Los diablos azules
El libro de la calma
Con cien años cumplidos, Juan Eduardo Zúñiga publica Recuerdos de vida (Galaxia Gutenberg), un nuevo libro que ha venido gestando a lo largo de estos últimos tiempos, de cuyo contenido —a los que hemos tenido la fortuna de tratarlo— nos ha ido ofreciendo discretas noticias. El volumen se compone de cinco partes, encabezadas por un breve pero enjundioso preámbulo y concluidas con un mínimo epílogo, en el que fecha la escritura entre el 2011 y el 2018, preguntándose dónde irá “este patrimonio de fantasía e ilusiones construido a lo largo de tantos años”. La página inicial, también sin titular, puede leerse en cambio como un microensayo sobre la memoria y el sentido de la existencia, e incluso podría decirse que tiene las hechuras de un poema en prosa, en el que Zúñiga lleva a cabo una reflexión sobre la dimensión de la vida, felizmente duradera y “secreta” en su caso, de una existencia que para él ha sido como una calle ya casi recorrida, como un paisaje en torno al que solo es posible reflexionar al final. Allí, entre sombras, encontramos “fragmentos borrosos” del pasado, “detalles efímeros” y —concepto fetiche para el autor— algunos secretos. A esta palabra clave podrían añadírsele también revelación y sensibilidad, formando un breve corpus de ideas imprescindibles para profundizar en su obra. Y, sin embargo, lo que pudieran parecer escenas sueltas, nos advierte Zúñiga, “tienen un hilo invisible que las cose” (p. 9), como así es, en efecto.
Los temas de los que se ocupa podría decirse que se anticipan ya en los títulos que llevan las distintas partes: la calma, los recuerdos de juventud y de una infancia solitaria, la fascinación por la cultura y las gentes de los países del Este (“yo no era el único [...] que buscaba refugio en libros de un país lejano”, p. 36), los amigos del pasado y cómo —finalmente— los recuerdos perviven en la memoria. Pero, además, en estas páginas se nos proporciona noticia de su familia, sus vivencias en tiempos de guerra, su acceso a los primeros libros (las obras de Salgari, Julio Verne y Corazón, de De Amicis), el surgimiento de una vocación y su sensibilidad ante lo lejano... Sin que, por ello, prime lo documental, aunque tampoco se desdeñe, sino más bien prevalezca un tono y unas sensaciones, la atmósfera en que nos envuelve la prosa de Zúñiga; en suma, la literatura de calado y alto voltaje que cultiva. A este propósito, las frases finales del tercer capítulo —sobre el Madrid de la primera postguerra, así como su propio autorretrato (“En ese panorama veo mi figura, la de un pobre muchacho obligado a vivir entre decoraciones de purpurina en un escenario de hierro”)— pueden valer como ejemplo de lo que venimos señalando. De igual forma, diversas imágenes que nos muestra valen como metáforas para representar algunos momentos culminantes de su existencia. Así, por ejemplo: el niño que juega solo en la casa familiar de la Prosperidad; el joven que camina sin rumbo cierto por las calles de un Madrid en guerra; el tertuliano admirado ante un grupo de teósofos, o bien cómplice de los antifranquistas que se reúnen en el café Lisboa; el adulto que —como si de un escritor bohemio norteamericano se tratara— trabaja en una fábrica de discos, como repartidor de un laboratorio, fotógrafo industrial, haciendo conexiones de cableado de radios en un taller de reparaciones o microfilmando documentos. Y, sobre todo, la imagen del amor compartido con Felicidad, su mujer, de familia de anarquistas, que él recuerda como si lo hubiera vivido en aquellos cuadros que Chagall le dedicó al amor (“La desposada”, “Paseo”, “Enamorados sobre el cielo” o “Los enamorados de Venecia”).
El relato empieza con la rememoración de una gran nevada durante el invierno madrileño de 1930 o 1931, cuando el autor vivía con sus padres y su hermana, y con una curiosa “visión”. Desde muy temprano, Zúñiga se ampara en la cultura, en la necesidad de saber. Así, a los 15 años acude por primera vez a la Biblioteca Nacional; se hace socio del Ateneo y se matricula en el Instituto Británico; fascinándose, además, por la escritura de los egipcios y por el alfabeto cirílico. De todas aquellas primeras lecturas, confiesa que quizá la que más le influyó debió ser la de Nido de nobles (1859), de Turguéniev, cuya vida conoció en una biografía de André Maurois que publicó entonces Aguilar. De ahí siguió una gran fascinación por la gran literatura rusa: Dostoyevski, Puskin, Goncharov, Chéjov..., que ya no lo abandonaría. A pesar de ello, Zúñiga, deshaciendo un equívoco, reconoce con humildad: “No soy un eslavista, sino un lector de escrituras eslavas” (p. 33), de lo que resulta un adecuado testimonio su libro Desde los bosques nevados. Memoria de escritores rusos (2010).
