Europa vive sumergida en la hipocresía. Son muchos los países que prohíben cultivar transgénicos en sus tierras y, a la vez, importan al año millones de toneladas. ¿Por qué no cultivarlos pero sí consumirlos? El miedo de los políticos a la opinión pública tiene mucho que ver con este entierro de la ciencia y alzamiento de la incoherencia.
Los cultivos modificados genéticamente son impopulares. Muchos ciudadanos arrastrados por las viscerales soflamas ecologistas creen que son peligrosos para la salud y destruyen el medioambiente. Lo cierto es que los transgénicos no dañan la salud. Una abrumadora evidencia científica demuestra que son seguros como alimentos. Llevamos consumiéndolos más de 20 años y no ha pasado nada. Tampoco han producido ningún mal en el medioambiente más allá del habitual cambio del paisaje natural que produce cualquier tipo de agricultura. Que puedan cruzarse con variedades silvestres o provocar resistencias a pesticidas no es algo exclusivo de la siembra de estas semillas. La agricultura tradicional también tiene esos riesgos.
Pasar la mano por el lomo de los grupos antitransgénicos evita conflictos. Darles la razón da buena imagen y combina de manera muy satisfactoria con otras razones más fundamentadas. Cada país tiene las suyas. Los hay que no tienen interés por la variedad que se quiere introducir porque no funciona bien en sus terrenos. Otros, como Italia, porque tienen unas políticas agrarias que se centran en el fomento de las variedades locales y la agricultura más tradicional. Francia para esquivar a los ecologistas ha vetado los transgénicos con la condición de que no ataquen la energía nuclear. Son muy pocos a los que les compensa el inmerecido descrédito que supone cultivar transgénicos. Tan solo lo hacen Portugal, República Checa, Eslovaquia, Rumania y España.
España vamos a la cabeza. En 2015 un total de 107.749,24 hectáreas fueron sembradas con MON 810, de Monsanto, un transgénico resistente al taladro gracias a un gen de bacteria con el que logra segregar sustancias tóxicas para el insecto. Este cultivo supone el 31,6% del total de maíz sembrado en el país. Tiene éxito porque esta plaga ha afectado con severidad los cultivos tradicionales. Con el transgénico los agricultores usan menos insecticidas y reducen costes. Este maíz está destinado al ganado, aunque también lo podríamos comer los humanos. Es inocuo. Tampoco supone ningún riesgo para el medioambiente puesto que no existen especies silvestres de maíz con las que hipotéticamente pueda cruzarse. La humanidad domesticó el maíz hace tantos miles de años que ya nada tiene que ver con la pequeña planta de teosinte de la que proviene.
Para justificar el no cultivo de transgénicos sin dar la cara la UE se ha inventado un mecanismo que atrapa a las compañías en un atasco burocrático que roza la parodia. Para que un transgénico sea aprobado debe recorrer un proceso con tirabuzón doble interminable. El panel de transgénicos de la Agencia Europea de Seguridad Alimentaria (EFSA) analiza las solicitudes de nuevos transgénicos. Tras explorar y contrastar la información científica proporcionada por la compañía que solicita la aprobación, la EFSA emite su veredicto. Hasta la primavera del año pasado, la normativa permitía que los países miembros pudieran cuestionar la decisión con cualquier objeción relacionada con la salud o el medioambiente aunque no tuviera fundamento. La agencia tenía la obligación de considerarla y analizarla. A través de una cláusula de salvaguarda, el país podía establecer una moratoria en el cultivo de transgénicos hasta tener una conclusión. Como consecuencia, la EFSA se veía envuelta en una maraña sin fin de investigaciones y las empresas gastar millones de euros para realizar los experimentos requeridos para demostrar la inocuidad de su transgénico.
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Hasta ahora tras años de trabajo la conclusión ha sido siempre la misma: los transgénicos son seguros. Sin embargo, la decisión final la tienen los comités políticos, que nunca logran la mayoría necesaria para dar luz verde al nuevo producto. Así, la UE ha llegado a acumular décadas de retrasos en la aprobación de transgénicos que tienen el visto bueno de la EFSA. La mayoría de las empresas se han retirado. Las pocas que han podido resistirlo son las más adineradas, como Monsanto o Syngenta, demonizadas por los ecologistas por poseer la mayor parte del negocio. Como salto mortal final, hace unos meses la normativa se ha modificado en favor de la trampa. Ahora permite a los países prohibir los transgénicos por cualquier motivo no científico.
Tal y como tenemos planteada la agricultura hoy en día, no nos da para abastecernos. Por eso para alimentar al ganado que nos comemos, nos vemos obligados a importar soja y maíz transgénicos de países como Estados Unidos o Brasil, donde la inmensa mayoría de estos cultivos son modificados porque dan más beneficios al agricultor. Necesitamos estos productos, entre otras cosas, porque desde la crisis de las vacas locas el ganado no puede alimentarse con proteínas de origen animal. La mejor fuente vegetal de proteína de calidad es la soja y el maíz. También podríamos comerlos nosotros, pero si en la etiqueta figura que es transgénico suele ser rechazado por el consumidor, que sigue con el falso mensaje grabado a fuego que dicta que los transgénicos son venenosos.
Dentro de unas décadas cuando seamos 9000 millones de bocas que alimentar en el planeta los países que no se preparen con nueva tecnología agraria, como la transgénica, estarán perdidos. Para entonces, seguro que aquellos políticos que rechazan los transgénicos ahora los masticarán en público a dos carrillos.
Europa vive sumergida en la hipocresía. Son muchos los países que prohíben cultivar transgénicos en sus tierras y, a la vez, importan al año millones de toneladas. ¿Por qué no cultivarlos pero sí consumirlos? El miedo de los políticos a la opinión pública tiene mucho que ver con este entierro de la ciencia y alzamiento de la incoherencia.