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'Proceso Campo de Mayo': la complicidad de las empresas con la dictadura argentina se sienta en el banquillo
Cuando entran los acusados en la sala del tribunal, decenas de manos se levantan simultáneamente sujetando fotos en blanco y negro de jóvenes sonrientes, pelo largo y look de los años 70. Como en tantos otros procesos abiertos a lo largo de la última década en Argentina, los familiares de los desaparecidos durante la dictadura militar (1976-1983) han venido a enfrentarse, en silencio, a los antiguos altos cargos del régimen. Desde finales de abril, el tribunal federal de San Martín, a las afueras de Buenos Aires, juzga a los responsables del centro de detención clandestino Campo de Mayo.
Más de 5.000 personas fueron ilegalmente detenidas y torturadas en esa inmensa guarnición militar y cientos de ellas posteriormente desaparecidas. Según las asociaciones de defensa de los Derechos Humanos, la dictadura argentina causó un total de 30.000 muertos y desaparecidos.
Ahora viejecitos encorvados, los veintidós acusados son exmilitares y expolicías de los que cerca de la mitad están actualmente en detención domiciliaria tras haber sido condenados por otras causas. El megaproceso Campo de Mayo, denominado así porque está juzgando los casos de 323 personas secuestradas en el centro de detención clandestino, durará más de un año.
Entre las víctimas están numerosos sindicalistas de fábricas de la región, catorce de ellos trabajadores de la fábrica de Mercedes Benz de González Catán (suroeste de Buenos Aires) desaparecidos entre 1976 y 1978.
Es por este asunto en particular por el que Campo de Mayo llama la atención: el juicio plantea de nuevo la cuestión de la responsabilidad de los civiles, sobre todo los directivos de empresas, en la represión de los opositores políticos. “Este asunto está en primer plano después de la sentencia histórica dictada en el asunto Ford”, dice Victoria Basualdo, historiadora especialista en el papel de las empresas en la dictadura militar, investigadora del Consejo Nacional de Investigaciones Científicas y Técnicas (Conicet) y de la Facultad Latinoamericana de Ciencias Sociales (Flacso).
En el pasado mes de diciembre, dos antiguos directivos de la fábrica Ford de General Pacheco, a unos veinte kilómetros de Buenos Aires, fueron condenados a diez y doce años de cárcel por crímenes contra la humanidad. Reconocidos como responsables —no solamente cómplices— de la tortura y secuestro de veinticuatro trabajadores. Pedro Müller y Héctor Sibila son los primeros directivos de empresas en ser condenados en el marco del juicio contra los delitos cometidos durante la dictadura militar.
Consultada como testigo experta en el marco de este asunto, Victoria Basualdo explica que “este veredicto ha establecido no sólo una corresponsabilidad entre la empresa y los militares, sino que ha probado que tenían un objetivo común: reprimir la acción sindical en la fábrica. Este juicio representa un paso adelante para la justicia”.
Para Elizabeth Jelin, socióloga especialista en la memoria de la represión política, esta sentencia demuestra el hecho de que “en Argentina se considera cada vez más que la dictadura militar no pudo establecerse sin la implicación de ciertos sectores de la sociedad. Se ve también por la evolución del lenguaje de las asociaciones de defensa de Derechos Humanos. Hace algunos años que no hablan de dictadura militar, sino de dictadura cívico-militar”.
Sin embargo, el enorme proceso Campo de Mayo, que incluirá a las víctimas de la Mercedes Benz, parece marcar cierto retroceso en comparación con el proceso de la Ford. “Hay en ese caso una ocasión perdida porque, a pesar de las pruebas que hemos aportado durante la instrucción, no ha sido imputado ningún exresponsable de la fábrica”, afirma Federico Efron, del Centro de Estudios Legales y Sociales (CELS), una ONG de defensa de Derechos Humanos constituida en parte civil en el proceso.
Apostado delante del tribunal de San Martín, Julio D’Alessandro expresa la misma sensación: “Los responsables de la fábrica estaban conchabados con la policía, sin ninguna duda”. Con su camisa de cuadros bien planchada, este extrabajador de la fábrica de Mercedes Benz ha venido para asistir a la apertura del proceso Campo de Mayo. “Todo empezó muy pronto, incluso antes del golpe de Estado (24 de marzo de 1976). La empresa pagaba a la policía para que investigara a los sindicalistas. Los policías entraban a la fábrica y presionaban constantemente a los trabajadores”.
