Quedan ya lejos los días en que las tropas rusas llegaban a Siria a bombo y platillo para “proporcionar una ayuda eficaz al pueblo sirio” frente al “terrorismo internacional”, recibidas con “inmensa gratitud por Bashar Al Assad.
Ahora que el dictador sirio ha tenido que huir a Moscú, derrocado el 8 de diciembre por una ofensiva de los rebeldes de Hayat Tahrir al-Sham (HTC), su aliado ruso se resiste a confirmar que efectivamente se encuentra allí, un silencio que no sabemos si es sinónimo de vergüenza o de desprecio. El ejército ruso, incapaz de defenderlo, vigila ahora los más mínimos movimientos en torno a sus bases militares. Largos convoyes de camiones y vehículos blindados están evacuando equipos y personal, despedidos con “peinetas” y suelas de zapatos (un gesto especialmente insultante en Oriente Próximo) por hombres y mujeres sirios.
Mientras tanto, el Kremlin había demostrado que estaba dispuesto a hacer cualquier cosa –incluso bombardear indiscriminadamente a civiles y apoyar a un dirigente que utilizaba armas químicas– para perseguir su objetivo: no el de ayudar al pueblo sirio, sino el de reafirmarse en la escena internacional poniendo un pie en Oriente Próximo. Para Putin, la caída del aliado que mantuvo a flote durante mucho tiempo supone una debacle sin precedentes.
Cuando Putin decidió en 2015 dar apoyo militar a Al Assad, amenazado por el Estado Islámico y facciones rebeldes islamistas, tenía varias razones. Quería romper el aislamiento al que los países occidentales intentaban forzarle tras su anexión ilegal de Crimea en 2014. Fue excluido del G8 e incluso tuvo que irse en su momento de una cumbre del G20, en la que fue abiertamente marginado por el resto de jefes de Estado.
El presidente ruso también quería marcar el regreso de Rusia a Oriente Próximo, una región en la que la URSS tenía muchas relaciones y una cierta influencia, desaparecida tras el colapso del bloque soviético.
Pero sobre todo, Putin quería poner fin a la Primavera Árabe. Veía esa ola de protestas populares como una continuación de las “revoluciones de colores” (que despreciaba y consideraba un complot occidental) temiendo que Rusia fuera la siguiente en la lista, según señala el periodista ruso Mijaíl Zygar.
“Para Putin, la Primavera Árabe era un ensayo general de la revolución en Rusia, y Bashar Al Assad protegió eficazmente a Rusia del complot americano”, escribe Mijaíl Zygar, autor de un libro de 2016 sobre el entorno de Vladímir Putin, All the Kremlin’s men (Todos los hombres del Kremlin, publicado por PublicAffairs). Siria era pues, adicionalmente, “el nuevo ticket de entrada de Putin al mundo de la alta política”, permitiendo a Moscú estar “de vuelta en Oriente Medio y en el club de los líderes mundiales serios”.
“Humillación cruel”
Para apoyar a su aliado, el jefe de Estado ruso no se anduvo por las ramas. Su ministerio de Defensa afirmó en 2018 haber enviado más de 60.000 militares a combatir en Siria. Participaron en las batallas más mortíferas de la guerra siria, incluida la de Alepo. El objetivo declarado de Putin de luchar contra el Estado Islámico se vio rápidamente mermado por la realidad de sus operaciones militares, que tenían también como objetivo, incluso más, al resto de la oposición armada siria, así como a los civiles.
Entre 2015 y 2024, se calcula que los soldados rusos habrían matado a unos 5.000 civiles sirios, según Airwars, una organización especializada en evaluar el número de víctimas civiles de los conflictos que en el pasado también ha documentado las muertes causadas por la coalición liderada por Estados Unidos en Irak y Siria. La Organización Siria de Derechos Humanos contabilizó al menos 8.000 civiles sirios muertos por ataques rusos en 2019.
