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¿Constitucionalizar la política? Otra vez el 135

El secretario general del PSOE, Pedro Sánchez, ha anunciado su intención de revisar la reforma constitucional del artículo 135 que se llevó a cabo en septiembre de 2011. Como se recordará, dicha reforma consistió en introducir la llamada “regla de oro” sobre el déficit público, así como “la prioridad absoluta” del pago de la deuda.

La reforma se produjo en uno de los peores momentos de la crisis del euro, cuando la prima de riesgo subía sin pausa como consecuencia de la pasividad irresponsable del Banco Central Europeo (BCE). El BCE consideró que la presión de los inversores sobre la prima de riesgo de los países más endeudados con el exterior resultaba funcional para que estos países hicieran las reformas que, según el consenso de la tecnocracia europea, eran necesarias.

Desde entonces, las cosas han cambiado mucho. Se ha relajado la presión sobre la prima de riesgo y los países han firmado el Pacto Fiscal (Tratado de Estabilidad, Coordinación y Gobernanza en la Unión Económica y Monetaria), que impone condiciones fiscales considerablemente más duras que las del Tratado de Maastricht (recuérdese, un tope de 60% del PIB para la deuda pública y un tope del 3% para el déficit público). El Pacto Fiscal no es sino una nueva vuelta de tuerca a la pérdida de soberanía política de los gobiernos nacionales de la zona euro.

A mi juicio, el Pacto Fiscal es una aberración económica y política. Reduce enormemente el margen de discrecionalidad en la política económica a nivel nacional sin poner remedio a los graves defectos de diseño del euro. Las reglas del Pacto Fiscal, así como el poder extraordinario del que disfruta el BCE, generan un serio problema de déficit democrático (lo que he llamado “impotencia democrática”). Además de los problemas democráticos del Pacto, debe subrayarse que este no ha hecho contribuido precisamente a que la EU salga de su crisis de crecimiento.

Los argumentos que a continuación presento en contra del nuevo artículo 135 se aplican igualmente al Pacto Fiscal, uno de los pasos más desgraciados en el proceso de integración europea. He ordenado los argumentos comenzando por los más detallados y acabando por los más generales.

1. La reforma constitucional del artículo 135 se llevó a cabo para calmar las tensiones en los mercados secundarios de deuda. En este sentido, no sirvió para su propósito, pues la prima de riesgo continuó subiendo después de septiembre de 2011. Tanto la UE, como los gobiernos nacionales y la tecnocracia europea, pensaron que se podía frenar la tormenta monetaria con reformas internas, sin hacer caso a las voces más lúcidas, como la de Paul De Grauwe, que desde el comienzo insistieron en que las reformas nacionales eran un sacrificio inútil y que sólo se podría atajar el problema si el BCE comenzaba a actuar como prestamista de última instancia (extremo que quedó confirmado en el verano de 2012, cuando, al alcanzar las primas de riesgo de España e Italia los 600 puntos, el BCE actuó en el límite para evitar la quiebra de la unión monetaria). 

2. La reforma del artículo 135 introduce la “regla de oro” fiscal: los gobiernos deben garantizar el equilibrio entre ingresos y gastos a lo largo del ciclo económico, es decir, el déficit estructural debe aproximarse a cero. En concreto, el Pacto Fiscal impone un tope de 0,5% en el déficit estructural (cuando la deuda esté por encima del 60%, siendo el tope el 1% cuando la deuda esté por debajo del umbral anterior). Además, sea cual sea el déficit estructural, el déficit público no podrá sobrepasar el tope del 3% fijado en el Tratado de Maastricht. La Ley orgánica de estabilidad presupuestaria 2/2012, que desarrolla el nuevo art. 135 de la Constitución, es aún más estricta, limitando el déficit estructural al 0,4%.

Un problema serio de esta forma de hacer las cosas es que el concepto de “déficit estructural” no tiene una definición universalmente aceptada. Los principales problemas son sobre todo empíricos: no hay una manera única y clara de medirlo, depende de supuestos inverificables (contrafácticos) sobre cuánto se desvía la economía de su producción potencial (output gap), por lo que se pueden hacer estimaciones bastante diferentes según sean los supuestos de partida. Por ejemplo, la metodología utilizada por la Comisión no coincide con la que emplea el FMI y en ocasiones se producen desviaciones entre las mismas de hasta 0,5 puntos (un margen tan grande como el propio límite que especifica el Pacto Fiscal) (véase aquí).

