Cuando vuelva la normalidad…

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Una de mis dos hijas acaba de perder el empleo. Joven y muy pequeña, la empresa para la que trabajaba se ha quedado sin la menor actividad en la primera semana del confinamiento. Mi hija se lo ha tomado con serenidad, sabe que no es nada personal, que más de medio millón de trabajadores, entre ellos varios de sus amigos y amigas, ya han sido despedidos, temporal o definitivamente, en la España del coronavirus. También intuye que lo más probable es que les seguirán muchos más. La terrible recesión económica en curso solo puede paliarse con un descomunal gasto público a escala nacional, europea y mundial. Lo prometido hasta ahora es poco, muy poco.

En el estoicismo con que mi hija asume el desempleo influye su condición de milenial. Era niña cuando Bin Laden derribó las Torres Gemelas y cuando George W. Bush reaccionó a semejante barbaridad metiendo al mundo en la guerra de Irak. Terminaba el bachillerato cuando se derrumbó Lehmans Brothers, lo que finiquitó la época del empleo abundante y bien pagado y abrió la de la precariedad y los bajos salarios. Y ahora, cuando al fin tenía una colocación mileurista que le gustaba, recibe en el confinamiento la noticia del despido. Tal parece ser el sino de su generación.

Compartí el otro día un tuit de Fletcher Christian que decía: “A mí lo que realmente me jode, y me jode de verdad, es dejarles a nuestros hijos un mundo peor que el que recibimos”. ¡Cuánta verdad hay en ese mensaje! Mi generación, la del baby boom, recibió el mundo de manos de aquellos que habían sufrido el crash de 1929, los fascismos, la Guerra Civil (en el caso español) y la Segunda Guerra Mundial. A nosotros, en cambio, nos tocó vivir cuatro décadas gloriosas –las cuatro últimas del siglo XX-, un período de paz, prosperidad económica y progreso de la libertad y la igualdad. Hablo, por supuesto, del mundo occidental, que ya sé que en otros lugares no fue así.

Me pregunto si mi generación tiene alguna responsabilidad en el hecho de que les estemos dejando a nuestros hijos –los milenial– un mundo tan incierto y tan cruel como el de esta crisis del coronavirus y otros momentos de lo que llevamos del siglo XXI. Quizá sí, quizá cometimos algunos graves errores colectivos. Quizá fuimos muy ingenuos al renunciar a tener un país más autosuficiente energética e industrialmente a cambio de pertenecer a un club de ricos que, en los momentos difíciles, siempre decide que se salve el que pueda. Quizá no fuimos tan feroces como deberíamos haberlo sido en la defensa del Estado de bienestar cuando este comenzó a ser dinamitado intelectual y materialmente por los neoliberales. Quizá nos acomodamos excesivamente a la degradación neoliberal de la Sanidad pública porque, bueno, al fin y al cabo, bastantes podíamos permitirnos pagar un seguro privado.

Sí, es probable que, cuando ya andábamos por los cuarenta o cincuenta años de edad y comenzábamos a disfrutar del fruto de un trabajo largo e intenso, nos costara rebelarnos de verdad –no solo verbalmente– contra derivas que sabíamos o intuíamos nefastas. Quizá no fuimos coherentes en la lucha contra el cambio climático: sabíamos que estaba en marcha y sabíamos por qué, pero nos costaba aceptar los sacrificios individuales y colectivos que implicaba un nuevo rumbo. Quizá criamos a nuestros hijos en el mismo consumismo desaforado en el que nosotros habíamos caído a finales del siglo XX, consumismo incluso de cosas, como la fiesta o los viajes, muy saludables siempre que se practiquen con moderación, no compulsivamente.

Nos tragamos que la caída del Muro de Berlín era el triunfo de la libertad cuando, más bien, era el triunfo del capitalismo salvaje. Y lo hicimos porque nos resultaba más cómodo. Y solo comenzamos a reaccionar cuando este triunfo del capitalismo salvaje se hizo obsceno, cuando, tras Lehmans Brothers, llegaron los despidos y los recortes masivos, el tremendo aumento de las desigualdades, la implantación oficial de la ley de la jungla. Y, reconozcámoslo, la reacción tampoco fue tan extraordinaria. Apenas unas sentadas y unas manifestaciones.

A mi hija le digo ahora que ella y sus amigos, España y el mundo, se sobrepondrán a la crisis sanitaria y económica del coronavirus. No lo augura tan solo la palabrería, forzosamente optimista, de los gobernantes; lo dicen la historia y el sentido común. La humanidad no se ha quedado estancada para siempre jamás en tal guerra o cual peste. Siempre ha terminado por superarlas y pasar a otra cosa. No hay mal que cien años dure.

Y también le digo que, cuando vuelva la normalidad, su generación no debería aceptar el regreso de la primacía del interés individual sobre el público. La superioridad del bien común es la base de la civilización. No solo en las vacas flacas, también en las vacas gordas; no solo en las cuarentenas, también en los días de vino y rosas.

Una de mis dos hijas acaba de perder el empleo. Joven y muy pequeña, la empresa para la que trabajaba se ha quedado sin la menor actividad en la primera semana del confinamiento. Mi hija se lo ha tomado con serenidad, sabe que no es nada personal, que más de medio millón de trabajadores, entre ellos varios de sus amigos y amigas, ya han sido despedidos, temporal o definitivamente, en la España del coronavirus. También intuye que lo más probable es que les seguirán muchos más. La terrible recesión económica en curso solo puede paliarse con un descomunal gasto público a escala nacional, europea y mundial. Lo prometido hasta ahora es poco, muy poco.

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