Después de haber visto a sus compañeros “caer como moscas”, Julio tomó la decisión de exiliarse en Italia hasta el final de la dictadura. “Durante ese tiempo, los responsables de Mercedes Benz consiguieron lo que buscaban. Al desembarazarse de nosotros redujeron los costes y ya no había denuncias o reclamaciones sindicales. Ganaron mucho dinero”, nos cuenta amargamente.
La complicidad de los responsables de la fábrica Mercedes Benz no es nada nuevo: la cuestión fue ya suscitada poco después del regreso de la democracia, durante el primer proceso a la Junta en 1985, y más tarde demostrada minuciosamente en 2003 a través del documental de la periodista alemana Gaby Weber Los milagros no existen: los desaparecidos de la Mercedes Benz, un título que hace referencia a las palabras del exgerente de producción de la fábrica, Juan Tasselkraut. En la audiencia de los juicios por la verdad (audiencias simbólicas, sin condenas, iniciadas en 1998 para conseguir información sobre el período de la dictadura), Tasselkraut fue preguntado sobre una posible relación entre la desaparición de trabajadores y el aumento de la productividad en la fábrica, y respondió: “Los milagros no existen”. “Esperemos que este juicio permita aclarar la responsabilidad de Juan Tasselkraut y de Rubén Cueva (otro exdirectivo de la fábrica), aunque para juzgarlos hará falta otro proceso”, se lamenta Federico Efron, del CELS.
El asunto de la implicación de empresas en la dictadura, cada vez más discutido, está lejos de conseguir la unanimidad en la Justicia argentina, como prueba la ausencia de responsables de Mercedes Benz en el banquillo de los acusados en el juicio de Campo de Mayo o la polémica decisión del Tribunal Supremo del 9 de mayo pasado. La más alta instancia del país ha anulado un juicio contra el grupo industrial Techint, que había sido condenado a indemnizar a la familia de un extrabajador desaparecido, Enrique Ingenieros, detenido por los militares en 1977 en los locales de la empresa.
Una decisión “gravísima”, según Victoria Basualdo, que explica que “el Tribunal Supremo, al considerar que las acciones por daños y perjuicios pueden estar prescritas, aunque estén vinculadas a crímenes contra la humanidad, marca un retroceso muy importante en la lucha contra la impunidad”. La historiadora estima que este juicio se inscribe en “un contexto preocupante. El juicio sobre los crímenes de la dictadura necesita recursos importantes y, desde hace años, hay una falta insultante de presupuestos para los organismos a cargo de investigar y conducir este juicio”.
Violaciones y delitos sexuales
“El tema de la memoria de la dictadura no es prioritario para el Gobierno de Mauricio Macri (elegido a finales de 2015) ni en términos de retórica ni en términos de decisiones políticas propiamente dichas”, insiste la socióloga Elizabeth Jelin. Una situación que causa, según el CELS y otras asociaciones, un “retraso casi sistemático” en la apertura de juicios sobre los crímenes cometidos durante la dictadura. El de la represión en el centro de detención de Campo de Mayo se tenía que haber abierto a primeros de marzo y la primera audiencia no se hizo hasta el 29 de abril.
Según un informe de la Fiscalía especializada en crímenes contra la humanidad publicado en marzo, de los más de 600 expedientes abiertos por la justicia actualmente, el 40% está todavía en proceso de instrucción. La duración media entre la primera fase y la apertura de juicio es de unos cinco años y el proceso judicial podría extenderse aún hasta 2025. Plazos inadmisibles a los ojos de los familiares de los desaparecidos.
María Ester y Roberto Landaburu perdieron a su hermana Leonor en 1977, embarazada de siete meses y medio, que fue secuestrada junto a su compañero en Campo de Mayo. Su hijo, nacido en cautividad, no fue jamás encontrado y sin duda ha formado parte de los alrededor de 500 bebés robados de la dictadura argentina, adoptados ilegalmente por militares o civiles adeptos al régimen. “Nosotros estamos buscando a nuestro sobrino o sobrina desde hace cuarenta y dos años. Es una espera muy dolorosa. Esperamos obtener respuestas en este juicio”, explica Roberto con una foto de Leonor en la mano.
La asociación de Abuelas de la Plaza de Mayo, que intenta incansablemente encontrar los bebés robados de la dictadura —argentinos que hoy tendrán unos cuarenta años— es también parte acusadora en el proceso Campo de Mayo durante el que serán examinados los casos de veintitrés secuestros de niños.