Resulta cuestionable, desde mi punto de vista, que un concepto tan difícil de medir como el déficit estructural tenga una regulación legal tan precisa.

3. Peor todavía que lo anterior, la ley, tenga rango o constitucional o no, no puede fijar una variable como el déficit estructural, cuyo control completo no está en manos de los gobiernos. En España, los ingresos públicos cayeron en los primeros años de la crisis más de siete puntos del PIB, sobre todo como resultado de una reducción de dos tercios en la recaudación del impuesto de sociedades. Ante un cataclismo como este, el déficit no puede sino dispararse: en nuestro país ha llegado a superar el 11% del PIB. ¿Qué más da lo que diga la constitución al respecto? En el corto plazo, el gobierno poco puede hacer para evitarlo. Si, a partir de 2020, cuando entre en funcionamiento la “regla de oro”, la coyuntura es tan mala que se supera el 0,4% de déficit estructural, ¿qué pasará a continuación? ¿Se disolverá el gobierno? ¿Se convocarán elecciones? ¿Se cancelará el pago de las nóminas a los funcionarios?

4. La estabilidad presupuestaria es un objetivo político, no un principio constitucional. En general, las constituciones establecen los derechos fundamentales de los ciudadanos y el diseño institucional de la democracia (las reglas de juego del sistema político). Con el fin de proteger dichos derechos y de dotar de estabilidad al orden institucional, las constituciones suelen estar protegidas frente al cambio, requiriéndose mayorías cualificadas y procedimientos complejos para aprobar enmiendas.

La estabilidad presupuestaria no es una regla de juego, no es una regla institucional y, por eso mismo, si queremos evitar una colisión entre el principio constitucional y el principio democrático, no debería figurar en la constitución, de la misma manera que tampoco lo está la negociación colectiva, las pensiones o la orientación de la política exterior. Todos estos asuntos, incluyendo la política económica, deben, en mi opinión, formar parte del juego político y estar sometidos a la alternancia partidista en el gobierno según las preferencias mayoritarias de la ciudadanía. La tecnocracia trata de invadir el autogobierno democrático incluyendo asuntos de política ordinaria en la constitución, pero quienes tienen mayor apego por la democracia deberían intentar evitar este abuso del constitucionalismo.

El neoliberalismo lleva décadas insistiendo en que hay que reducir el ámbito de la democracia, sustrayendo la política económica de la esfera política (ya sea mediante la constitucionalización de la política económica, ya sea mediante su delegación a instancias no representativas como el BCE). Curiosamente, el neoliberalismo ha conseguido su objetivo en Europa, no así en Estados Unidos, donde los republicanos no han contado nunca con el apoyo de los demócratas para aprobar una enmienda de déficit de cero en la constitución de aquel país.

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Una de las causas del descrédito de la socialdemocracia europea ha sido su aceptación acrítica de las tesis neoliberales sobre la necesidad de blindar la política económica. Cuando los partidos socialdemócratas llegan al poder en sus respectivos países, se encuentran con que no tienen margen para hacer política económica. La reforma del artículo 135 no es más que un caso particular de una tendencia mucho más general, como queda de manifiesto en la firma por parte de todos los gobiernos de la eurozona del Pacto Fiscal.

El planteamiento de Pedro Sánchez parece haber sido el siguiente: la presencia de la regla de oro fiscal desequilibra el texto constitucional, introduciendo un sesgo en contra de políticas de gasto en tiempos extraordinarios (un déficit estructural del 0,4% puede ser demasiado bajo para hacer frente a ciertas coyunturas, lo que obligará a introducir recortes en servicios sociales). Por eso, propone compensar este sesgo con la “constitucionalización” de las políticas de bienestar, colocando a estas en pie de igualdad con la regla de oro fiscal.

Es una opción razonable, pero tiene el peligro de reproducir en el ámbito constitucional un conflicto entre ortodoxia fiscal y políticas sociales. ¿Quién va a resolver entonces el conflicto, el Tribunal Constitucional? Quizá hubiera sido más lógico apostar por limpiar la constitución de opciones de política económica y social. Dichas opciones deberían determinarse en función de las preferencias mayoritarias en el seno de la sociedad, no de lo que la constitución establezca. Si, por motivos democráticos, resulta objetable blindar constitucionalmente la política fiscal, lo mismo debería valer para las políticas de bienestar.

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