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‘La impotencia democrática’

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El desplome de la economía ha despertado una profunda desafección de los ciudadanos hacia la política. Frente a los que piensan que se trata de una crisis institucional, Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Ciencia Política, director del Instituto Carlos III-Juan March de Ciencias Sociales y colaborador de infoLibre, sostiene que la raíz del mal está en la impotencia democrática del poder político ante los problemas de la economía. infoLibre ofrece un adelanto de su último libro, La impotencia democrática, un relato sobre la crisis política en España que Libros de la Catarata publica el próximo viernes:

"La crisis económica, a veces llamada la Gran Recesión, comenzó en el otoño de 2008. En aquellos momentos era impensable que en 2014 tuviéramos niveles de paro por encima del 25%, jóvenes españoles con formación yéndose al extranjero a buscarse la vida, una tasa de crecimiento anémica, la Administración y el Estado de Bienestar en proceso de desguace, una deuda pública cercana al 100% del PIB y el mayor nivel de desigualdad de la Unión Europea.

También era difícil imaginar que la clase política y, sobre todo, los dos grandes partidos, iban a ser rechazados por buena parte de la ciudadanía. Para un segmento mayoritario de la opinión pública, los bancos pueden tener un alto grado de responsabilidad en el desencadenamiento de la crisis, pero son los políticos quienes no son capaces de sacarnos del agujero en el que estamos sumidos. Este juicio es tanto más llamativo cuanto que en marzo de 2008, en las elecciones generales celebradas justo antes de la crisis, el PSOE y el PP obtuvieron entre ambos el 83,8% del voto válido, el máximo de nuestra historia democrática reciente. En aquel año, la opinión pública española era una de las que más alta valoración tenía de los partidos políticos en las encuestas europeas, y era también una de las más satisfechas con su democracia.

Da vértigo echar la vista atrás y comprobar lo mucho que ha cambiado el país. En 2008 España era todavía un país admirado internacionalmente. Estábamos viviendo un ciclo de crecimiento económico muy prolongado, iniciado en 1994, que nos llevó a superar a Italia en renta per cápita y a aproximarnos a Francia. Habíamos fortalecido la red de infraestructuras, con inversiones masivas en autovías, trenes de alta velocidad, puertos y aeropuertos. Nuestro país era una potencia mundial en energías renovables. Algunas de nuestras grandes empresas tuvieron una expansión internacional impresionante. A partir de 2004, con la formación de un gobierno del PSOE, se inició un periodo de crecimiento enorme del gasto público en I+D. Por lo demás, la deuda pública llegó a estar por debajo del 40%, en cifras muy inferiores a las de la media europea, y el Estado tuvo superávit fiscal por primera vez en democracia. España se puso a la vanguardia en materia de derechos civiles y sociales. Fuimos uno de los primeros países en aprobar una ley de matrimonio homosexual. El país recibió, entre 1990 y 2010, cinco millones de inmigrantes, que venían atraídos por la prosperidad sin fin, y consiguió integrarlos, de una u otra forma, evitando el surgimiento de movimientos xenófobos. El paro bajó del 10%. Los españoles cosechaban grandes éxitos internacionales en deportes, cine, gastronomía, literatura e incluso en ciencia. En fin, el país iba como un cohete.

El 24 de septiembre de 2012, TheNew York Times publicaba una crónica sobre la vuelta del hambre a EspañaTheNew York Times, acompañado por un reportaje fotográfico escalofriante con el título Hambre y austeridad en España. Ese mismo periódico, el más influyente del mundo, colocaba en su portada el 4 de mayo de 2013 una historia sobre La Muela, un municipio de 5.000 habitantes a menos de 25 kilómetros de Zaragoza. La periodista Suzanne Daley eligió La Muela como muestra de todo lo que había ido mal en España. La alcaldesa de la localidad, María Victoria Pinilla, su marido, su hijo, un concejal y 16 técnicos y empresarios fueron detenidos en 2009, en la llamada Operación Molinos. Pinilla y su familia habían amasado una fortuna de más de 20 millones de euros en una gestión disparatada de especulación urbanística. El caso llamó la atención de la periodista norteamericana por los excesos que se cometieron: la corporación municipal de La Muela se embarcó en proyectos faraónicos como la construcción de una plaza de toros cubierta, un centro deportivo con capacidad para 25.000 espectadores, un aviario y dos museos, uno sobre el aceite y otro sobre el viento. Alguno pensará que hay algo de justicia poética en la decisión de la alcaldesa de dedicar un museo al viento.

¿Cómo reconciliar las dos Españas de estos últimos años, la que quería comerse el mundo y la que hoy es incapaz de consensuar un proyecto de futuro? Hemos pasado de una etapa de euforia a otra de depresión, de una fase de extroversión orgullosa a otra de introversión vergonzante y melancólica.

