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Pennsylvania lleva a cabo redadas contra los inmigrantes de madrugada
Guillermo (nombre supuesto para preservar su anonimato), un chico servicial, siempre estaba disponible para llevarte donde hiciese falta con su camioneta, incluso de forma gratuita, en caso de emergencia. Por 30 dólares a la semana, realizaba los trayectos matutinos de ida y vuelta a las granjas de champiñones donde los sin papeles de Reading se dejan la espalda, agachados diez horas al día y seis días a la semana.
Un día de febrero de 2017, a primera hora de la mañana, la Policía de Inmigración dio el alto a su camioneta, atestada de trabajadores en situación irregular. Ese día, el treintañero Eduardo (nombre supuesto) comenzó a asustarse. “El señor T”, como lo denomina para no pronunciar su nombre, acababa de llegar a la Casa Blanca.
Los rumores empezaron a circular: “ICE”, la Agencia Federal de Inmigración (Immigration and Customs Enforcement) empieza a detener –se decía– a los coches cuyos pasajeros tienen la piel “marrón”. Eduardo y su familia empezaron a esconderse. Pronto dejaron de hacer excursiones en coche a las playas del Atlántico. Una rueda pinchada, agentes de policía en una emboscada, todo puede cambiar de un momento a otro.
Después de Año Nuevo, los amigos de Eduardo comenzaron a desaparecer en grupúsculos, arrestados y a veces expulsados. Y, un día, le tocó a él.
El 19 de marzo de 2018, Eduardo se levantó como de costumbre a las 3:40 de la mañana. Se había cepillado los dientes y, por un momento, le asaltó una duda respecto a su vestimenta. ¿Y si se pusiera su nueva camisa, la que su hermano acababa de comprarle por internet, decorada con las banderas de Estados Unidos y Guatemala, su país de nacimiento? Rápidamente cambió de opinión: ni hablar de ensuciar un regalo tan bonito.
Como todos los días, él y toda su familia estaban listos para dirigirse a la granja de champiñones, a 20 kilómetros de Reading. No se le ocurrió pensar que en plena noche, los oficiales de inmigración les acechaban. Una furgoneta negra les adelantó, enseguida encendieron las luces. “Gritaron: ‘Desciendan del vehículo’”, cuenta Eduardo. “Otra camioneta nos esperaba al otro lado. Hirieron a mi hermano al tirarlo al suelo. Un agente me preguntó si tenía papeles”. Eduardo no respondió, la ley no obliga a hacerlo. “Me dijeron: no importa, ya lo sabemos todo”. Más tarde, uno de los oficiales de inmigración se disculpó: “Hacemos esto por Trump”.
Eduardo pasó tres meses en prisión. Su abogada lucha ahora por evitar su deportación. Su hermano ya ha sido expulsado a Guatemala. Donald Trump se jacta de enviar a su casa a los bad hombres centroamericanos, los violadores y delincuentes. “Pero mi hermano no fue detenido por criminal”, dice Eduardo. “Lo arrestaron porque iba a trabajar”.
Sin los inmigrantes, Reading, 87.000 personas, situada al este de Pensilvania, habría languidecido. La gloriosa ciudad del hierro y del ferrocarril empezó el declive en los 1960. Hace años que Nueva York, a dos horas de viaje en dirección este, comenzó a expulsar a sus clases trabajadoras, por lo que inmigrantes hispanos se instalaron en esta pobre ciudad dormitorio, de alquileres asequibles, que se ha convertido en la granja, la fábrica y almacén de la cercana megalópolis.
Gracias a los recolectores de champiñones guatemaltecos, los cortadores de pollo puertorriqueños, los obreros mexicanos de las plantas de envasado y de baterías, Reading sobrevivió. Hoy en día, es una de las ciudades estadounidenses cuya población es mayoritariamente hispana (60%).
Cuando se sale de Reading, enseguida se llega al campo, “el país de Trump, más blanco que blanco”, dice Carol Anne Donohoe, abogada de Eduardo. A una hora de allí, Filadelfia, una gran ciudad liberal, se ha autoproclamado “santuario” de los inmigrantes indocumentados: el ayuntamiento demócrata limita al máximo su colaboración con el ICE. Pero en Reading, donde la Policía de Inmigración también administra una prisión para familias migrantes, sus agentes actúan con total impunidad.
Respaldada por sherifs celosos, la oficina regional del ICE es, según Propublica, la que arresta en el país a mayor número de indocumentados sin antecedentes penales. En Reading, se pueden realizar controles de identidad sin previo aviso, en cualquier momento. En la carretera. En la calle. Delante de la tienda.
La abogada Carol Anne Donohoe resume: “La caza de inmigrantes está abierta”. En el centro de la ciudad, la casa que alberga su despacho y la de sus tres socios es el lugar en que se dan cita los amenazados de expulsión. Hay peluches por el suelo y el bote de caramelos de la recepción siempre está lleno. Sus semanas le rinden el doble, entre los asuntos que le dan de comer y la representación voluntaria de las familias migrantes. “Entre una cosa y otra, trato de llevar una especie de vida”, dice, suspirando Carol Anne Donohoe, sentada en una mesa ante un batiburrillo de carpetas.
