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Por qué la guerra de Irak ha acabado 20 años después en la destrucción masiva del poder estadounidense

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Maya Kandel (Mediapart)

La sombra de la invasión de Irak aún planea sobre Estados Unidos. La guerra que eligieron ha transformado profundamente la política y la sociedad norteamericana, y aún es demasiado pronto para escribir la historia completa. La guerra de Irak ha influido en la política exterior de tres administraciones sucesivas, hasta la estrategia de la administración Biden y su rechazo explícito al "cambio de régimen". Informa además el debate republicano sobre Ucrania y su encuadre como una "nueva guerra interminable".

Ya había contado en la elección de Obama en 2008, y en la de Trump en 2016. Explica también la negativa de Obama a intervenir en Siria contra Assad, y la precipitada salida de los últimos soldados americanos de Afganistán ante el avance talibán en agosto de 2021, esta vez bajo Biden.

Sigue alimentando la profunda desconfianza de una gran parte de los americanos, y está en el centro de los movimientos antibelicistas actuales, en la izquierda pero sobre todo en la derecha; Irak fue una guerra decidida por un presidente republicano, autorizada por un Congreso republicano y sus consecuencias han transformado profundamente al Partido Republicano.

Numerosos libros, artículos, actos y conferencias repasan esta semana la guerra de Irak en Estados Unidos. Veinte años después, sigue sin haber consenso en el país sobre la guerra, sus motivos y su legado.

La invasión de Irak: el momento neoconservador

Ante la conmoción provocada por los atentados de Manhattan y el Pentágono, los influyentes asesores e intelectuales neoconservadores del entorno del presidente Bush fueron los únicos que tuvieron una visión estratégica y un plan de acción ya preparado, marcado por su obsesión por Sadam Husein. Ese plan provocó un aumento del poder militar americano en todo el mundo, destinado en primer lugar a castigar a los talibanes y destruir el santuario de Al Qaeda en Afganistán, pero sobre todo a aprovechar la oportunidad que ofrecía ese "momento unipolar" de la superpotencia americana para forjar un nuevo orden mundial, empezando por deshacerse de Sadam Husein en Irak.

Inspirada en Samuel Huntington y en las teorías de la paz democrática, la ideología neoconservadora abogaba por el cambio de régimen, incluso por la fuerza, para luchar contra el terrorismo y los regímenes con armas de destrucción masiva ("el eje del mal" en el discurso de Bush a la nación en 2002), y extender la democracia. Su delirio de omnipotencia, ceguera ideológica y desconocimiento del mundo exterior se resume en esta declaración de un asesor de Bush en 2002: "Ahora somos un imperio, creamos nuestra propia realidad.” 

La paradoja de los neoconservadores, y su magistral fracaso, es que su visión de capitalizar ese momento de hiperpotencia americana acelerará su final, con desastrosos y trágicos costes humanos y políticos para Irak y la región, y consecuencias estratégicas totalmente contraproducentes para Washington. La invasión fue un regalo estratégico para Irán, que se convirtió en la principal potencia regional al aplastar y desestabilizar a su poderoso vecino y enemigo, provocando un aumento del terrorismo al convertirse Irak en el nuevo atractivo para los yihadistas. Mientras tanto, China seguía creciendo y Rusia también reconsideraba sus opciones.

En el American Enterprise Institute (AEI), durante mucho tiempo el hogar de los neoconservadores, la nueva generación reconoce el "terrible error" cometido en Irak, pero sin extraer las lecciones hasta el final: Hal Brands, politólogo y estratega del AEI, en un artículo para Foreign Affairs, sigue siendo suave con la parte de responsabilidad de los asesores de Bush que presionaron, inicialmente en contra del presidente, a favor de la invasión de Irak tras la reacción a los atentados del 11 de septiembre de 2001. "Miedo, poder y arrogancia" condujeron a la invasión, una guerra "popular y apoyada por el Congreso". "A pesar de todos sus horrores, podría haber salido victoriosa", escribe. Lamenta que "la guerra de Irak se haya convertido en sinónimo de engaño y mala fe" porque "los dirigentes y asesores eran sinceros en sus temores e intenciones". El camino al infierno también está empedrado de buenas intenciones. 

Estados Unidos ya no puede seguir echando a perder su poder en conflictos de importancia marginal.

