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El doble (y peligroso) juego de Catar en Afganistán

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René Backmann (Mediapart)

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Tal y como se esperaba, la propuesta francesa de establecer una “zona segura” en torno al aeropuerto de Kabul no figura en el texto de la resolución adoptada el lunes por el Consejo de Seguridad de la ONU. Calificado de muy “ligero” por un diplomático que asistió a la votación, el documento se limita a recordar los “compromisos” de los talibanes a favor de la salida “segura y ordenada” de los afganos que deseen abandonar su país. Reafirma “la importancia del respeto de los derechos humanos, incluidos los de las mujeres, los niños y las minorías” y pide que el territorio afgano no se utilice para “amenazar o atacar” a otros países ni para albergar “terroristas”.

En el momento mismo, o casi, en que se votaba esta resolución, en Kabul, el general Chris Donahue, comandante de la 82ª División Aerotransportada y último soldado en abandonar suelo afgano, subía a un avión de carga C-17 de las Fuerzas Aéreas estadounidenses, sellando sin gloria ni paz, en un ambiente de improvisación y debacle, 20 años de intervención militar estadounidense. Antes de que sus últimos cinco C-17 despegaran, los militares estadounidenses habían destruido varios aviones, vehículos blindados, baterías de misiles y reservas de armas y municiones para evitar que los talibanes se los apropiaran.

Unos días antes, habían sido los diplomáticos estadounidenses de Kabul los que habían destruido archivos y documentos de la embajada antes de trasladar sus actividades a Doha (Catar), aparentemente dispuestos a seguir siendo el principal punto de contacto entre los talibanes, los nuevos dueños y señores de Afganistán, y el resto del mundo. De hecho, fue en Doha donde una delegación diplomática francesa encabezada por François Richier, embajador francés en Kabul de 2016 a 2018, se reunió la semana pasada con una delegación afgana encabezada por Shir Abbas Stanikzai, subjefe de la oficina política de los talibanes.

Durante la entrevista ofrecida el pasado domingo en TF1, en directo desde Bagdad, el presidente francés Emmanuel Macron señaló este compromiso diplomático del emirato subrayando “el papel especial desempeñado por Catar desde hace varios meses” en “el diálogo iniciado con los talibanes”. Lo que era, a la vez, verdadero y falso. De hecho, Catar ha desempeñado un “papel muy especial” en “el diálogo iniciado con los talibanes”. Pero no desde hace “varios meses”. En realidad, hace años –una década larga– que el emirato gasístico desempeña un papel importante en la diplomacia talibán.

¿Se olvidó el Ministerio francés de Exteriores de informar al Elíseo? No es muy probable. La División África del Norte-Oriente Medio (ANMO) del Ministerio de Asuntos Exteriores, encargada de esta región del mundo, sigue de cerca el desarrollo de la actividad internacional de Catar, vinculada a Francia con sólidas relaciones políticas, económicas, culturales y militares. Socio de París en la lucha contra el terrorismo, el emirato también ha comprado a Francia 36 aviones de combate polivalentes Rafale, fabricados por Dassault. Y los embajadores franceses destinados en Doha en los últimos años son todos diplomáticos experimentados, conscientes de la importancia de los vínculos entre Catar y los talibanes.

Emmanuel Macron, acostumbrado a una lectura rápida y a veces superficial de los documentos que le hacen llegar, a quien algunos diplomáticos de Nueva York acusan de haber sobrevalorado imprudentemente el proyecto de “zona segura” de Kabul, ¿subestimó la antigüedad y la naturaleza de las relaciones entre Catar y los talibanes, cuya importancia pone de manifiesto a diario la actualidad? Una ligereza lamentable. Sobre todo porque estas relaciones han desempeñado un papel importante en la evolución de la crisis afgana, como atestigua un actor central en este caso, el exministro de Asuntos Exteriores argelino, Lakhdar Brahimi, que fue el representante especial del secretario general de la ONU en Afganistán de 2001 a 2005.

“Al aceptar en 2013 la apertura en Doha de una oficina de representación política de los talibanes, con la luz verde –y tal vez incluso por sugerencia– de Estados Unidos, Catar ofreció al movimiento afgano una ‘dirección diplomática’ oficial que facilitó enormemente los contactos con los emisarios estadounidenses, y luego la apertura de las negociaciones con el régimen de Kabul”, explica el diplomático argelino. “Los estadounidenses, que querían enviar a Catar a los líderes talibanes liberados de Guantánamo para deshacerse de ellos sin perderlos completamente de vista, incluso aceptaron designar la representación de Doha como ‘oficina del Emirato Islámico de Afganistán’. Al presidente afgano Hamid Karzai, que hubiera preferido que la oficina se abriera en Arabia Saudí o Turquía, le resultó difícil de aceptar, pero no podía decirle que no a Washington. De este modo, la oficina de Doha se convirtió en un instrumento clave de los intercambios diplomáticos entre Washington y los talibanes. Especialmente cuando la administración Trump comenzó su estrategia de negociar la retirada de las tropas de Afganistán. Y quiso reunirse con interlocutores creíbles entre la oposición armada”.

A cambio de esta inversión diplomática y de la ayuda, sobre todo logística y financiera, proporcionada a los talibanes, Doha esperaba cambiar su imagen de coloso económico a enano estratégico e imponerse como mediador en las crisis regionales.