“Mirad lo que sucede detrás de vosotros”
El Immigration and Customs Enforcement (ICE) es una particularidad estadounidense. Creada tras el 11 de septiembre por el republicano George W. Bush, esta agencia federal se ha convertido desde entonces, según Muzaffar Chishti, investigador del Migration Policy Institute de Washington, en “una formidable maquinaria dotada de poderes de investigación, autorizada para alcanzar acuerdos con las policías locales y para buscar en las bases de datos judiciales a inmigrantes sin papeles. La agencia también gestiona 119 centros de detención en todo el país, en parte subcontratados a empresas especializadas en el jugoso negocio de las prisiones privadas.
Cuando llegó al poder, Barack Obama la hizo funcionar a pleno rendimiento. El expresidente, que expulsó del país a una cifra récord de 2,5 millones de inmigrantes durante su mandato (2009-2016) llegó a ser conocido como deporter in chief, expulsador jefe.
Sin embargo, al final de su mandato, Obama redujo la presión. Las expulsiones continuaron, pero a un ritmo más lento, dando prioridad a las personas condenadas por la Justicia. “En la práctica, casi el 90% de los inmigrantes indocumentados ya no eran expulsables”, explica Muzaffar Chishti.
Cuando llegó a la Casa Blanca, una de las primeras decisiones de Donald Trump fue firmar un decreto presidencial que daba vía libre a los servicios de inmigración: cada inmigrante indocumentado se convirtió en una prioridad. En junio de 2017, el jefe del ICE, Thomas Homan, les advirtió: “Tenéis que sentirse incómodos. Deberíais mirar lo que sucede detrás de vosotros”. Con Obama, el mismo Homan era el supervisor nacional de expulsiones...
En su despacho de Reading, la abogada Carol Anne Donohoe y su colega más joven Bridget Cambria aluden a algunos casos de inmigrantes indocumentados, atrapados por una máquina de expulsar que se ha vuelto loca.
Se acuerdan del caso del joven pizzero, arrestado en su puesto de trabajo después de verse involucrado en un accidente de coche. “Fue multado, el oficial de la condicional se dio cuenta de que no tenía número de seguro social, lo puso en conocimiento del ICE”, dice Carol Anne Donohoe. “Lo saqué de prisión. Quienquiera que lo denunciara estaba loco de rabia. Llamé a su supervisor para pedirle cuentas. Me dijo que era común ese celo”.
Otro cliente fue detenido en la comisaría de Policía cuando estaba denunciando que unos amigos habían sido detenidos por la Policía en el lugar de trabajo, aparentemente sin causa justificada. “Estaba con su novia americana. Cuando el oficial lo escuchó hablar en español, lo agarró por el hombro y encontró su identificación de El Salvador en la cartera”, dice Bridget Cambria. “Lo arrestó. Finalmente, pudo quedarse en Estados Unidos, pero cumplió seis meses en prisión sólo porque un policía estúpido decidió actuar como un oficial de inmigración”.
Otro tuvo la desgracia de estar en el lugar donde se produjo un fallecido, tras un accidente. Cuando la Policía se personó en el sitio, le pidió los papeles. No tenía. Denunció al ICE. Fue deportado.
Estos arrestos aleatorios son cada vez más frecuentes. La Policía los llama púdicamente arrestos “colaterales”, eufemismo militar que también se utiliza para designar a las víctimas civiles de los ataques en Irak y, más recientemente, en Siria.
Bridget Cambria y Carol Anne Donohoe, ambas abogadas, afirman que estas detenciones son “ilegales”. “En Estados Unidos, no se puede detener a nadie sin razón, sólo por ser quien es, por su aspecto físico o la lengua que habla. En derecho, deben existir razones suficientes que justifiquen el arresto”. Pero en los Estados Unidos de Donald Trump, estas precauciones ya no se aplican. Cualquier cosa vale para asustar a los inmigrantes indocumentados.
Como Eduardo, ahora muchos evitan los lugares públicos. La primera vez que nos entrevistamos con él, fuera del gran supermercado Walmart en Reading, Eduardo se negó a hablar en el establecimiento de comida rápida situado al lado, por lo que tuvimos que desplazarnos en taxi para poder conversar en un sitio seguro. Se justificó: “Lo último que quiero son problemas”.
Hasta que sepa si puede quedarse en Estados Unidos, por las noches va a clase de Gestión empresarial y, por cada mañana, a la granja de champiñones. Para compensar las deserciones y los arrestos, su jefe ahora les paga 400 dólares a aquellos empleados que recomiendan a alguien. Eduardo es tan bueno que el jefe le ha ascendido. __________
Traducción: Mariola Moreno
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