Conforme van envejeciendo los acusados, la cuestión del retraso de la justicia es especialmente problemático. “Al comienzo de la instrucción en el asunto de la Mercedes Benz teníamos nueve acusados. Hoy sólo quedan seis”, explica Federico Efron, del CELS. “Es una carrera contrarreloj”, añade Victoria Basualdo. “No sólo porque hay que hacer justicia, sino también porque este proceso nos da más información sobre esa época”.
A pesar del mutismo general en el que están encerrados los antiguos extorsionadores, estas audiencias permiten a menudo conocer más sobre las condiciones de detención y la desaparición de las víctimas. María Ester Landaburu espera lo mismo del juicio de Campo de Mayo: “Sabemos que estos señores tienen un código, un voto de silencio, pero si les queda un gramo de humanidad, que hablen”.
El eslogan Memoria, Verdad y Justicia, adoptado por las asociaciones de defensa de los Derechos Humanos, ilustra bien esta búsqueda de respuestas tan compleja y tan dolorosa para los familiares de los desaparecidos frente a un régimen que se esforzó en suprimir todo rastro de los opositores, especialmente lanzándolos al océano Atlántico en los tristemente célebres “vuelos de la muerte”.
Para Elizabeth Jelin “la Justicia argentina es lenta en general. Los juicios continúan celebrándose y se están abriendo nuevos, eso es lo más importante”. La investigadora recuerda también que “durante mucho tiempo fue interrumpido este proceso judicial”.
Si con el regreso de la democracia, en 1983, la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep) y el primer juicio hecho a la Junta en 1985 marcan el rumbo en la Justicia de la Transición, el expresidente Raúl Alfonsín adopta a enseguida las leyes de Punto Final y de Obediencia Debida, gracias a las cuales los crímenes cometidos durante la dictadura son rápidamente prescritos, evitando así a los militares y policías subordinados tener que responder de sus actos. Su sucesor, Carlos Menem (1989-1999) va aún más lejos y decreta en 1989 y 1990 la inmunidad para los militares condenados. Sólo con el Gobierno de Néstor Kirschner (2003-2007) se retoma el juicio.
Los juicios más emblemáticos son sin duda los que condenaron a los ex altos responsables de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA). La ESMA funcionó durante la dictadura, lo mismo que el Campo de Mayo, como un centro clandestino de tortura y detención. El número de crímenes que se cometieron allí es tan importante que el juicio ha sido dividido en varias etapas: ESMA I, ESMA II, ESMA III (terminado en 2017). ESMA IV, que examina más de 800 casos de violaciones de Derechos Humanos, comenzó en agosto de 2018 y los jueces deberán dictar sentencia en los próximos meses.
Estos juicios, fundamentales para las asociaciones, no tienen sin embargo en cuenta, en sus veredictos, un aspecto grave de la dictadura: los delitos sexuales cometidos por el régimen.
Graciela García Romero tenía 27 años y militaba en los Montoneros, un grupo armado de extrema izquierda, cuando fue detenida por los militares en 1976. Pasó dos años detenida en la ESMA. “Después de los primeros meses en los que la estrategia principal parecía ser la exterminación de todos los opositores, se puso en marcha una verdadera estrategia de dominación”. Agarrada a su taza de café en un pequeño bar de Buenos Aires, describe cómo sus compañeros y ella fueron sistemáticamente humillados y agredidos por sus guardias, “los verdes” (por el color del uniforme), antes de que les llevaran ante los responsables de la ESMA, que se repartían los detenidos. Gabriela explica que fue violada por Jorge Acosta, excapitán de la Marina argentina, condenado a cadena perpetua en el juicio ESMA III, pero sin ser todavía reconocido culpable de violación.
“Este tema comienza a agrandarse especialmente después de 2010. Creo que el contexto de la pujanza del feminismo que conoce Argentina desde hace algunos años ha permitido que la Justicia sea más receptiva a la idea de tratar los delitos sexuales de manera autónoma”, estima Carolina Varsky, coordinadora de la Fiscalía.
“Aunque hay muchas víctimas que han testificado durante el juicio, hasta ahora no ha habido más que 26 sentencias que incluyan una condena por delito sexual, reconocido independientemente de la tortura. Estamos aún lejos de la verdad”. En el caso de Graciela García Romero, examinado en el juicio ESMA III, la violación no ha sido considerada por la justicia. El fiscal, que ha recurrido la sentencia, espera una revisión por parte del Tribunal de Casación.
Para la socióloga Elizabeth Jelin, “es importante que se juzguen estos delitos sexuales de manera independiente y que se reconozca la violación como un delito político. Pero también justamente porque se trata de hechos relativos a la intimidad, hay que respetar el silencio de las que no quieran hablar de ello”. ________________
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Traducción de Miguel López
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