto, pero esconde su cara para que su madre, si la foto llega a publicarse, no la reconozca. “Estoy demasiado avergonzada”, afirma, cubriéndose la cara.
Otro hombre me muestra una botella de agua mineral, que guarda cuidadosamente para sus hijos. De media, se distribuye menos de un litro de agua potable por persona al día, mientras la temperatura sigue siendo superior a 30°C durante la jornada. El agua de los pocos grifos existentes no es potable, según explica dice otra madre. Sus dos hijos ya tienen diarrea, lo mismo que ella. Me pregunta si tengo antidiarreicos.
Otra mujer, de edad indefinida, con los rasgos marcados por el cansancio, me hace un gesto y me dice al oído: “Llevo varios días sangrando mucho y me siento mareada. No tengo compresas. ¿Tienes alguna?”. Bajo la cabeza, impotente. Me dice que se envuelve en plástico, para no ensuciarlo todo en la tienda. Lo que ella llama “tienda” es en realidad una manta rota como techo y un pedazo de plástico en el suelo. Aquí es donde vive con sus dos hijos y su nieta.
Otro hombre viene a verme. Siempre el hambre que los persigue. Todavía me queda algo de dinero, me dice, y traté de comprar comida en las tiendas del pueblo de al lado subiendo la colina, pero los comerciantes no me quisieron vender nada. Otro hombre me dice que incluso los lugareños le golpearon, antes de alertar a la Policía, que lo detuvo.
Hace unos años, la gente de Mitilene solía ayudar a los migrantes llegados a sus playas. Tuvieron que dejarlo, hastiados, ante el creciente número de migrantes que llegaban, la ineficiencia de los sucesivos gobiernos, tanto de izquierdas como de derechas, sumidos ellos mismos en una fuerte crisis económica, y ante la indiferencia de la Unión Europea, a la que se ha sumado la pandemia.
Otra mujer me dice acongojada que le queda dinero en su cuenta, su subsidio de refugiada, pero de qué sirve, si su tarjeta se quemó en el incendio y ya no puede ir a la ciudad a sacar dinero del banco.
Un padre de familia iraní me muestra sus papeles. “Mi prueba de ADN fue positiva, pero todos los documentos se quemaron en el incendio del centro EASO, donde se guardaban todas las solicitudes de asilo y documentos”. ¿Prueba de ADN?”. Le pregunté con asombro. “Para demostrar que somos los padres de mi hijo y poder reunirnos con él en Atenas”, respondió.
Pero todavía tiene que esperar para ver a su hijo de 12 años, que se extravió en el trayecto hace tres años. En el otro extremo del campo, en la zona donde se han asentado los congoleños y los somalíes, alguien se dirige a mí en francés. Me acerco a ellos.
Un joven congoleño me explica que había salido del hospital psiquiátrico antes del incendio, que sus problemas mentales habían mejorado, pero que no sabe cuánto tiempo durará en este infierno sin tratamiento ni atención psicológica. Me pregunta si quiero ver su certificado médico de vulnerabilidad. Le digo que creo en su palabra.
A la precariedad de la situación se suma la preocupación de los migrantes que saben que sus trámites se retrasarán. En un infierno administrativo, están condenados a permanecer en este campo hasta nuevo aviso. Ante la ausencia total de comunicación por parte de las autoridades griegas. Algunos migrantes esperan una respuesta desde hace cuatro años. Moria era una pesadilla, pero al menos había comida y agua y sabíamos dónde íbamos a dormir por la noche, dicen.
Un grupo de jóvenes migrantes me cuenta lo ocurrido el domingo 13 de septiembre, cuando los migrantes, nerviosos, se manifestaron pacíficamente, pidiendo su reubicación y se enfrentaron a los gases lacrimógenos de la policía, que llegó incluso a golpear a los niños que estaban cerca.
Le doy mi número de teléfono a algunos emigrantes para servir de transmisor de información. El jueves por la noche, se produce la primera llamada de un menor no acompañado al que conocí y al que intento ayudar. Me dice que los migrantes están empezando a ser reubicados en el nuevo campamento, pero sin ningún anuncio previo. Tal vez para evitar protestas, ya que muchos de los migrantes temen ser reubicados en el nuevo campamento, que parece ser un espacio cerrado sin instalaciones. Mi joven interlocutor me describe la técnica utilizada por los policías griegos: mueven sus autobuses para separar a un grupo de migrantes del resto del campamento, antes de reunirlos en otros autobuses y llevarlos al nuevo campamento. Los migrantes, exhaustos y hambrientos, se resisten al principio, pero finalmente se dejan llevar.
El viernes por la tarde, otra llamada del mismo menor me dice que al resto de los migrantes ya se les ha obligado a mudarse. Llamo a otro migrante que confirma los hechos. Todos los migrantes ya están en el nuevo campamento. La capacidad inicial anunciada es de 5.000 personas. Pero en realidad, el nuevo campamento alberga a 13.000 personas. Fue construido en una colina empinada con vistas al mar. No hay agua corriente ni electricidad. Y la docena de instalaciones sanitarias, apenas instaladas, ya están todas fuera de servicio. Las tiendas pequeñas se entregan a una docena de migrantes, y las grandes albergan hasta 250 personas.
Como están colocadas en la roca sin que el suelo haya sido nivelado, es imposible acostarse en algunas, ya que la pendiente es muy pronunciada.
La comida sigue brillando por su ausencia. En el mejor de los casos, reciben una comida y una botella de agua cada 24 horas, cuando hay suficiente para todos. El nuevo campamento está completamente cerrado. A pesar de las pruebas sistemáticas de covid y de que se somete a cuarentena a los migrantes contaminados, se impide la salida a todos los residentes del campamento. Esto explica la resistencia de los migrantes que temen un confinamiento de facto, que ya han experimentado desde febrero.
Durante el fin de semana me van llegando otros sms. De G., un menor no acompañado de 16 años, que se encuentra por error con los hombres solteros, en una zona del nuevo campo rodeada de alambre de espinos. Le digo que ya he dado su nombre a una ONG para que lo transfieran, pero tardará unos días. Tengo mucho miedo, escribe, no soporto estar con ellos. Los migrantes mayores me han quitado el colchón, no tengo sitio para dormir en la tienda, no sé cómo aguantar.
Al salir de Lesbos, pienso en M. y su esposa y me digo a mí misma que si tal oleada de generosidad es posible por parte de una familia de migrantes, que a su vez están necesitados, la Unión Europea debe lógicamente ser capaz de proporcionar ayuda suficiente para aliviar las necesidades inmediatas de las víctimas del incendio de Moria, o para acogerlas en otros países europeos, de lo contrario Europa habría perdido todo su significado, si no su esencia.
Por la mañana, al descender del barco que me llevaba al Pireo, no puedo olvidar la cara de Hekmat, de grandes ojos negros. A sus ocho años, me explica que es afgano pero que no conoce su país porque nació en Irán. Luego me dice: “No tengo zapatos”. Mis ojos se dirigen hasta sus pies, que nada en unas zapatillas enormes.
“Son de mi madre”, explicó. “¿Puede traerme un par de zapatos?”. Le dije que era poco probable que pudiese volver. Me miró con esos grandes ojos negros y me dijo: “Vale, pero en caso de que vuelvas, calzo el 31”.
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Traducción: Mariola Moreno
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