Estas brutales operaciones, que podrían suponer crímenes de guerra, han sido asumidas durante mucho tiempo por el Kremlin en nombre de la necesidad de mantener un régimen estable y soberano en Siria. A Vladimir Putin también le gustaba señalar que, a diferencia de Estados Unidos con el dirigente egipcio Hosni Mubarak, Rusia no abandonaba a sus aliados.
La caída de la dinastía Al Assad el 8 de diciembre es aún más hiriente para Moscú. Rusia no sólo había invertido mucho en Siria desde el punto de vista militar, no sólo había hecho del país el pivote de su nueva política en Oriente Próximo sino que de su relación con el líder sirio había hecho el escaparate de lo que podía ofrecer a sus aliados en términos de estabilidad, seguridad y lealtad.
Para muchos países no occidentales, “Rusia aún no se ha revelado como un inversor o exportador de producción y tecnología especialmente convincente”, pero “sí se ha posicionado significativamente como exportador de seguridad, tanto oficialmente, a través de su presencia militar, como extraoficialmente con la prestación de servicios mercenarios”, señala Alexandre Baunov, investigador del Carnegie Russia Eurasia Center, un think-tank con sede en Berlín.
La repentina caída de su aliado es, por esa razón, según escribe el medio ruso en el exilio Meduza“, un fracaso indiscutible” para Vladimir Putin. Es “una humillación bastante cruel”, coincide Gilles Dorronsoro, investigador del Centro Europeo de Sociología y Ciencias Políticas, entrevistado por Mediapart. “El poder ruso no ha sido suficiente para mantener la dictadura, a pesar de que se había comprometido plenamente.” Se arriesga a perder de paso dos bases militares: la base aérea de Hmeimim, cerca de la ciudad de Latakia, y la base naval de Tartús, en la costa mediterránea, esencial para las operaciones rusas en el continente africano.
El rescate imposible
Ante la ofensiva de los rebeldes islamistas del HTC, las tropas rusas se vieron impotentes en gran medida. “Rusia no disponía de medios militares para contener el ataque. No tenían misiles de precisión y habían retirado sus radares y equipos de vigilancia de alta tecnología hacía uno o dos años. Si en 2015-2016 contaban con unos cuarenta aviones, ahora no les quedaban ni diez, de los que funcionaban quizá la mitad”, explica Arthur Quesnay, coautor de Siria: anatomía de una guerra civil (ediciones CNRS), que se encuentra actualmente sobre el terreno. Se llevaron a cabo algunos bombardeos aéreos para frenar el avance de los combatientes del HTC, en particular sobre hospitales y depósitos de combustible. Pero fueron “totalmente ineficaces”, señala Quesnay, porque no había tropas sobre el terreno para guiarlos.
La guerra en Ucrania, que está movilizando al ejército ruso hasta el extremo –recientemente se ha visto obligado a pedir apoyo de soldados norcoreanos–, es en gran medida responsable de esta situación. Los últimos testimonios sobre el estado de las tropas rusas destacadas en Siria son sobrecogedores. “Te encontrabas soldados, mal pagados, dirigidos por oficiales incompetentes, casi obligados a robar en los comercios para comer, desviando camiones con combustible...A las fuerzas de seguridad kurdas tenían que supervisarlas de cerca para evitar que hicieran cualquier cosa, y a veces abastecerlas. Sobrevivían a costa del país, sin capacidad táctica ni estratégica real”, afirma Arthur Quesnay, que les ha visto en acción en el noreste de Siria.
Abandonado por sus aliados rusos e iraníes, Bashar Al Assad acabó huyendo a Rusia. Al acogerle, Moscú parece haber mostrado un último gesto de apoyo a su aliado. A no ser, claro está, que se trate sobre todo de salvaguardar sus propios intereses. “No creo que los rusos hayan querido rescatarlo: quieren confinarlo. Le han acogido porque es un testigo incómodo y no quieren que caiga en otras manos”, afirma Élise Daniaud Oudeh, de la Universidad Luiss-Guido-Carli (Roma, Italia), cuya tesis doctoral se centra en la presencia rusa en Siria. “Rusia no quiere que él sea juzgado por sus crímenes. Siempre ha trabajado para minimizar u ocultar los crímenes del régimen, en particular sus ataques químicos.”