Una forma muy tentadora de encajar ambas percepciones del país pasa por concluir que la fase de crecimiento fue un espejismo, una pompa de jabón que tenía que explotar. España, según esta tesis, ha despertado del ensueño y se ha dado de bruces con la realidad. Y se ha encontrado con que nada aprovechable queda de todo aquello. Urbanizaciones fantasma, aeropuertos sin uso y trenes de alta velocidad que atraviesan el país sin apenas pasajeros: ese es el desangelado legado de los años del dinero fácil. Este tipo de análisis ha dado lugar a un resurgimiento del regeneracionismo de factura “noventayochista”. Lo que la crisis ha dejado al descubierto, según esta visión, son caracteres nacionales que nos impiden tener las instituciones y las economías de los países europeos avanzados: una ilustración insuficiente, el cainismo hispánico, la primacía de los particularismos, una pesada herencia católica, el desprecio a la legalidad, etcétera. Se trata de explicaciones que recurren a la cultura y a la moralidad para dar cuenta de nuestro desgraciado presente. Su manifestación más emblemática es el reciente libro de Antonio Muñoz Molina Todo lo que era sólido, que ha cosechado gran éxito de público y crítica (Antonio Muñoz Molina, Todo lo que era sólido, Madrid, Seix Barral, 2013. Publiqué una crítica dura de este libro, con el título Ideas gaseosas sobre la solidez, en la revista tintaLibre, 5, julio-agosto, 2013, pp. 50-51. El libro defiende algunas tesis verdaderamente sorprendentes, como la de ligar la crisis económica a la memoria histórica y a la descentralización territorial del país). Una característica general de este tipo de enfoques es su profundo “provincianismo”, en el sentido de que se abren y se cierran con España, sin pararse a considerar, ni por un momento, que otros países, con sociedades e instituciones muy distintas de las nuestras, están sin embargo sufriendo dificultades parecidas a las que tenemos aquí.

A partir de este discurso noventayochista sobre los males seculares de la patria, han surgido multitud de propuestas regeneracionistas: basta asomarse a las páginas de opinión de El País para encontrarse con ellas a diario. El formato se repite cansinamente: el autor comienza realizando un diagnóstico sombrío del estado de la nación para, a continuación, presentar una letanía de reformas que España “tiene que” acometer si quiere superar sus problemas (Entre otros muchos posibles, valgan estos dos ejemplos: Guillermo de la Dehesa, ¿Una segunda transición?, El País, 2/2/2013; Jonás Fernández, España está por reformar, El País, 24/12/2013). “Hay que” reformar la administración, “hay que” reformar la justicia, “hay que” reformar el sistema educativo, “hay que” reformar la estructura del Estado, “hay que” reformar el funcionamiento de los partidos, y así hasta el agotamiento.

Muchos de los regeneracionistas parten de un relato común sobre las razones que nos han llevado hasta aquí. En síntesis, dicho relato es este: tras la muerte de Franco, las fuerzas políticas del régimen y de la oposición pactaron unas reglas de juego que favorecían la estabilidad de los gobiernos, según queda reflejado, entre otros aspectos, en el fuerte componente mayoritario de nuestro sistema electoral, que propicia un bipartidismo imperfecto, y en la naturaleza constructiva de la moción de censura, en la que el primer ministro solo cae si un candidato alternativo obtiene apoyos suficientes. La apuesta por la estabilidad suele explicarse como una reacción comprensible ante la fragilidad de los gobiernos que se formaron durante el periodo de la Segunda República. A causa del diseño constitucional de 1978, en España se consolidaron dos grandes partidos, que han tenido un poder enorme en el sistema. Esos partidos han ido “colonizando” nuevos territorios, lo que ha generado un elevado grado de politización de muchas instituciones del Estado, incluyendo los niveles superiores de la Administración, el Tribunal Constitucional, el Consejo General del Poder Judicial y muchos de los organismos reguladores, así como las cajas de ahorros. Todo ello ha favorecido prácticas corruptas, pues el sistema funciona con poca transparencia y no hay instrumentos adecuados de control de la acción de los partidos. Al mismo tiempo, el proceso de descentralización ha generado patologías similares en cada una de las 17 comunidades autónomas, con sus correspondientes elites regionales. La crisis económica, continúa el argumento, ha sacado a relucir las limitaciones de las instituciones nacionales y del Estado autonómico. Si a todo esto se suma la crisis de legitimidad del sistema, tal y como se manifiesta en la falta de confianza de los ciudadanos en las instituciones y los partidos, no queda más remedio que decretar el fin de una etapa.

