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Unas primarias demócratas muy abiertas escogen al candidato que plantará cara a un Trump cada vez más fuerte

El candidato Bernie Sanders.

Mathieu Magnaudeix (Mediapart)

Los aviones militares estaban en vuelo y los barcos de la US Navy en posición. El jueves 20 de junio, Donald Trump había dado su conformidad al ataque a Irán después del derribo de un dron americano por el régimen de Teherán. Después, detuvo todo, in extremis: “Hemos estado a diez minutos de una guerra con Irán”, resumía este viernes 21 de junio Alexandria Ocasio-Cortez, la representante demócrata por Nueva York.

En este mes de junio de 2019 nunca había sido tan amenazante la perspectiva de una guerra con Irán. Los halcones de su administración, unos incendiarios llamados John Bolton y Mike Pompeo, obsesionados con el régimen de Teherán del que desean su desaparición, empujan a Trump al conflicto desde hace meses. Lo mismo hace la jefa de la CIA, Gina Haspel, que estuvo implicada en los programas de torturas americanos en Irak.

Ahí está Trump el irascible, inmanejable e incontrolable presidente en posición de árbitro, lo que es al mismo tiempo improbable y aterrador. Una escalada más, mañana o en los próximos días, podría desencadenar una intervención que él parece no querer. En frente, la mayor parte de los demócratas conjuran al presidente para que no comprometa a Estados Unidos en una nueva guerra destructiva y, de comenzarla, al menos que consulte al Congreso.

En este contexto –ironías del calendario– el Partido Demócrata organiza esta semana, el miércoles 26 y el jueves 27, el primero de una serie de debates televisados preludio de las primarias en los 50 Estados de la unión en los que, en primavera y verano del próximo año, se designará al futuro adversario de Donald Trump para las elecciones presidenciales de 2020.

El presidente acaba de lanzar la semana pasasa su campaña de reelección con ocasión de un mitin en Orlando (Florida), dando ya el tono: será virulenta y odiosa, igual que la anterior. Para seguir el ejemplo, la agencia gubernamental anti inmigración, la ICE, ha anunciado su intención de llevar a cabo a finales de la semana en las ciudades más grandes una gran redada contra 2.000 indocumentados y sus familias.

El presidente americano asquea a una gran parte del país con sus insultos, sus ataques contra las instituciones, su negación de la catástrofe climática, su política homófoba, sus acentos antisemitas, sus nombramientos de jueces ultraconservadores, su política de reclusión masiva de migrantes en la frontera (“campos de concentración”, los llama Ocasio-Cortez), sus insultos contra los pobres y los extranjeros...

Pero también es divertido y adorado por sus bases, preparadas para todas las mentiras y todos los ultrajes retóricos que hagan faltan para poner el foco y humillar  a sus adversarios, un show permanente que de forma complaciente difunden, hasta la náusea, las cadenas por cable.

Por eso, Donald Trump, incluso incapaz y desconsiderado (siempre ha sido así, después de todo), sigue siendo un adversario temido, obsesionado con la victoria y dispuesto a todo para alcanzarla.

El miércoles 26 y el jueves 27, en dos tandas de diez, los veinte aspirantes demócratas –quince hombres y cinco mujeres– subirán al escenario del Arsht Center for the Performing Arts de Miami para celebrar el primer debate televisado de las primarias demócratas (el segundo tendrá lugar los días 30 y 31 de julio en Detroit, Michigan) y el tercero los días 12 y 13 de septiembre con criterios de selección más restrictivos.

Los aspirantes demócratas son en realidad 24 (ver aquí sus biografías, en francés). Cuatro no han sido admitidos en los debates por no llegar al 1% en los tres sondeos nacionales y no haber conseguido más de 65.000 donantes individuales. Nunca, en las últimas cuatro décadas, uno de los dos grandes partidos americanos había tenido tantos candidatos en unas primarias.

Los aspirantes secundarios esperan conseguir visibilidad, un contrato con una editorial, con una cadena o, quien sabe, un despunte inesperado (después de todo, Donald Trump tampoco era favorito en 2015, cuando se lanzó a la carrera por la Casa Blanca). Un puñado de ellos juegan a ganar: los senadores Bernie Sanders, Elizabeth Warren, Cory Booker y Kamala Harris, el exvicepresidente Joe Biden, el alcalde de South Bend (Indiana) Pete Buttigieg, etcétera. Pero todos subirán al escenario del Arsht Center for the Performing Arts pensando en las humillantes condiciones del fracaso de la favorita Hillary Clinton frente a Donald Trump, en noviembre de 2016.

Trump ganó las elecciones para sorpresa general. Por poco, ya que perdió el voto popular, pero la modalidad de escrutinio indirecto a través de un colegio electoral designado por los Estados lo hizo posible. Trump había multiplicado los ataques racistas y las provocaciones y se había erigido en el heraldo improbable de los sin voz, de los obreros y de la clase media, la voz inesperada de una América que se sentía amenazada, humillada por la modernidad, la igualdad de sexos y de razas, los modelos culturales de las grandes ciudades liberales, de una América ignorada también por los demócratas desde hacía décadas.