Más interesante es el mea culpa de un antiguo neoconservador, Max Boot, también en Foreign Affairs, titulado "Por qué los neoconservadores se equivocaron y lo que he aprendido de la guerra de Irak sobre los límites de la potencia americana". En él analiza el idealismo de los neoconservadores, que querían que la promoción de la democracia y los derechos humanos se convirtiera en el principio rector de la política exterior americana. Mientras "los conservadores tradicionales como Rumsfeld querían escarmentar a Sadam Husein y luego salir del país lo antes posible", los neoconservadores "creían que Estados Unidos debía quedarse para transformar Irak y todo Oriente Próximo en una zona de paz democrática", lo que "podría invertir por fin la ola de radicalización islamista desatada por la revolución iraní de 1979".

Reconociendo que le cuesta releer sus escritos de entonces, que reconoce como "optimistas e ingenuos", aboga ahora por la humildad en política exterior. El momento unipolar ya no existe, y "Estados Unidos ya no puede seguir echando a perder su poder en conflictos de importancia marginal". Sobre todo, Boot ve ahora la promoción de la democracia como la peligrosa ilusión que era, piensa lo mismo de la operación de Libia de 2011, que también había apoyado, y retrotrae todo a las ya aprendidas, y luego olvidadas, lecciones de la guerra de Vietnam, lo que difícilmente da pie al optimismo.

Max Boot era un neoconservador que luego se opuso a Trump en cuanto se convirtió en candidato, un Never Trumper. Hoy, el movimiento está muy marginado, y ya nadie en Washington dice ser neoconservador.

La irrupción de los nacional-conservadores

El itinerario de otro republicano, Rod Dreher, que pasó de apoyar con entusiasmo la guerra de Irak a oponerse con vehemencia al trumpismo, es un ejemplo de la evolución del Partido Republicano.

Dreher pertenece a un nuevo movimiento de pensamiento que está en vías de redefinir el Partido Republicano, el de los nacional-conservadores o natcons, un movimiento que se ha desarrollado en particular contra los neoconservadores (sobre el que se puede leer este estudio del Instituto Francés de Relaciones Internacionales). Su itinerario es también un ejemplo del impacto de la guerra de Irak en las corrientes de pensamiento del Partido Republicano. Tras asistir al derrumbe de las torres de Manhattan desde el puente de Brooklyn el 11 de septiembre de 2001, al principio apoyó con entusiasmo las guerras de Afganistán e Irak, como la inmensa mayoría de los republicanos.

Pero en 2005 se unió al American Conservative, un periódico fundado por Pat Buchanan, el opositor aislacionista de Bush padre en las primarias republicanas de 1992, considerado hoy el padre espiritual del trumpismo. Buchanan lo fundó en 2002 precisamente contra los neoconservadores y contra la guerra de Irak: "El Partido Republicano en 2002 era prácticamente unánime en su apoyo a la invasión y al cambio de régimen en todo Oriente Próximo; la oposición a la guerra fue nuestra razón de ser durante los primeros años de existencia de la revista" (así como la obsesión anti-inmigración y la defensa de Occidente). En 2003, en vísperas de la invasión, Buchanan publicó un artículo satírico contra los neoconservadores, denunciando la inminente invasión.

En 2010, con el auge del Tea Party, estaba claro que la base del Partido Republicano] era hostil a las guerras de Irak y Afganistán

Dreher forma parte hoy de esta facción con un peso creciente en la base electoral y entre los nuevos intelectuales conservadores, hostiles a cualquier intervencionismo militar en el extranjero, cuyo impacto puede verse en el debate sobre Ucrania: sólo el 42% de los republicanos está a favor del apoyo americano a Ucrania, frente al 79% de los demócratas y el 60% de los independientes, según una encuesta reciente. Esto también puede verse en el posicionamiento de los dos principales candidatos a la nominación republicana, Donald Trump y Ron DeSantis, que han adoptado posturas contrarias al apoyo a Ucrania.

La oposición a la guerra de Irak surgió primero en la izquierda, como ocurrió con Vietnam, y fue encarnada ya en 2004 por un candidato presidencial demócrata. Pero en el lado republicano, el sistema de selección de élites mantuvo el dominio de los neoconservadores sobre la política exterior hasta 2016, a través de las candidaturas de los senadores John McCain en 2008, y luego Mitt Romney en 2012, mientras que a partir de 2010, con el auge del Tea Party, quedó claro que la base era hostil a las guerras de Irak y Afganistán.

