De la dana, a la riada: sobre catástrofes y responsabilidades (I) Javier de Lucas
... Que enciende luces en el barrio
El otro día fui a comprar el pan por la tarde y del que suelo llevarme, el de centeno, ya no quedaba. Asumí que tendría que volver al día siguiente y me despedí con cordialidad. Pero cuando estaba con un pie en la calle, alguien me gritó desde el mostrador y no, no era un “vuelva usted mañana”, era un “espera, Raquel, hay uno para ti”.
Ese “uno” era el que se había guardado una de las empleadas para llevárselo a casa y, claro, me negué rotundamente a que me lo cediera. Pero ella no consintió, con una determinación incontestable me obligó a agarrar la bolsa y con una sonrisa más integral que el centeno, me dijo que a ella le gustaban todos, que se llevaría otro, que sería por panes, que como no me lo llevara se enfadaba y no me hablaba más, total, que me acojoné, pagué y la hogaza se vino conmigo.
De aquel pan no queda ni una miga, pero del detallazo yo no me olvido. Desde hace un porrón de años, es un gusto intercambiar conversación cotidiana y bromas con ella, con ellas, mis vecinas simpáticas de la pastelería cañón de toda la vida, “Venecia”. Ellas son las que me venden el pan cuando lo necesito y las me regalan los buenos días, cada mañana que paso por su puerta, esos también los necesito... Ahora tengo que sumar al cariño que sentía por ellas un “algo más”, el gesto aquel.
Las tiendas de barrio son una red social de verdad y no hay Elon que pueda crear con sus millones algo así de mágico, ni algoritmo que pueda superar ese “algo más” que aporta su presencia en las calles, se llama corazón
Se van muriendo los pequeños comercios, los enterramos bajo apartamentos turísticos, tiendas de carcasas de móviles y paquetes de Amazon. Y a mí me invade una enorme tristeza, puede que viejuna, por aquello de haber nacido en el siglo XX y haber crecido en una calle muy pequeña que pertenecía a una manzana en la que había: lechería-frutería, la de Amparo y Joaquín; panadería, la del señor Antonio; carnicería, la de Andrés; pollería, la de Manolo; tienda de ultramarinos, la de los hermanos Benito; bodega, la de Lorenzo; taller de reparación de calzado, el de Maruja y familia. La mía sí que era una gran manzana, supera eso, New York…
La desaparición de los pequeños comercios es también la despedida de un modo de vida y de relación social. La tienda del barrio no es únicamente la que te vende lo que te venda, es también la que te saluda, la que te sonríe, la que intercambia contigo los chascarrillos, las conversaciones breves, las discusiones cotidianas, la que te aporta anécdotas y te da calor en días de mierda. Las tiendas de barrio son una red social de verdad y no hay Elon que pueda crear con sus millones algo así de mágico, ni algoritmo que pueda superar ese “algo más” que aporta su presencia en las calles, se llama corazón.
Decir “en mis tiempos” es una falsedad, obviamente, nuestro tiempo es todo aquel que habitamos desde que empezamos a respirar hasta que estiramos la pata. Y sí, la nostalgia suele ser una compañera engañosa que tiende a romantizar incluso lo peor de lo pasado, pero cerrar los ojos ante lo más hostil del mundo que vamos construyendo no es tampoco muy realista… Cuando todas las luces estén concentradas en los centros turísticos de las ciudades y los pequeños comercios hayan apagado todas sus bombillas y echado el cierre, los barrios se quedarán a oscuras.
Por poner un final luminoso a este texto que acaba casi en fundido a negro, les cuento que ahora mismo me voy a la calle, en busca de mi pan de centeno y de la charla con mis vecinas.
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