La historia rima

La abuela de Europa

Julián Casanova

Cuando Victoria nació, el 24 de mayo de 1819, hace hoy dos siglos, una pequeña élite dominaba Gran Bretaña. Ese mismo año una ley había prohibido el trabajo de niños menores de nueve años, pero la mayoría de los propietarios la ignoraron. La poderosa industria textil dependía de las materias primas que procedían de las colonias, donde la esclavitud y el comercio de esclavos eran todavía comunes. Gran Bretaña era el poder más importante del universo y al frente de él se puso Victoria como reina el 20 de junio de 1837. Al final de su reinado, su imperio abarcaba una cuarta parte de la superficie terrestre y tenía 450 millones de súbditos, una cuarta parte de la población mundial.

La reina Victoria ocupó el trono durante 63 años y 7 meses. En el momento de su muerte, el 22 de enero de 1901, Europa estaba dominada por monarquías, apoyadas por aristocracias poderosas. A su funeral, junto al nuevo rey, Eduardo VIII, y el emperador alemán Guillermo II, nieto de la reina, asistieron un gran número de nobles extranjeros, casi todos unidos por lazos de sangre con Victoria.

Entre la gente de la realeza y la aristocracia la llamaban la abuela de Europa. Su amplia familia, de nueve hijos, 36 nietos y 37 bisnietos, estaba representada en casi todas las cortes europeas. Además del emperador alemán, cinco de sus nietas eran reinas consortes a comienzos del siglo XX: la zarina Alejandra de Rusia; la reina Victoria Eugenia de España; Maud de Noruega; Sofía de Grecia; y María de Rumanía. Todas nacieron en ese mundo de privilegios, lujo y poder que persistía en Europa, pese a la modernización y los avances industriales.

A diferencia del reinado de su abuela, de continuidad y estabilidad, todas ellas vivieron épocas de disturbios y tragedias a partir de 1914. Victoria Eugenia y Sofía murieron en el exilio. Alejandra fue brutalmente asesinada junto con su familia.

Con la excepción de Francia, donde había surgido una República de la derrota de la guerra con Prusia en 1870, todos los grandes poderes europeos eran monarquías a comienzos del siglo XX. El republicanismo era, en casi todos esos estados, un movimiento político radical bastante marginal, y ser republicano era considerado en los imperios ruso y austro-húngaro revolucionario.

En Inglaterra, Francia o Alemania, por citar a las naciones más poderosas, una oligarquía de ricos y poderosos, de "buenas familias", de nobles y burgueses conectados a través de matrimonios y consejos de administración de empresas y bancos, mantenían su poder social a través del acceso a la educación y a las instituciones culturales.

La clase y el rango se distinguían por el vestido, las poses, la forma de hablar y el empleo de sirvientes y criados, algo muy común también en las clases medias altas que copiaban la forma de vida de la aristocracia. En 1901 los empleados en el servicio doméstico en Inglaterra eran el grupo más numeroso por ocupación. De los cuatro millones de mujeres asalariadas, un millón y medio trabajaban en casas de nobles y ricos y familias acomodadas que, incluso en caso de declive o pérdida de rentas, mantenían a los sirvientes hasta el último momento.

Los herederos con título eran todavía muy importantes en los primeros años del siglo XX e incluso en la industrial y urbana Inglaterra, todos los primeros ministros hasta 1902, excepto Benjamin Disraeli y William Gladston, habían sido nobles. Entre 1886 y 1914, casi la mitad de los miembros del consejo de ministros eran aristócratas. Dominaban puestos esenciales en la administración y en las profesiones más cualificadas y compartían, con el resto de las élites políticas, de la administración y de los negocios, la educación en las mejores  universidades inglesas, Oxford y Cambridge, y en los mejores colegios privados, especialmente Eton.

Pese al crecimiento de las clases medias, menos numeroso en la Europa del este o del sur que en Inglaterra y los países nórdicos, las desigualdades sociales eran profundas y muy visibles. La distancia entre esas buenas familias, que extendían sus raíces genealógicas por las monarquías e imperios de Europa, y la mayoría de la población pobre era sideral. La pobreza estaba conectada con las enfermedades, la baja esperanza de vida, el analfabetismo y la falta de expectativas sociales. La mayoría de los europeos morían en la misma posición social que habían nacido.

En Gran Bretaña, la sociedad más próspera de Europa, el 30 por ciento de la población vivía en la pobreza crónica cuando comenzó el siglo XX, e incluso los sectores más afortunados de las clases trabajadores sufrían largas jornadas de trabajo, con poca seguridad y sin servicios médicos o seguros de enfermedad.

Todas esas desigualdades eran especialmente acusadas entre las mujeres. Las diferencias eran sociales, económicas, culturales y políticas. Su esperanza de vida era menor, el analfabetismo más alto, carecían de independencia económica, las leyes legitimaban su subordinación a los hombres y la tradición y las costumbres culturales limitaban su esfera de influencia al hogar.

Las mujeres eran también las plebeyas en el mercado de trabajo, donde además el acoso y abuso sexual por parte de los jefes, capataces y sus propios compañeros trabajadores era el pan de cada día. Las mujeres estaban excluidas de la política, del gobierno, de muchas instituciones educativas, profesiones y ocupaciones. Cuando comenzó el siglo XX todavía no habían conseguido el derecho al voto en ningún país europeo.

Aunque muchos ciudadanos europeos tenían restringida la libertad para hablar su idioma o practicar su religión y sufrían notables discriminaciones por el género, la raza o la clase a la que pertenecían, esos grupos de privilegio y poder veían a Europa como "el mundo civilizado" y creían que el final de ese camino de crecimiento económico y prosperidad, muy visible desde finales del siglo XIX, conduciría a la "europeización del mundo". Vivían sus "buenos tiempos", reservados en realidad para los propietarios, hombres blancos, cristianos y ricos.

Todo aquel mundo se hundió en dos guerras y en una crisis de veinte años en medio que marcaron la historia de Europa en el siglo XX. Doscientos años después del nacimiento de la reina Victoria, las monarquías modernas están sometidas a prácticas constitucionales, no aparecen, salvo en momentos excepcionales, en el centro de la vida política, pero son todavía veneradas como símbolos de la identidad nacional, estabilidad y unidad. Donde existen, hay poco debate sobre si deberían desaparecer. Y en algunos países donde desaparecieron, en los antiguos imperios alemán, ruso y austro-húngaro, hay gobernantes que, nostálgicos de ese mundo de privilegio y poder, se comportan como nuevos tiranos sin reino. Legados de la historia. ________________

Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza e investigador en el Institute for Advanced Study de Princeton. Ha sido profesor visitante en prestigiosas universidades europeas, estadounidenses y latinoamericanas. 

Sus últimos libros son Europa contra Europa, 1914-1945; España partida en dos. Breve historia de la guerra civil española (con edición en inglés, turco y árabe); y La venganza de los siervos. Rusia, 1917.

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