La repentina popularidad de candidatos libertarios hasta entonces marginales, como Ron Paul y luego su hijo Rand Paul, expresó ese descontento creciente, pero ignorado por el establishment del partido (véase este artículo de 2014 sobre el ascenso de Rand Paul). Eso también explica la elección de Trump en 2016, tras una campaña en la que la política exterior diferenció realmente a los candidatos. 

La victoria de Trump fue también la expresión del rechazo a una política exterior desarrollada por "élites cuyos hijos no eran los que luchaban en Irak y Afganistán". Esa desconfianza hacia las élites, que es la definición del populismo, se ha extendido, tras la presidencia de Trump, a todas las instituciones de seguridad nacional, la CIA, el FBI e incluso los mandos militares.

La posición republicana sobre Ucrania proviene directamente de la guerra de Irak, y la fractura ilumina precisamente la ruptura entre el viejo establishment y la nueva guardia.

Es una fractura tan profunda porque el debate nunca tuvo lugar en el bando republicano como en el demócrata entre 2002 y 2003. El senador trumpista Josh Hawley lo resumía de esta manera: "Todavía hay muchos cargos electos que se niegan a afrontar nuestros errores pasados en política exterior, incluidas las mentiras hechas al pueblo americano, especialmente sobre las armas de destrucción masiva en Irak: vamos a tener que hacer los deberes sobre esa historia."

Una época de desconfianza generalizada

Las mentiras del equipo de Bush hicieron mucho daño, todavía muy presente hoy, sobre todo en la escena internacional. Pero hay que recordar que los políticos mintieron primero a su propio pueblo, en un clima de unanimidad patriótica y mediática. Hubo excepciones por parte de algunos periodistas independientes, pero los grandes medios de comunicación apartaron las pocas voces discrepantes, como ocurrió con el despido del periodista Phil Donahue de la NBC un mes antes de la invasión, sustituyendo su programa por un especial: "Iraq: la cuenta atrás”.

Las voces contrarias a la guerra no eran buenas para los índices de audiencia. En la Fox News se pusieron histéricos en su cobertura patriótica, haciendo de cualquier crítico de la guerra un traidor a la patria. Según un estudio, el 75% de los expertos y periodistas invitados de todos los medios de comunicación estaban del lado de la administración, incluso manteniendo la confusión entre los atentados del 11S y la responsabilidad de Sadam Husein, hasta el punto de que en 2004, durante la campaña presidencial, más de dos tercios de los votantes creían que el dictador iraquí había tenido algo que ver en los atentados de 2001

Hubo, por supuesto, voces discrepantes en las publicaciones de la izquierda progresista, pero la cobertura dominante era como este editorial de Tom Friedman en el The New York Times, publicado cuando quedó claro que no había armas de destrucción masiva en Irak: "¿Es eso realmente lo que debería preocuparnos? No. No era el verdadero problema antes de la guerra y sigue sin serlo (...). Atacamos a Sadam Husein porque podíamos y porque se lo merecía".

También hay que recordar a los periodistas embedded (empotrados) en el Ejército, que informaban de la guerra sólo desde el punto de vista de los militares americanos y del Pentágono. Ciertamente no todos, y algunos perdieron la vida; y las revelaciones sobre la tortura, las cárceles secretas de la CIA y Abu Ghraib también procedían de periodistas americanos. Pero la desconfianza actual en Estados Unidos, que se ha extendido en la derecha hasta las instituciones de seguridad nacional, forma parte de las consecuencias de la guerra de Irak.

Esta desconfianza, unida al recuerdo de 2003 sobre las armas de destrucción masiva, es aún más profunda a nivel internacional.

La justificación de Putin en 2022 es la misma que la de Bush en 2003 para la guerra "preventiva".

La invasión rusa de Ucrania ha hecho aparecer de nuevo las consecuencias de la invasión americana de 2003, incluso entre algunos de los aliados de Washington. Eso se vio en los meses previos a la invasión rusa: en base al precedente iraquí, Francia juzgó inverosímiles la inteligencia y la información proporcionadas a los aliados por la administración Biden, hasta el mismo día de la invasión. En este detallado relato del The Washington Post, la Directora General de Inteligencia americana, Avril Haines, en sus sesiones informativas a los aliados, se topó con la "fuerza del precedente iraquí". "La inteligencia americana no se considera una fuente naturalmente fiable; se consideraba que podía ser manipulada", explica el estratega François Heisbourg citado en el artículo.

