Crisis en la eurozona
Grecia, la democracia y el contrato europeo
¿Hay que cambiar la naturaleza de los contratos fundadores de la Unión Europea y de la zona euro para poder dejar a Grecia dentro? Esa es la cuestión. Tomen partido.
Como una cultura del “todo me es dado” o culture of entitlement: así calificó el periodista Jonathan Mirsky la actitud de la China eterna, imperial o maoísta, a ojos del resto del mundo. China, porque ella es lo que es, podría reivindicar su estatus particular en el rango de las naciones. Algo que realizan en proporción, es cierto, en Europa y sobre todo en el microcosmos parisino, pero no es lo que la mayoría de los griegos reivindica para Grecia: un tratamiento exorbitante del derecho común en el seno de la zona euro, porque Grecia es Grecia, única en la historia de la civilización occidental como el Imperio Medio lo fue para la historia del Extremo Oriente.
Este argumento apareció muy pronto, desde 2010, cuando el callejón sin salida en el que se había hundido la Grecia moderna se puso en evidencia por el estallido de la crisis financiera global en 2007-2008. Bajo el pretexto de que los principios de la democracia, para los ciudadanos varones y libres, habían sido formulados hacía 25 siglos en Atenas (un pequeño componente de la Grecia antigua), existía un imperativo moral de “ayudar a Grecia”. Desgracia y vergüenza para quien no encajaba en esta nueva doctrina. La acusación de parricidio no quedaba lejos y la canciller alemana, Angela Merkel, se vio vestida ridículamente de un bigote hitleriano y de un uniforme nazi. Y fue así como, en nombre de una democracia griega panteonizada, se llegó a hacer borrón y cuenta nueva sobre la realidad de un Estado griego contemporáneo bien concreto, que era la encarnación paroxística de todas las derivas que corroen y alteran los regímenes democráticos: clientelismo, corrupción, nepotismo, omnipresencia e impotencia burocrática, profesionalización dinástica de la clase política, fraude y evasión fiscales institucionalizados, etc.
En una entrevista reciente publicada en el periódico La Croix, el historiador griego Nicolas Bloudanis explica muy bien por qué, bajo su punto de vista, Grecia no es (todavía) un “Estado moderno”. “Es antes que nada la mejor heredera del Imperio otomano, por tanto posee las características de un Estado paternalista, con partidos políticos que son pequeñas pirámides dictatoriales y una economía de pillaje que descansa sobre un maná que viene del exterior. Para el Imperio otomano, este maná fue fruto de las expediciones militares, para Grecia, son los préstamos”.
La realidad es que los dirigentes políticos, tanto de izquierda como de derecha, “construyeron una prosperidad artificial, porque no descansaba más que sobre los fondos europeos y los posibles préstamos por la pertenencia del país a la zona euro”. En el corazón del sistema se encuentra el clientelismo. “En los años 80, los dirigentes crearon, por favoritismo, un sistema social excepcional con importantes prestaciones que no se justificaban desde el punto de vista de los resultados económicos. Tanto la derecha como la izquierda son responsables, esta última habiendo, en cierta medida, democratizado la corrupción al esperarla de las élites en el conjunto de la sociedad”.
Los ejemplos abundan: sólo hay que comparar el nivel del salario mínimo griego antes de la crisis, el de la jubilación y la edad a la que se podía (y se puede) acoger, con los mismos datos correspondientes a otras economías de la zona euro, incluidas las más rentables. La crisis social y humanitaria que atraviesa a una parte importante de la población griega (para otros la cosa todavía va muy bien, gracias) es resultado del hundimiento de esta aldea Potemkin.
El mito es la proyección de la imagen de “madre de la democracia” sobre esta triste realidad. Y por tanto, afirma Nicolas Bloudanis, “los antiguos griegos tienen tanto que ver con los griegos modernos como los galos con los franceses actuales. Por un lado, los europeos han admirado a Grecia y, por otro, los griegos han utilizado esa imagen de una Grecia heredera directa de la antigua Atenas”.