Acusados de ser aliados ocultos de Irán, de apoyar a los Hermanos Musulmanes en países donde la población encolerizada aspiraba a una transición democrática, considerados a veces patrocinadores del terrorismo o inversores en todos los frentes dispuestos a desestabilizar a sus vecinos con sus petrodólares, los dirigentes del Emirato esperaban hacer frente a sus detractores y convencer a Estados Unidos y a los europeos de su capacidad de actuación en la escena internacional. También pretendían presentarse como promotores de la paz, del derecho internacional y del multilateralismo. Y tratar de hacer olvidar sus compromisos o posiciones cuestionables. Que no faltan.

“Era un poco como la fábula de la rana que quiere ser tan grande como el buey”, ironiza un diplomático árabe. “Pero con todo el dinero del que disponen, los cataríes se sintieron con los medios para sentarse, al menos de vez en cuando, a la mesa de las grandes potencias. Hay que reconocer que hasta ahora no les ha ido tan mal”.

Cuando en 2017 estalló la “crisis del Golfo”, que supuso la ruptura de las relaciones diplomáticas entre Arabia Saudí, los Emiratos, sus aliados u obligados y Catar, que se había convertido de repente en un Estado paria, puesto en cuarentena por sus vecinos, Doha se apresuró a poner sus buenos oficios a disposición de la administración Trump, aliada de Riad y Abu Dabi, pero en busca de una solución para salir de la trampa afgana y repatriar lo que queda de la fuerza expedicionaria estadounidense desplegada desde la invasión de 2001. Quién sabe si no esperan, a cambio, un discreto empujón de Trump, amigo de MBS y MBZ (el saudí Mohammed Ben Salman y el emiratí Mohammed Ben Zayed) para mitigar las sanciones que golpean la economía de Catar.

Hábiles negociadores, reforzados, es cierto, por el poder que les otorgan los enormes ingresos de sus exportaciones gasísticas, los diplomáticos cataríes consiguieron incluso convencer a sus anfitriones talibanes de la neutralidad del emirato, que sin embargo alberga en El Udeid la mayor base militar estadounidense de la región. Alternando fases de negociaciones entre los talibanes y los representantes del régimen de Kabul, y luego entre los talibanes y los estadounidenses, todo ello mientras los combates sobre el terreno siguen donde los talibanes avanzan semana a semana, el proceso para poner fin al conflicto parece estar empantanado. Sin embargo, en febrero de 2020, en Doha, se llegó a un acuerdo que preveía un calendario para la retirada estadounidense, garantías de seguridad para los talibanes y la apertura de un diálogo interafgano.

Para el emir de Catar, Tamim Ben Hamad Al Thani, y su ministro de Asuntos Exteriores, Mohamed Al-Thani, se trata de un verdadero éxito diplomático. Pero su deseo de ver un traspaso de poder político en Afganistán chocará rápidamente con una realidad ineludible. Militarmente, los talibanes, ahora apoyados por China y Rusia, avanzan por todas partes. Desmoralizadas, las fuerzas afganas, aunque entrenadas y equipadas por Estados Unidos, se vienen abajo, entregando armas y vehículos a los talibanes. En las provincias, se multiplican las adhesiones de notables a los combatientes victoriosos. Cuando Joe Biden tomó posesión de su cargo en enero de 2021, parecía evidente que el Ejército afgano, que se suponía debía “aguantar más de un año contra los talibanes”, podría no durar ni seis meses.

Dos meses después, el nuevo presidente estadounidense tiene que admitir que la fecha de retirada prevista en el acuerdo de Doha –el 1 de mayo– no puede respetarse. Región por región, el avance de los talibanes hacia Kabul es inevitable. La Casa Blanca fija entonces una nueva fecha –imperativa–: el final del verano, antes del 20º aniversario de los atentados del 11 de septiembre. Esta vez, incluso las intervenciones de los líderes cataríes con los talibanes son en vano. Sobre todo porque los combatientes afganos midieron el increíble grado de falta de preparación de Estados Unidos, que básicamente no parecía creer en una rápida victoria militar de los talibanes y en una evacuación precipitada. Error fatal. Y el primer fracaso espectacular de Joe Biden. Pero un éxito relativo para Catar.

Los cataríes no lo están haciendo del todo mal”, aseguran fuentes conocedoras de la situación que se vive en Afganistán. “Evidentemente, si los talibanes resultan ser tan intolerantes, brutales y crueles como cuando llegaron al poder entre 1996 y 2001, si son incapaces de enfrentarse a los grupos yihadistas o si vuelven a darles cobijo, en definitiva si no han cambiado, Doha pagará un precio político muy alto por haberles ayudado. No hay que olvidar que fue a bordo de un avión de la fuerza aérea catarí donde regresó a Kabul el mulá Abdul Ghani Baradar, antiguo adjunto del mulá Omar y número 2 del régimen talibán. Sin embargo, si ganan su apuesta, si ayudan a los talibanes a convertirse en la Arabia Saudí de ayer, es decir, un régimen guiado por la sharia, ultraconservador y fundamentalista en el plano religioso y social, pero abierto al comercio internacional, ¿quién les culpará? Desde luego, no los actuales aliados y socios diplomáticos de Riad. Sobre todo porque pueden afirmar que han sacado a un país de 20 años de guerra respetando el derecho internacional y permitiendo que los enemigos se sienten en la misma mesa. Todo ello mientras se vuelve al multilateralismo del que Trump quería librar al planeta. Se trata de una apuesta arriesgada, es cierto. ¿Pero quién propuso otra alternativa?”.

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Traducción: Mariola Moreno

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