La guerra fue uno de los acontecimientos principales de su existencia, pues tuvo, además, una presencia importante en el conjunto de su narrativa, en La trilogía de la guerra civil, que recoge sus libros de cuentos de 1980, 2003 y 2007, en los que ficcionalizó experiencias que había vivido o simplemente conocido. A ello habría que sumarle amistades que fueron determinantes en su formación, como la del joven Ezequiel, o las que encontró en diversas tertulias, sobre todo la del café de Lisboa, que le gustaba rememorar. En ese local, junto a la Puerta del Sol, entre 1946 y 1953, acudían el editor y escritor Arturo del Hoyo, el crítico y narrador José Corrales Egea, Antonio Buero Vallejo, Vicente Soto, Francisco García Pavón, el crítico de arte y narrador José María Jove, Agustín del Campo y Ezequiel González Mas. Este último, a quien Zúñiga le perdió la pista cuando se fue a Guayaquil, sería años después, uno de los grandes amigos de Pilar Gómez Bedate y Ángel Crespo en la Universidad de Puerto Rico, en su claustro de Mayagüez.
En el capítulo tercero, significativamente titulado “La visión del Este como un sueño, una irrealidad”, recuerda sus primeros viajes al extranjero a mediados de los cuarenta, a Lisboa y París, donde lo esperaba Carlos Edmundo de Ory, y rememora su relación con las culturas eslavas y románicas: el estudio como autodidacta del húngaro, el rumano y el búlgaro, las clases en el Instituto Italiano, y los dos libros de divulgación que escribe, para la editorial Pace, sobre la historia de Bulgaria, Hungría y Rusia en el Danubio, una idea que desarrollará en profundidad muchos años después Claudio Magris.
Zúñiga rememora cómo va surgiendo su auténtica vocación, el deseo de escribir, y recuerda los que fueron sus dos primeros libros de ficción: la novela corta Inútiles totales (1951) y la novela El coral y las aguas (1962). El fracaso en la recepción de esta última, mal entendida en su momento, pues iba a contracorriente de lo establecido, influyó en que acabara decantándose por el cuento, que junto a la fábula y al ensayo literario serían los géneros que más cultivaría a lo largo de su vida. En esos años de formación, reconoce la importancia que para él tuvo la lectura de autores como Stefan Zweig, Somerset Maugham y Sherwood Anderson, en especial el ciclo de cuentos que compone Winesburg, Ohio, quizá leído en la colección Crisol, de la editorial Aguilar, en su edición de 1949. Y a pesar de que su escritura estaba en las antípodas, se relacionó con los cultivadores de la narrativa del realismo social, compartiendo con ellos su antifranquismo. Así, se refiere a Antonio Ferres (La piqueta, 1959), Armando López Salinas (La mina, 1959) y Jesús Lopez Pacheco (Central eléctrica, 1958), quienes tuvieron como principal valedor al traductor y entonces influyente crítico literario Rafael Vázquez Zamora, miembro del jurado del Premio Nadal y hombre de la editorial Destino en Madrid.
Y tras una sugestiva reflexión sobre la importancia y el sentido de los títulos de los libros, concluyen estos recuerdos de vida. Quedan, por tanto, quince años, aproximadamente entre 1965 y 1980, en los que apenas sabemos nada de su vida, ni personal, ni intelectual.
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Cuando la existencia de los escritores españoles resulta cada vez más agitada, con viajes frecuentes y presencias constantes en forma de conferencias, entrevistas y reportajes, que apenas nada sustancial añaden a la propia trayectoria del autor, Zúñiga, por carácter, temperamento y convicciones, se ha mantenido siempre en un discreto segundo término, en eso que Herralde llama —refiriéndose a Carlos Pujol— un perfil bajo, y que tanto echamos de menos hoy en autores que nos abruman con artículos que ya les hemos leído y libros que nada nuevo aportan a su trayectoria. También en esto, Zúñiga y Carlos Pujol han sido siempre un modelo a seguir. La última parte de estos recuerdos de vida se cierran con una frase que, como si de una poética se tratara, me parece que define con acierto la escritura de Zúñiga: “La literatura debe perseguir el espíritu de la época y describir la frondosidad del alma de todos nosotros”. _____
Fernando Valls es profesor de Literatura Española Contemporánea en la Universidad Autónoma de Barcelona y crítico literario aficionado.