El buen uso de los mitos
Y de hecho, el mito ha funcionado. Solo los países miembros de la zona euro pueden recurrir a la ayuda financiera internacional. Grecia se ha beneficiado no de uno, sino de dos planes de rescate (a la espera del tercero). Sola, ha visto acordar una quita parcial pero sustancial de su deuda pública (más de 100.000 millones de euros). Sola ha obtenido un perfil de la deuda restante (tipo de interés, madurez, periodo de gracia) que hace que la carga efectiva del servicio de la deuda que debe a los acreedores públicos europeos (pero no al FMI ni al BCE, es cierto) sea actualmente, y aún durante varios años, inferior en porcentaje del PIB a la que, por ejemplo, tiene Francia. La deuda soberana griega es un problema insalvable… mañana y pasado mañana. Pero no de inmediato.
Por parte del FMI, Grecia se ha beneficiado igualmente de un tratamiento especial. En Francia hemos sido los primeros, desde enero de 2009, en prever que la institución multilateral con base en Washington sería llamada al rescate de Grecia si las cosas se volvieran feas (algo que era altamente probable). Cuando los europeos deberían haber sido capaces de lavar sus trapos sucios en familia. Ciertamente, El FMI aportaba una valoración técnica y una práctica amplia en el ejercicio de salvamento, faltando, así, a las instituciones europeas. Pero se le reservó también un rol de bad cop [poli malo] tallado a medida para eximir a los dirigentes europeos de su propia responsabilidad y arbitrar sus conflictos de intereses eventuales.
El mito del villano también ha estado muy bien ejecutado. Los mismos que se ilusionan por la Grecia del siglo XXI en nombre de Platón y de Demóstenes demuestran una ignorancia desoladora en cuanto a la naturaleza del FMI y su funcionamiento. Según la definición de su antiguo director general Michel Camdessus, el FMI es una “unión de crédito”. Dicho de otra forma, el Fondo presta, temporalmente, el capital que le aportan sus miembros. A cada uno en función de su cuota del capital de los fondos. Por esta razón, un impago es implanteable. Un impago significa la suspensión del miembro delincuente hasta el pago integral de sus atrasos. Incluso la Argentina de Cristina Kirchner, tan a menudo puesta como ejemplo a Grecia por consejeros que no son los pagadores, ha terminado por liquidar su deuda con el FMI.
Avanzando 30.000 millones de euros a Grecia en 2010, el FMI, dirigido por Dominique Strauss-Kahn, ¡puso a su disposición un 3.200% de su cuota! Generosidades asombrosas y una adopción de riesgos aún mayor, muy mal vista por numerosos países emergentes y en vías de desarrollo que forman el grueso de las tropas. Aunque menos flagrante que en la Organización Mundial del Comercio (OMC), el FMI también es una institución members driven [impulsada por sus miembros]. El director gerente, sobre todo cuando se trata de una persona tan poco cualificada técnica y moralmente como Christine LagardeChristine Lagarde, es muy dependiente de un consejo de administración (donde Grecia está representada por una de las sillas europeas) que se reúne dos o tres veces por semana y examina hasta el menor informe y la más pequeña de las decisiones.
Estas reglas son conocidas. Forman parte de un contrato de adhesión a la institución. Igual que eran perfectamente claras las condiciones de entrada en la unión monetaria europea. Estas eran incluso tan claras que habrían debido impedir a Grecia presentar su candidatura. Para esquivar el obstáculo, la oligarquía reinante en Atenas pudo recurrir a los procedimientos en vigor durante los siglos en los que Grecia no era más que una provincia europea del Imperio otomano: maquillar groseramente sus cuentas, haciendo Bruselas de oficina del nuevo Estambul. Contando con la ceguera o la complicidad tácita de otros participantes, de los que algunos (y no de los pequeños como Francia) habían recurrido a artimañas contables para cualificarse.
Podemos, además, preguntarnos si nunca ha habido, por parte de la élite política griega, la menor intención de respetar su firma en el contrato europeo. Un antiguo alto funcionario francés de la dirección del presupuesto oficial contaba recientemente en privado que ante la entrada de Grecia en la UE y de su elegibilidad a las ayudas de la Política Agraria Común (PAC), había puesto en marcha, junto a un compañero alemán, un sobrevuelo fotográfico del territorio griego para evaluar el número de olivos en explotación. Cuando las peticiones de subvención llegaron a Atenas, el total de árboles reclamados era tres veces superior a la estimación.
