La historia rima
Versalles, cien años después
El tratado de Versalles se firmó el 28 de junio de 1919, justamente cinco años después de que un joven nacionalista serbio, Gravilo Princip, hubiera asesinado al archiduque Francisco Fernando y a su esposa Sofía Chotek en Sarajevo. La guerra que siguió, larga y con una escala de víctimas y violencia sin precedentes, ideada para garantizar la sobrevivencia y continuidad de los imperios alemán y austro-húngaro, acabó con su estrepitosa derrota y desaparición. Por el camino se llevó al imperio ruso y provocó también la conquista bolchevique del poder, el cambio revolucionario más súbito y amenazante que conoció la historia del siglo XX.
En resumen, el tratado declaró, con el Artículo 231, la responsabilidad de “Alemania y sus aliados” por el estallido de la Primera Guerra Mundial y, en consecuencia, desarrolló diversas cláusulas sobre ajustes territoriales, desmilitarización y compensaciones económicas –fijadas en 1921 en 136.000 millones de marcos de oro– a las potencias vencedoras.
¿Fue justo ese tratado? Pronto surgieron dos interpretaciones opuestas: quienes consideraban que el acuerdo había contribuido al surgimiento del fenómeno destructor del nazismo y quienes trataban de mostrar que el trato recibido por Alemania no fue excesivamente severo comparado con el daño que había causado y lo que habría hecho si hubiera ganado la guerra.
Entre los primeros, el economista británico John Maynard Keynes, en su famosa publicación de 1920 The Economic Consequences of the Peace, predijo que los acuerdos del tratado de paz desestabilizarían las economías europeas y del mundo, provocando una gran crisis financiera. Desde la perspectiva francesa, la recuperación de Alsacia y Lorena –ocupadas por Alemania al final de la guerra franco-prusiana en 1871– podía entusiasmar a políticos nacionalistas y servir de causa patriótica para las conmemoraciones de la victoria, pero no reparaba las muertes de cerca de un millón y medio de franceses en la Primera Guerra Mundial.
Durante un tiempo, sobre todo en los años inmediatamente posteriores a la Segunda Guerra Mundial, analistas e historiadores echaron la culpa de todos esos males, y del estallido de esa guerra en septiembre de 1939, a la fragilidad de la paz sellada en Versalles y a los dirigentes de las democracias que intentaron “apaciguar” a Hitler, en vez de parar su insaciable apetito.
El problema empezaba en Alemania, donde amplios e importantes sectores de la población no aceptaron la derrota ni el tratado de paz que la sancionó, creyéndose el mito de la “puñalada por la espalda”, de que el Ejército no había sido derrotado en realidad sino traicionado por los políticos, y continuaba en otros países como Polonia o Checoslovaquia, que albergaban millones de hablantes de alemán que, con la desintegración del Imperio Habsburgo, habían perdido poder político y económico. Como les recordaban los grupos ultranacionalistas que los movilizaban para conseguir la revisión territorial mediante la negociación o por la fuerza, ahora eran minorías en nuevos Estados dominados por grupos o razas inferiores.
Francia fue la única potencia victoriosa que trató de contener a Alemania en el marco de la paz de Versalles y de asegurar que las restantes potencias vencedoras aprobaran esa política. Pero ninguna de ellas estaba por la labor. Estados Unidos rechazó esos acuerdos y cualquier tipo de compromiso político con las luchas por el poder en Europa. Italia, sobre todo después de la llegada al poder de Mussolini y los fascistas, quería cambiar también esos acuerdos que no le habían otorgado colonias en África, y marcaba su propia agenda de expansión en el Mediterráneo. La Rusia bolchevique, consolidada tras la guerra civil contra el ejército Blanco, estaba deshecha económicamente y era poco fiable como aliado político, entre otras cosas porque compartía con Alemania un notable interés sobre el destino de los nuevos países del este de Europa.