Pragmatismo
¿Qué será de los soldados rusos y sus instalaciones militares en Siria? Desde que el HTC de Ahmed al-Sharaa (antes Abu Mohamed Al-Golani) ha tomado el poder, hay cierta confusión sobre el futuro de sus bases. No se han cerrado completamente, pero se observan movimientos de tropas y equipos en torno a ellas. Moscú parece haber llegado al menos a un acuerdo con los nuevos dirigentes del país para que no sean atacadas.
¿Podría alcanzarse un acuerdo más amplio entre las nuevas autoridades de Damasco y Moscú, con el fin de preservar los intereses rusos en la región? No sería la primera vez que Rusia acaba estableciendo relaciones con grupos radicales o considerados terroristas: ya lo ha hecho con los talibanes en Afganistán y con los hutíes en Yemen.
Los HTC también tendrían motivos para no causar molestias a Moscú y sus tropas, a pesar de los combates que les han enfrentado hasta hace muy poco. “Los combatientes del HTC son muy pragmáticos. No son muchos los que realmente pueden dirigir las operaciones, así que se toman los problemas uno a uno. Sobre todo, tienen un deseo real de normalizar sus relaciones con la comunidad internacional, y saben que enemistarse con los rusos sería inútil”, analiza Arthur Quesnay.
El investigador, especializado en grupos armados sirios, recuerda un episodio que ilustra este pragmatismo: en 2020, cuando Turquía y Rusia acordaron establecer patrullas conjuntas en torno a Idlib para intentar imponer un alto el fuego, ya era HTC quien se encargaba de proteger a estas patrullas y, por tanto, a los soldados rusos, con los que se habían enfrentado duramente meses antes. En aquel momento, los combatientes islamistas “comprendieron que Rusia era un enemigo, pero también que era posible llegar a acuerdos con ella si la relación de fuerzas era favorable”.
Pero el nuevo Gobierno sirio tiene otras preocupaciones más inmediatas que buscar la manera de tomar represalias contra Moscú. “Por el momento, el problema es evitar que el país se divida permanentemente en zona kurda, zona turca y zona anexionada por Israel, una idea impulsada sobre todo por Estados Unidos. Pero los rusos no son un elemento clave en esto, como tampoco lo son los iraníes o Hezbolá: son ellos los que han salido perdiendo”, opina Gilles Dorronsoro.
En cuanto a los sirios de a pie, a muchos de ellos les aliviaría ver marchar a los soldados extranjeros que les han “martirizado junto con el ejército sirio”, como señala Élise Daniaud Oudeh. “La relación con Rusia siempre ha sido desequilibrada. Vladimir Putin siempre ha insistido en que vino a petición de Al Assad, por el que a menudo ha mostrado su desprecio. Se dio a sí mismo la imagen de un salvador, era una relación neocolonial, desde luego no de iguales.”
Esta relación desigual se refleja, a su manera, en el pacto enviado por Al Assad a Rusia para liquidar las deudas contraídas con su aliado: 250 millones de dólares en efectivo enviados en el espacio de dos años, entre 2018 y 2019, según revelaciones del Financial Times. Ahora, explica Élise Daniaud Oudeh, los sirios quieren pasar página y ser por fin “un Estado soberano, a cargo de su país, sin actores extranjeros, ni siquiera regionales, que no tienen nada que hacer allí”.
Caja negra
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Una de las citas de Élise Daniaud Oudeh ha sido ligeramente modificada a petición suya, tras la publicación del artículo, para precisar sus ideas.
Traducción de Miguel López
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