La cuestión planteada a los europeos
No es cuestión de mostrar un determinismo histórico ciego, sino de sospechar que las élites griegas han precipitado al país a un endeudamiento incontrolado financiando sus prácticas clientelistas, con la convicción de que esa deuda jamás sería pagada. Desde su independencia en 1829, Grecia ha pasado la mitad de su historia en situación de deuda, un récord mundial, según han calculado los economistas Carmen Reinhart y Kenneth Rogoff. Entonces, this time it is not different [esta vez no es diferente].
La diferencia es que Grecia y sus acreedores están hoy ligados por un contrato bastante más largo que esos que apuntalan jurídicamente la concesión de un préstamo. La cuestión hoy no es saber, como todo el mundo cree, si Grecia va, por sexta vez en dos siglos, a declararse en bancarrota al día siguiente del referéndum convocado este 5 de julio por el Gobierno de Tsipras. La Grecia del siglo XXI ya ha faltado a su compromiso y su deuda ya ha sido reestructurada. Aparentemente, la maniobra de los adeptos a la teoría de los juegos que gobiernan en Atenas consiste en pedir a los electores griegos que asuman elecciones que ellos mismos no están dispuestos o son incapaces de hacer.
Como Grecia no ha inventado solamente la democracia sino también la lógica, numerosos electores (una mayoría muy corta, según los sondeos) han comprendido que la cuestión a la que deben responder no es la que les han preguntado. Como siempre, en este género de ejercicio “democrático”. La elección no es entre un programa malo de ajustes y otro que sería menos malo, sino entre mantenerse en la zona euro o el Grexit.
En consecuencia, la pregunta de fondo se dirige a los otros países miembros de la zona euro, y más ampliamente a la UE: ¿hay que cambiar la naturaleza de la unión monetaria y de la UE para mantener la presencia griega? Aceptar el mantenimiento de Grecia en la zona euro bajo las condiciones puestas por Atenas sería transformar la UE en una unión de transferencias. De transferencias permanentes de los más ricos a los más pobres, yendo mucho más allá de aquellas que están permitidas por un amparo presupuestario europeo inferior al 1% del PIB de la UE. El equipo de Syriza habría ganado al plantear la cuestión francamente en vez de sustituirla por una respuesta implícita, al modo de las prácticas fraudulentas de sus predecesores.
Esta pregunta es perfectamente legítima y la respuesta especialmente urgente, ya que la crisis financiera global ha demostrado ampliamente que todo no iría a mejor en el mundo europeo. Para los federalistas vale la misma pregunta. Pero una unión de transferencias no puede tener como consecuencia permitir al Estado otomano griego perpetuarse en su ser.
Es decir, la condicionalidad unida a esas transferencias sería apremiante de otro modo que las medidas contables, de corto plazo y necesariamente aproximativas, impuestas con urgencia por el modelo de ajustes del FMI. Todo especialmente en Grecia, pero no solamente allí. ¿Pueden los Estados miembros tomar medidas de lo que implica una cualificación para tal unión, proceso en el que los artificios a la manera Goldman Sachs serían un socorro fiable? ¿Están preparadas las opiniones públicas? ¿Y los Gobiernos actuales?
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Para estos últimos, la respuesta es evidente: no. Todo el asunto griego es, desde el origen, el triunfo del método intergubernamental, al contrario del método comunitario puesto definitivamente en barbecho por la inexistente Comisión Barroso. Es decir, la dominación del mercadeo de intereses particulares sobre el éxito del bien común europeo. Con el resultado, para aferrarse a la deuda soberana griega, de su traspaso de cuentas de bancos comerciales a aquellos de los contribuyentes europeos, siendo, dicho sea de paso, jugado el papel principal por el trío francés Sarkozy-Lagarde-Pébereau más que por Angela Merkel, a quien es muy cómodo echar las culpas.
Tratándose de las opiniones públicas, es difícil de saber la respuesta, ya que la cuestión griega ha estado desde el principio capturada por su dimensión emocional. Lo que es reconfortante es saber que la verdadera cuestión europea está ahí para quedarse y que un día habrá que plantearla y responder.
Traducción: Marta SemitielMarta Semitiel