En cuanto a Gran Bretaña, su interés primordial no estaba en el continente sino en el fortalecimiento de su vasto imperio colonial y en la recuperación del comercio. Francia, por lo tanto, trabajaba para que Alemania cumpliera con los términos del tratado y Gran Bretaña buscaba la conciliación y la revisión de lo que consideraba un acuerdo demasiado injusto para los países vencidos. Esa diferente posición dejó a Gran Bretaña y Francia en constante disputa y a Alemania dispuesta a sacar partido de la división.
Francia y Gran Bretaña gastaron más del doble en ganar la guerra que sus oponentes en perderla y básicamente financiaron ese coste a través de préstamos de inversores estadounidenses. Para afrontar esa enorme deuda, los gobiernos franceses y británicos consumían más de un tercio de sus presupuestos y sus economías se hicieron cada vez más dependientes de Estados Unidos, un proceso que ya había comenzado en plena guerra y que consolidó a este país como la principal potencia económica del mundo.
Pese a todas esas dificultades, a las tensiones sociales y a las divisiones ideológicas, el orden internacional creado por la paz de Versalles sobrevivió una década sin serios incidentes. Todo cambió, sin embargo, con la crisis económica de 1929, el surgimiento de la Unión Soviética como un poder militar e industrial bajo Iósif Stalin y la designación de Adolf Hitler como canciller alemán en enero de 1933. La incapacidad del orden capitalista liberal para evitar el desastre económico hizo crecer el extremismo político, el nacionalismo violento y la hostilidad al sistema parlamentario. Alemania, Japón e Italia compartían ese rechazo de la democracia liberal y del comunismo y ambicionaban un nuevo orden internacional que pusiera el mundo a sus pies.
Cuando se analizan todos esos hechos a la luz de la historia social y cultural, y no sólo desde el punto de vista político y diplomático, es fácil concluir que ningún documento en forma de tratado podía cerrar o evitar las consecuencias catastróficas que la Gran Guerra abrió en 1914. Puede ser que ese conflicto comenzara por las decisiones erróneas de un pequeño grupo de la élite política y militar, pero, al convertirse en una guerra de masas, de millones de personas movilizadas, desató fuerzas imprevistas y transformó las sociedades europeas de forma inimaginable. Era muy improbable que los “buenos tiempos” volvieran fácilmente y que el reloj de la historia se detuviera con las elites de regreso a sus posiciones de privilegio.
En la mañana del 1 de septiembre de 1939 el ejército alemán invadió Polonia y el 3 de septiembre Gran Bretaña y Francia declaraban la guerra a Alemania. Veinte años después de la firma de los tratados de paz que dieron por concluida la Primera Guerra Mundial comenzó otra guerra destinada a resolver todas las tensiones que el comunismo, los fascismos y las democracias habían generado en los años anteriores. El estallido de la guerra en 1939 puso fin a esa “crisis de veinte años” e hizo realidad los peores augurios. En 1941, la guerra europea se convirtió en mundial con la invasión alemana de Rusia y el ataque japonés a la armada estadounidense en Pearl Harbor. El catálogo de destrucción humana que resultó de ese largo conflicto de seis años nunca se había visto en la historia.
Cuando las potencias ganadoras en 1945 se juntaron en Potsdam al final de la Segunda Guerra Mundial mostraron su total disposición a rechazar el Tratado de Versalles como modelo. Las decisiones allí alcanzadas estuvieron muy influidas por la memoria y el deseo de evitar los errores de sus predecesores una generación antes. El conocimiento de la historia sirve en momentos críticos como lección y aviso para saber qué hacer o no. Las enseñanzas de todo aquello trajeron a Europa décadas de integración e incentivos para evitar el conflicto. Pero la historia nunca es una calle de un solo sentido, y algunos de los ecos de aquellos tiempos de odios suenan en el presente. Cien años después. ________________
Julián Casanova es catedrático de Historia Contemporánea en la Universidad de Zaragoza e investigador en el Institute for Advanced Study de Princeton.
Ha sido profesor visitante en prestigiosas universidades europeas, estadounidenses y latinoamericanas.
Sus últimos libros son Europa contra Europa, 1914-1945; España partida en dos. Breve historia de la guerra civil española (con edición en inglés, turco y árabe); y La venganza de los siervos. Rusia, 1917.