Todo lo que el rey olvidó en su discurso (y queríamos oír) Marta Jaenes
¡Feliz Navidad!
Estamos a 24 horas de la Nochebuena, de la cena con la familia, de los reencuentros. De la liturgia que se repite cada año en estas fechas ya hemos vito las lágrimas de alegría de quienes han sido los afortunados con la Lotería de Navidad. Champán, risas, sorpresa y la frase más repetida este año: “Taparé unos agujeros”… Hemos visto también el reportaje de todo los años de los reencuentros, los abrazos y bienvenidas en los aeropuertos y estaciones de tren… Y de extra, hemos visto también las lágrimas de alegría de los aficionados argentinos celebrando su Copa del Mundo y recibiendo, de la forma más loca y desordenada, la llegada de su selección a Buenos Aires.
Pues bien, quitando este último, yo ya llevo llorados unos cuantos de esos momentos. Este año, no sé por qué (es algo que me tiene un poco mosqueada, lo admito) estoy más blandita, lloro con todo, o al menos todo me emociona. Tengo los sentimientos a flor de piel y es algo que me cabrea un poco, no quiero ni pensar que sea la edad, ¡me niego! Lo peor es que quiero controlar este torrente, y ¡leches!, no puedo: en mitad de la reunión de escaleta tengo que frenar el lagrimeo leyendo un tuit de mi marido felicitando a su Aitá. Hoy es su cumpleaños, pero hace ya cuatro que él no lo celebra, cuatro años en los que sigue echándole de menos cada día.
Activo el modo ironía: los políticos nos han pintado un país tan al borde del abismo, que no me puedo ni imaginar cómo vamos a poder celebrar nada. Desactivo modo ironía
He tenido que parar tras escribir esto. Así estoy… El caso que esta señora que soy yo y a la que le apasiona la Navidad, aunque desde hace años se cuenten las ausencias a la mesa, tiene la sensación de que la cena de este año va a ser un camino de minas en muchas familias. Y aquí, nota para el lector, activo el modo ironía: los políticos nos han pintado un país tan al borde del abismo, que no me puedo ni imaginar cómo vamos a poder celebrar nada. Desactivo modo ironía.
Mientras sigo manteniendo a raya mis lágrimas, veo lo que está pasando en Afganistán, veo las lágrimas, estas de rabia, de las mujeres a las que están echando de la biblioteca en Kabul. Lágrimas justificadas de esas mujeres que tenían sueños, que querían tener un futuro y que los talibanes han cortado de raíz: han decidido que la mitad del talento de su país se encierre en casa, deje de estudiar, deje de aprender, deje de ser más sabio. La sabiduría es el peor enemigo de quienes buscan el autoritarismo, de quienes se ven cómodos en la oscuridad, de quienes quieren imponer sus ideas. Cuanto menos sabia, culta y formada sea la población, menos podrán pensar, menos podrán cuestionarse si lo que hacen es o no realmente tan bueno para ellos como predican. Pueden seguir disfrazando de falsa libertad su régimen. Seguir sumidos en la oscuridad. Eso está pasando en Afganistán y eso está pasando también en Irán, donde mujeres y hombres valientes se están jugando la vida para decirles a esos hombres tan sumamente cobardes que no quieren seguir siendo sometidos, que no quieren seguir viviendo bajo esas reglas asfixiantes.
Veo las lágrimas de impotencia de las familias ucranianas ante la peor Navidad de sus vidas: la que van a tener que pasar entre las bombas, con temperaturas bajo cero, sin poder calentarse en muchas ciudades, asumiendo que su vida cambió hace 10 meses y seguirá así, no saben cuánto más.
Así que bebo agua e intentando deshacer mi nudo en la garganta, ése que ha aparecido sin que yo le invite, ése que ha querido venir a decirme que las emociones a veces te juegan malas pasadas, que no atienden a agendas ni a compromisos, y que sentirlas y aceptarlas, tampoco es tan malo. Mañana es Nochebuena y habrá que celebrar que estamos bien, que no nos ha tocado la lotería, pero tenemos salud, tenemos un trabajo, tenemos un futuro. Y eso, visto lo visto, es un tesoro, por mucho que nos intenten convencer de lo contrario.
¡Feliz Navidad!
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