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En tiempos del franquismo, un chiste muy popular ejemplificaba la naturaleza represiva del régimen. El chiste contaba que el gobernador de una provincia enviaba un telegrama al cuartelillo de la Guardia Civil de una determinada localidad alertándole de que los expertos habían detectado un posible movimiento sísmico con epicentro en esa zona. Al cabo de unas horas, el gobernador recibía a su vez un telegrama desde el cuartelillo que decía: “Movimiento sísmico desarticulado; epicentro y tres compinches detenidos. Hemos tardado en responder porque ha habido un terremoto de la hostia”.
Llevo unos cuantos días sonriendo con el recuerdo de esta cuchufleta cada vez que leo o escucho algo relacionado con la sentencia del Tribunal Constitucional a propósito del confinamiento de la primavera de 2020. Como tengo escasa confianza en ese organismo, altamente politizado hacia la derecha, ya me esperaba una sentencia contraria al Gobierno. Pero, desde luego, no podía imaginar que los seis magistrados que la votaron argumentarían como el imaginario cuartelillo del viejo chiste.
En un ejercicio de eso que la ministra Margarita Robles ha calificado con sabrosura como “elucubraciones doctrinales”, los seis magistrados proclaman que las duras restricciones de movimientos de la primavera de 2020 precisaban de la declaración del estado de excepción. Y como la legislación precisa que ese estado solo puede aplicarse en caso de alteraciones muy graves del orden público, califican de tal guisa al coronavirus. No soy jurista, pero sí he leído, viajado y leído un poco. Aquí y en la Conchinchina, llamamos alteraciones muy graves del orden público a manifestaciones repetidas, tumultuarias y violentas, a asaltos apocalípticos a establecimientos comerciales, a series persistentes de atentados mortales, a cosas de este tremendo cariz. Y ni yo ni el Espíritu Santo vimos nada de eso en las calles de España a mediados de marzo de 2020, salvo quizá acaparamiento de papel higiénico.
Escribo desde la legitimidad de haber expresado aquí mismo dudas que consideraba razonables sobre ciertas limitaciones de libertades y derechos básicos en la lucha contra la pandemia. Pero también escribo desde la convicción de que el Gobierno lo hizo lo mejor que pudo y supo en aras del bien común, y de que, a falta de cambiar las leyes, lo que no se podía hacer de un plumazo en aquel entonces, es el estado de alarma el que explícitamente debe de ser usado en caso de pandemia.
Lo que me lleva a constatar una vez más que los jueces se han convertido en un problema añadido a los muchos que sufre nuestra patria. Los hay, por supuesto, valientes y honestos, pero en su conjunto, como corporación, no parecen ser un modelo de sensatez y sentido común. No es solo que la mayoría de ellos sean conservadores o muy conservadores, es que, llevados quizá por sentimientos de arrogancia e impunidad, no paran de provocar líos adicionales. El conflicto catalán, por ejemplo, se envenenó después de que el Constitucional -por un solo voto de diferencia, como ahora- se cargara un Estatut aprobado por los parlamentos del Principado y de España, y ratificado en referéndum por los electores de la comunidad concernida. Y recuerden que, más tarde, un tribunal de Navarra ofendió a millones de ciudadanas y ciudadanos con una sentencia comprensiva con la manada de violadores que había actuado en San Fermín.
Todo el mundo dice haber leído a Montesquieu, pero muchos ignoran que el pensador francés advertía de que la peor tiranía posible es “la ejercida a la sombra de las leyes y con apariencias de justicia", esto es, la de los jueces. En la España contemporánea, más que separación de poderes, parece existir un gobierno de los jueces. Ellos, que no se han presentado a ninguna elección, pero pueden enviarnos a la cárcel y embargarnos nuestros bienes, no demuestran demasiado respeto al Parlamento elegido democráticamente por la ciudadanía ni al Gobierno elegido por ese Parlamento. A no ser, claro, que ese Parlamento y Gobierno sean de los suyos.
Lo de este verano de 2021 es de traca. Jueces y tribunales de aquí y allí se contradicen todo el rato sobre la legalidad de las medidas de lucha contra el covid aprobadas bienintencionadamente por gobiernos municipales y automáticos. Un juez de Granada revoca el tercer grado de Juana Rivas y se opone a su indulto. Pues, miren ustedes, nunca he sido fan de Juana Rivas, creo que cometió un gran error al esconder a sus hijos durante unas semanas, pero también creo que el instrumento del indulto está hecho para casos como este: el de una madre creyendo proteger a sus criaturas. O para el de la mujer que usa una tarjeta de crédito ajena para alimentar a los suyos. O, ya puestos, el otorgado a los independentistas catalanes, no para que expresen su arrepentimiento o renuncien a sus ideas, sino en aras del interés nacional, para intentar desdramatizar una crisis que podría llevarnos a todos al infierno.
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¿Y qué me dicen de ese juez que ha imputado por secuestro a la delegada de Salud balear por confinar en un hotel a unas decenas de jóvenes presuntamente infectados de covid? Con este precedente no hay dinero en el mundo que pueda pagar el riesgo de terminar en el trullo por querer lucha contra la pandemia.
Ah, pero de los jueces no se puede decir ni mú en España. No son seres de carne y hueso, susceptibles, por tanto, de error. No son humanos con ideologías e intereses que puedan influenciar en sus decisiones. No, en absoluto. Ellos son angelicales, auténticos salomones, prodigios de imparcialidad y sabiduría, y criticar sus sentencias es desacato política y socialmente reprobable y hasta judicialmente punible.
Así que, tras haber escrito lo anterior, debo suscribir de inmediato el mea culpa de Conde-Pumpido. Acato y respeto todas y cada una de las doctas e indiscutibles sentencias del Constitucional, y añado, además, que, de la media docena de sus miembros que votaron a favor de la última, “solo puedo resaltar su integridad, solvencia y compromiso intelectual, así como mi admiración por su profunda formación jurídica y su noble dedicación a la tutela de los derechos fundamentales de todos los ciudadanos”. Queda dicho, Señorías.
En tiempos del franquismo, un chiste muy popular ejemplificaba la naturaleza represiva del régimen. El chiste contaba que el gobernador de una provincia enviaba un telegrama al cuartelillo de la Guardia Civil de una determinada localidad alertándole de que los expertos habían detectado un posible movimiento sísmico con epicentro en esa zona. Al cabo de unas horas, el gobernador recibía a su vez un telegrama desde el cuartelillo que decía: “Movimiento sísmico desarticulado; epicentro y tres compinches detenidos. Hemos tardado en responder porque ha habido un terremoto de la hostia”.
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