Llegados a este punto de inflexión (no otra cosa quiere decir el término “crisis”), son legión quienes optan por una refundación del régimen democrático de 1978. Tales empeños adoptan dos formas. En sus versiones más extremas, frecuentadas por el movimiento 15-M y por los partidos a la izquierda del PSOE, se concluye que nada tiene arreglo en el seno del régimen vigente, por lo que hay que poner el contador a cero, es decir, hay que ir a una situación constituyente en la que se definan unas nuevas reglas de juego que superen para siempre el régimen de la transición, el de la Constitución de 1978. En sus versiones más moderadas, la apuesta consiste en someter al país a un tratamiento de choque mediante reformas institucionales y económicas (las famosas “reformas estructurales”), siempre dentro del terreno de juego que define la Constitución, que debe ser modificada, pero de acuerdo con los procedimientos establecidos al efecto. Entre tales reformas institucionales se incluirían la del sistema electoral, la del funcionamiento interno y financiación de los partidos, la de la independencia de la justicia y la de la modernización de la Administración.

En este libro soy más bien escéptico sobre muchas de las propuestas regeneracionistas. No es que no crea que la corrupción es un problema gravísimo de la democracia española: desde luego que lo es. Igualmente, estoy convencido de que hay margen para mejorar la racionalidad del sistema autonómico. Ahora bien, tiendo a desconfiar de las reformas institucionales que circulan en el debate público sobre la crisis por varias razones. En primer lugar, muchos de los análisis que he podido leer pecan del “provincianismo” al que me he referido antes con respecto al libro de Muñoz Molina: hacen una lectura exclusivamente española de los problemas políticos que quieren corregir, sin sacar consecuencias ni extraer lecciones de la experiencia comparada. Es crucial, sin embargo, y así voy a insistir una y otra vez en las siguientes páginas, entender que si otros países atraviesan problemas parecidos de insatisfacción con la democracia y desconfianza hacia los partidos, la causa no puede estar en lo que es específico de cada país, sino, más bien, en aquello en lo que son similares. Resulta imprescindible, para caracterizar con precisión nuestra crisis, elevar la vista más allá de nuestras fronteras. Con todo, el debate en España sigue siendo, en lo esencial, un debate introspectivo, con muy pocas referencias a lo que sucede en otros países europeos. Curiosamente, esto no sucede en los análisis económicos, pues todo el mundo da por supuesto que la evolución de las principales magnitudes económicas solo puede interpretarse a la luz de lo que sucede en el resto de Europa.

En segundo lugar, buena parte de los problemas que sufre el país no depende tan solo, ni siquiera principalmente, de las reglas institucionales. Hay algo de ingenuo en la idea de que basta cambiar las reglas para que las personas modifiquen su comportamiento. La historia está llena de ejemplos de reformas institucionales que no tuvieron efecto alguno o que tuvieron efectos muy distintos a los previstos originalmente. Las patologías políticas españolas pueden proceder en parte de un mal diseño institucional, pero hay también otros factores, de naturaleza social, que se pasan por alto en las propuestas regeneracionistas. Por poner una ilustración que desarrollo en el capítulo 2, en el caso de la corrupción hay explicaciones institucionales, relativas al funcionamiento de los partidos y la politización de la Administración, pero hay también explicaciones sociales: sabemos que aquellos países cuyos ciudadanos tienen bajos niveles de información política tienden a desarrollar mayor corrupción. La información política de la gente, medida por ejemplo a través de la circulación de periódicos en la población, no es algo que pueda determinarse a golpe de BOE. El cambio en una variable como esta solo puede producirse de forma gradual, en el medio y largo plazo.

En tercer lugar, es frecuente en las propuestas regeneracionistas encontrar un elemento de oportunismo político: se trata de aprovechar la crisis económica para justificar reformas institucionales que no guardan una relación clara con dicha crisis. Puesto que toda crisis es una oportunidad para el cambio, son muchos quienes en este contexto pretenden conseguir apoyos para moldear el país según sus principios ideológicos. Es como si en los malos momentos todo el mundo buscara arrimar el ascua a su sardina. De hecho, algunas de las reformas que se propugnan son perfectamente razonables, pero lo eran también hace 10 años, cuando todavía no había llegado la crisis económica. Lo que resulta intelectualmente deshonesto es presentar las reformas políticas como la condición necesaria para superar la crisis. Quien desee que las reformas políticas se lleven a cabo debería justificar su posición con razones políticas, sin apelar de forma tramposa a las supuestas consecuencias milagrosas que tendrán sobre la economía.

