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Desde la tramoya

Razones sentimentales

Los pasillos naranja y los despachos de la Facultad de Ciencias Políticas y Sociología de la Universidad Complutense, donde unos cuantos amigos pusieron las bases de Podemos, eran un auténtico fortín revolucionario a finales de los años 90 y durante la primera década del siglo. Pancartas contra los borbones colgadas sin pudor de las barandillas. Pegatinas rojas y negras con puños cerrados en la cafetería y en las puertas de las aulas. Cuando por cualquier motivo el país se agitaba por causas como el desastre del Prestige, la guerra de Irak, el matrimonio homosexual o, más tarde, la sacudida brutal de la crisis económicaPolíticas era un foco de grito y protesta apasionados.

Monedero y Bescansa ya eran profesores consolidados. El primero, famoso entre los profesores por su defensa –teórica y práctica– de las revoluciones latinoamericanas. La segunda, mucho más moderada, además de profesora en el departamento que dirigía Julián Santamaría, encuestadora habitual para el PSOE. Iñigo Errejón y Pablo Iglesias, ambos de una generación posterior, terminaban sus doctorados, y mientras hacían su propia revolución casera, por ejemplo boicoteando una conferencia de Rosa Díez en el salón de actos. Rita Maestre, pocos metros más allá, entraba en una capilla en el mismo campus complutense, para protestar contra la presencia de la religión en los espacios públicos, con sonada reacción de la extrema derecha.

Aquellos jóvenes, y sus hermanos mayores, compartían indignación, lucha y estrategias. Nada une más que una causa o un enemigo común. Es fácil imaginar la pasión que habría en aquellas reuniones iniciáticas, en los actos montados en “la moqueta”, en las asambleas universitarias, o en las reuniones posteriores organizadas con los colectivos vecinales y sectoriales de Madrid: la Plataforma de Afectados por la Hipoteca (Rafael Mayoral), la Izquierda Unida que gobernaba Rivas Vaciamadrid (el lugar de Tania Sánchez), que era como una muestra extraña de que “otra ciudad es posible”, las asociaciones de Lavapiés, las organizaciones de asistencia a inmigrantes o a drogodependientes (Irene Montero). De esas peripecias salieron también relaciones personales como la que unió a Tania Sánchez primero y luego a Irene Montero con Pablo Iglesias, o a Rita Maestre con Iñigo Errejón. También otras que no se hicieron públicas.

Las razones sentimentales, las más épicas –la lucha de los muchos contra los pocos– y las más caseras, unieron fuertemente a aquellos líderes del movimiento político más relevante de los últimos años en España (hasta que ha llegado Vox, que tiene una historia mucho menos poética, más prosaica). Por eso cuando Carolina Bescansa dijo el miércoles que no le parece “ni positivo ni responsable” que se ofrezcan “razones sentimentales” para la ruptura entre Errejón e Iglesias que ha catalizado en la división de opciones electorales para competir por la Comunidad de Madrid, probablemente tenga razón. Pero una cosa es que no sea ni positivo ni responsable, y otra que sea evitable.

Las razones sentimentales alimentan la política desde la noche de los tiempos. Las razones sentimentales, aunque estuvieran también trufadas de razones ideológicas o políticas, rompen parejas políticas tan rentables como la de Felipe González y Alfonso Guerra, José María Aznar y Mariano Rajoy, José Luis Rodríguez Zapatero y Jesús Caldera, por dar ejemplos de aquí. En todos los casos, el número dos comienza a cuestionar a su amigo líder cuando las cosas ya no van tan bien o cuando el poder ya se ha obtenido o se está cerca de alcanzar. Porque en las relaciones de amistad verdadera hay un equilibrio entre los intereses de cada miembro de la pareja. Hay un do ut des, una reciprocidad en la lucha por la defensa de una causa compartida a partes iguales. Hay un equilibrio de los intereses.

Pero el poder es un activo que corroe la amistad. Quien observa que su amigo del alma, el mismo con el que compartió cervezas y luchas, esfuerzos y caídas, de pronto se convierte en el objeto casi único de la alabanza del público, rara vez cree que sea su colega el merecedor principal del elogio. La pauta natural es que el macho alfa se vea pronto amenazado por los individuos más jóvenes de la manada, o aquellos que creen que ya pueden dominar al líder. Los humanos (y en nuestro caso afortunadamente también las humanas), no luchamos a dentelladas por ese liderazgo, pero la pelea es tan dura o más que la que enfrenta a otros mamíferos.

Las razones sentimentales son feas de ver en la política, pero están en nuestra condición más primaria.

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