Pero es fuera del espacio transatlántico donde las consecuencias del precedente iraquí están más presentes. Están presentes, ante todo, en el discurso de Putin: si bien siempre ha preferido invocar el precedente de Kosovo para justificar que ignora el derecho internacional "como lo ha hecho Occidente", esta vez se apresuró a invocar Irak como una de sus múltiples justificaciones para la invasión de Ucrania.

Los ensayistas Ivan Krastev y Stephen Holmes, en su libro de 2019 The Illiberal Moment, analizaron la "política de imitación" desarrollada por Putin desde principios de la década de 2000, primero dentro de Rusia y luego cada vez más en el ámbito internacional a partir de 2007. Su discurso anunciando la anexión de Crimea en marzo de 2014 fue un ejemplo de ello, ya que repitió pasajes enteros de discursos de líderes occidentales justificando el desmantelamiento del territorio serbio en Kosovo, así como referencias al principio wilsoniano del derecho de los pueblos a la autodeterminación, "adornando sus propias acciones violentas con una retórica idealista copiada palabra por palabra de Estados Unidos".

Irak es particularmente apropiado para esto, porque aunque el papel americano nada tiene que ver, contrariamente al encuadre que Tucker Carlson y la extrema derecha americana están tratando de imponer, los hechos en bruto son sin embargo bastante comparables: un país poderoso invade militarmente a otro país que no era una amenaza para él. La justificación de Putin en 2022 es la misma que la de Bush en 2003 para la guerra "preventiva", que se utilizó para justificar la invasión de Irak en virtud de la Carta de la ONU, como nos recuerda elocuentemente este artículo de Arab Weekly.

Estas reacciones cuentan en el contexto actual de guerra narrativa y guerra global de la información, y también pueden leerse en la prensa americana, desde The Intercept hasta The Washington Post. Pero no es seguro que el liderazgo americano consiga recuperarse de los daños del precedente iraquí de 2003, ni siquiera veinte años después. El problema de liderar con el ejemplo es que hay que dar un buen ejemplo. La sombra de Irak sigue planeando sobre la política exterior americana, obstaculizando su legitimidad, credibilidad y, por tanto, su capacidad de liderazgo.

El debate sobre el papel de los americanos en el mundo está lejos de haber terminado en el propio Estados Unidos, y las elecciones presidenciales de 2024 determinarán su evolución futura, especialmente en el caso de una victoria republicana; todo dependerá de la persona que la encarne, y un Trump seguiría siendo más imprevisible y caótico que un DeSantis. Más allá de Ucrania y Europa, el tono cada vez más ofensivo sobre China podría provocar un nuevo episodio de aventurerismo exterior sobre Taiwán. La opinión pública americana, por muy polarizada que esté, sigue siendo manipulable.

Lo que queda sobre todo en Estados Unidos, veinte años después, es un nuevo espíritu de época, un nuevo estado de ánimo más cínico y oscuro, reflejado por el Partido Republicano desde Trump con su discurso de "carnicería americana", "apocalipsis americano", muy lejos del optimismo hollywoodiense de Reagan. También proviene del sentimiento de "pérdida de la inocencia" nacido de los atentados de 2001, el primer ataque de esta magnitud en suelo americano, en el corazón financiero (Torres Gemelas) y militar (Pentágono) de Estados Unidos. No era comparable a Pearl Harbor, una base militar en la península de Hawai, a miles de kilómetros de la costa americana. Sobre todo porque a Pearl Harbor le siguió la entrada de Estados Unidos en la Segunda Guerra Mundial, que sigue siendo su "gran guerra". No tiene nada que ver con el legado de las guerras de Irak y Afganistán.

Irak intenta consolidar la estabilidad y la democracia 20 años después del inicio de la invasión de EEUU

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Traducción de Miguel López

 

La sombra de la invasión de Irak aún planea sobre Estados Unidos. La guerra que eligieron ha transformado profundamente la política y la sociedad norteamericana, y aún es demasiado pronto para escribir la historia completa. La guerra de Irak ha influido en la política exterior de tres administraciones sucesivas, hasta la estrategia de la administración Biden y su rechazo explícito al "cambio de régimen". Informa además el debate republicano sobre Ucrania y su encuadre como una "nueva guerra interminable".

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