Las santas, madres y reinas de la Navidad Cristina García Casado
Por qué los rusos no se levantan contra Putin
Para los demócratas la idea de que un dictador pueda ser apoyado o al menos tolerado por su pueblo resulta turbadora. En el imaginario democrático (de las democracias llamadas liberales o electorales, quiero decir), en las dictaduras personales (autocráticas) o colectivas (totalitarias) no hay “persuasión”, sino “manipulación”. Tampoco “información”, sino solo “propaganda”. Los autócratas como Putin, en consecuencia, sobreviven porque su gente está adoctrinada, porque se le ha lavado el cerebro. O porque sus aspiraciones de libertad son reprimidas. Las dictaduras son regímenes de terror y solo aplicándolo con mano férrea los autócratas sobreviven.
Según esta visión predominante en Occidente, el ciudadano anhela de manera natural la libertad política, participa en elecciones si se le deja y preferirá siempre un régimen democrático a uno dictatorial. Nos olvidamos con frecuencia de que la política en general y las relaciones internacionales en particular ocupan muy poco espacio en la vida y en las inquietudes de la gente corriente, aunque vivan en la democracia con más plenas libertades. La mayoría se forma un juicio acerca de sus gobernantes sobre la base de los servicios públicos que espera recibir de ellos, sobre las percepciones colectivas en torno a la nación y sus enemigos y también sobre las alternativas posibles y probables.
La investigación constata que los dictadores no sobreviven solo por su uso de la fuerza represiva, sino también porque su público termina creyendo –sea verdad o mentira– que son competentes
Pues bien, resulta que los dictadores también construyen carreteras, proporcionan colegios a los niños y cuidan a los mayores. Algunos incluso logran decenas de medallas olímpicas o promueven la excelencia mundial de su nación en las artes, las ciencias o las letras. Puede que, bajo su puño de hierro, quien en democracia vivía en una chabola, haya pasado a vivir a un cómodo apartamento construido por el Gobierno. Es absurdo pensar que todas esas cosas no influyan en la actitud de los ciudadanos hacia sus mandatarios, por muy crueles que sean. Y así, aunque pudiera ser cierto, como afirmó en su célebre frase Maquiavelo, que para el príncipe es preferible ser temido que amado, ser amado por el pueblo también tiene sus ventajas.
La investigación constata que los dictadores no sobreviven solo por su uso de la fuerza represiva, sino también porque su público termina creyendo –sea verdad o mentira– que son competentes. Si la población concluye que una gran mayoría considera que su líder es un incompetente, se producirán revueltas y el líder será derrocado de forma revolucionaria. Por eso los dictadores también invertirán recursos en satisfacer a sus compatriotas, evitando los colapsos económicos y las escaseces sobrevenidas, mientras a través de la propaganda y la censura tratarán de seducir a la población de las bondades de su ministerio.
El resultado de ese empeño hace que sólo uno de cada ocho regímenes autoritarios perezca por levantamientos populares, explica Milan Svolik (The politics of authoritarian rule, 2012). Porque lo más frecuente es que o bien renueven su liderazgo por decisión del propio autócrata o por conflictos entre las élites que le circundan o por incursión extranjera. Aunque en nuestras democracias electorales, capaces como somos de renovar pacíficamente nuestros gobiernos cada cierto tiempo, nos parezca extraño que otras comunidades no exijan hacerlo, lo cierto es que, como dice un profesor, “la vida en los estados autoritarios es fundamentalmente aburrida y tolerable”.
El caso de la Rusia de hoy es paradigmático. Putin es un individuo despreciable a los ojos de cualquier demócrata. Violento, desalmado, machista, mentiroso: el prototipo de sátrapa contemporáneo, que sólo en apariencia se somete a elecciones y que persigue, encarcela o asesina a sus rivales sin miramientos. Bajo cualquier punto de vista, Rusia es un régimen autoritario y Putin un dictador.
Sin embargo, desde que hace 22 años comenzara a dirigir Rusia, Putin es uno de los líderes del mundo con mayor nivel de aprobación entre sus compatriotas, siempre aceptado por más del 60 por ciento y rara vez por debajo del 80. Los picos y valles que forma esa curva tienen todo el sentido. Putin sube cuando liquida a los chechenos, cuando invade Crimea o cuando el petróleo y el PIB ruso suben. Y baja con los momentos de crisis económica. Ahora el 79 por ciento de los rusos aprueba su gestión. Para que veamos la dimensión estratosférica de ese índice de aprobación, Sánchez tiene un 49, Biden un 41 y Jonhson un 22. Si alguien piensa que los rusos no dicen la verdad en las encuestas o que las cifras están inventadas por el régimen, se equivoca. Un estudio reciente constata que ese nivel de popularidad es real con toda probabilidad. Por todo ello, a medio plazo resultaría inaudito que el pueblo ruso se levantara contra su presidente. Al menos hasta que las posibles consecuencias de las sanciones del resto del mundo afecten al bienestar de una buena parte de la población. Incluso en ese caso, como han hecho otros muchos dictadores (los cubanos y los venezolanos son el arquetipo), la culpa del empeoramiento de las condiciones de vida no recaería en Putin sino en los extranjeros que castigan con sus sanciones a los rusos. También en eso, en la victimización, los dictadores son hábiles estrategas.
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