“Asteriscos”

Estos primeros debates demócratas de la cosecha 2020 se verán perseguidos por ese fracaso que habría que olvidar. Recordarán al partido de Clinton y de Barack Obama su gran responsabilidad en la llegada de Trump a la Casa Blanca. Va a ser difícil evitar ese recordatorio porque el miércoles aparecerá en escena un espécimen perfecto de demócrata de la vieja escuela, Joe Biden, de 76 años, exvicepresidente de Barack Obama, con un currículum que él se encarga de recordar en cualquier ocasión para aprovecharse de la popularidad del expresidente. En esta fase, precoz, Biden es considerado por muchos como favorito.

En estos últimos treinta años, Joe Biden, elegido senador en 1972, se ha equivocado en casi todo. En los años 1970 apoyaba la lucha de los segregacionistas cuando América trataba de dar marcha atrás a la máquina infernal de la discriminación y votó a favor de disposiciones que limitaban el acceso al aborto, dos posicionamientos que hoy le vuelven como un bumerang.

Desde los años 1980, y luego bajo la Presidencia de Clinton, Biden fue un ardiente defensor de la guerra contra el crimen y la droga que consistió sobre todo en criminalizar y encerrar a diestro y siniestro a los afroamericanos en medio de un inmenso sistema penitenciario privatizado del que ahora depende EEUU.

Defendió el lobby de las tarjetas y los bancos contra la regulación financiera, hasta el punto de admitir sus errores tras la crisis de 2008. Y si ahora critica el desastre de la estrategia de la Administración Trump en Irán ante la amenaza de una nueva guerra, Biden defendió ardientemente la desastrosa intervención americana en Irak en 2003.

En las próximas semanas y meses veremos si la candidatura de Biden llega a buen término, lo que no es seguro pues al exvicepresidente se le recuerda su historial, sigue mostrándose arrogante y continua con sus meteduras de pata. Pero el hecho de que Joe Biden siga en posición de supuesto favorito frente a Donald Trump dice mucho del Partido Demócrata de 2019, cuya dirección y una parte de sus electores no parecen haber aprendido la lección con la elección de Trump.

En esta fase de la campaña, su posición favorable en el campo demócrata (la prensa americana y los encuestadores lo llaman “electabilidad”) se debería, de creer a muchos encuestadores, a su fama pero también a su posicionamiento ideológico centrista. Biden, que no tiene problemas para financiar su campaña, es el candidato del aparato demócrata, de los republicanos moderados asqueados por Trump y de todos los que piensan, por adhesión o por estrategia, que frente a Trump hace falta primero unir al país, no dividirlo más, y mostrar una línea política que en Francia se calificaría de centro derecha.

Frente a él, dos candidatos defienden una posición totalmente diferente. Uno de ellos, Bernie Sanders, que se define como un “socialista demócrata” y cuya propuesta estrella es una seguridad social universal pública (una revolución en Estados Unidos), fue el malogrado adversario de Hillary Clinton en 2016. La otra candidata, Elizabeth Warren, execonomista en Harvard, tiene en mente regular el capitalismo más que cuestionarlo.

Aunque mantengan diferencias significativas, ambos proponen romper con la preferencia americana por las desigualdades, el horror económico de la primera potencia mundial, la vida a base de créditos, las deudas y la precariedad. Sanders, y Warren en menor medida, proponen también un planteamiento del militarismo americano (leer aquí, en francés, nuestras biografías y descripciones de Sanders y Warren).

Dos outsiders, el alcalde de South Bend (Indiana) Pete Buttigieg y el tejano Beto O’Rourke (leer aquí nuestro perfil) se disputan la posibilidad de ser el “Obama blanco” de la campaña (la definición, acertada, es del periodista Mehdi Hasan). En un paisaje político que ofrece aperturas, ellos apuestan por la novedad y por un empuje personal, del estilo Obama o Macron, ligado a su personalidad y su imagen.

Otros senadores, hombres de mediana edad centristas del Partido Demócrata, han adaptado sus propuestas a las más radicales de esa parte de la galaxia demócrata que no se reconoce ya desde hace tiempo en un partido osificado y neoliberal dependiente de los grandes donantes. Esta base virada hacia la izquierda por la campaña de Bernie Sanders en 2016, se ha activado políticamente tras la victoria de Donald Trump por medio del compromiso local, el contacto puerta a puerta o la adhesión a organizaciones como el Partido Socialista Americano (DSA).

Igual que muchos candidatos comprometidos en estas primarias, Kamala Harris (California), Cory Booker (New Jersey) o Kirsten Gillibrand (New York) defienden una seguridad social universal (Medicare for all), un New Deal verde y rechazan el dinero de las empresas. Pero, detrás de estos eslóganes ambiciosos, sus propuestas reales son muy modestas y la promesa general de liberar a la política del dinero privado se acompaña a menudo de “numerosos asteriscos”, subraya la agencia Associated Press, ya que múltiples mecanismos permiten financiar a los candidatos.

En noviembre de 2020, el próximo presidente, si es uno de estos, podrá hacer historia. Bernie Sanders sería el primer presidente judío de Estados Unidos (y el más viejo), Elizabeth Warren (o Kristen Gillibrand), la primera presidenta, Kamala Harris, hija de un jamaicano y de una india, la primera presidenta racializada y Pete Buttigieg sería el primer presidente abiertamente homosexual.

No hemos llegado aún ahí. Habrá que escoger entre ellos y luego hacer frente al huracán Trump. Todos están prevenidos: sean quien sea el ganador, el agente naranja hará todo lo posible por destruirlos.

  Traducción de Miguel López.

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Aquí puedes leer el texto original en francés:  

 

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