Finalmente, creo que los diagnósticos de los que parten los regeneracionistas, aun siendo correctos en buena medida, resultan insuficientes y parciales. Por una parte, llama la atención que rara vez presten atención a la dimensión distributiva de la crisis económica, perdiendo de vista que esta crisis tiene consecuencias muy distintas sobre los países y, dentro de cada país, sobre las distintas clases sociales. Por otra, debe recordarse que hay una dimensión específicamente europea en la crisis política. Uno de los problemas principales, si no el principal, es que la pertenencia al euro estrecha muchísimo el margen de maniobra de los gobiernos, lo cual no puede sino generar una enorme frustración en la ciudadanía. A mi juicio, la impotencia de los gobiernos en el área euro es una de las causas del descrédito de la política en estos tiempos. Y eso, me temo, es algo que no cabe arreglar mediante la clase de reformas que defienden los regeneracionistas.

Frente a las lecturas regeneracionistas de la crisis, en este libro trato de ofrecer una interpretación distinta, que parte de un principio absolutamente obvio, pero que, sorprendentemente, suele pasarse por alto en muchos análisis: la crisis política está estrechamente ligada a la crisis económica. La naturaleza exacta de esa relación, no obstante, es muy compleja de analizar, pues los vínculos entre ambas crisis se dan a varios niveles. En el nivel más básico de todos, la gente rechaza la política tradicional por los malos resultados económicos. No hace falta suponer un razonamiento muy sofisticado por parte de los ciudadanos, en virtud del cual estos atribuyen una responsabilidad directa a los políticos por la tasa de paro y la ausencia de crecimiento económico: sencillamente, cuando la tasa de paro se dispara y hay tanta gente sin ningún horizonte laboral, cunde el desánimo y la irritación, que se canalizan hacia los políticos. Los ciudadanos, desde este punto de vista, no toleran que el paro se desborde, da igual si está en manos de los políticos o no solucionar el problema. Y lo mismo vale para el empobrecimiento de amplias capas de la población, los desahucios, la pobreza energética, la desnutrición infantil y otros problemas sociales que han surgido durante la crisis: todos ellos constituyen una razón muy poderosa para que el ciudadano se sienta fuertemente decepcionado con la política.

En un segundo nivel, la crisis económica tiene un efecto indirecto sobre la política: no son ahora los resultados económicos, sino la manera insatisfactoria en la que el poder político aborda el problema lo que acaba generando una crisis de legitimidad del sistema. Como argumento, en el capítulo 3 de este libro hay una percepción muy extendida, que cruza todo el espectro ideológico, de que la distribución de costes y sacrificios durante la crisis ha sido profundamente injusta. No todo el mundo ha pagado igual: la crisis se ha cebado con los más vulnerables. Y no solo eso: quienes mayor responsabilidad han tenido a la hora de desencadenar la crisis no son precisamente quienes más han pagado por ello.

Por un lado, los trabajadores que han perdido su empleo han sido, sobre todo, los de menor cualificación (en los primeros años de la crisis, fundamentalmente del sector de la construcción, luego ya en todos los demás). Se ha producido asimismo una disminución importante de renta disponible que ha afectado más a quienes menos ingresos tenían. Ha habido además subidas fiscales importantes que han repercutido especialmente en los asalariados. En el otro extremo, tenemos que ha aumentado el número de millonarios en España; no se ha reducido el fraude fiscal, el grueso del cual corresponde a grandes empresas y grandes fortunas; y el Estado ha perdido del orden de 40.000 millones de euros en ayudas al sector financiero que no recuperará jamás, mientras que no ha habido rescate alguno a las familias en bancarrota o a las víctimas de las preferentes.

Quizá la ilustración más lacerante de la injusticia de la crisis sea la de los desahucios. Los bancos son asistidos o rescatados por el sector público mediante préstamos blandos del Banco Central Europeo (BCE), avales del Estado e inyecciones de capital, pero esos mismos bancos se muestran inmisericordes con la situación desesperada de muchas familias que no pueden seguir pagando la hipoteca al perder el trabajo uno o varios de sus miembros, procediéndose al desahucio de sus viviendas ante la pasividad de los gobiernos, primero el de José Luis Rodríguez Zapatero y luego el de Mariano Rajoy. El divorcio entre la ciudadanía y sus representantes es máximo en este caso. Es importante subrayar que el gobierno de turno no puede refugiarse en constricciones económicas o en imposiciones por parte de instituciones supranacionales: dentro del pequeño margen de acción que conservan los ejecutivos europeos, la regulación de la ley hipotecaria es uno de ellos. Por eso mismo resulta tan desmoralizador, desde un punto de vista democrático, la ceguera y falta de sensibilidad de PP y PSOE ante esta cuestión.

La percepción de injusticia tiene un efecto deletéreo sobre el sistema político. El contrato social gracias al cual funciona la política democrática queda cuestionado cuando los ciudadanos consideran que la otra parte, el Estado, no ha actuado en el interés general de la población, sino en el interés de los poderosos y las grandes corporaciones. En otros tiempos, una injusticia tan manifiesta podía provocar la rebelión de la ciudadanía y la quiebra del sistema político. En tiempos más pacíficos, sin embargo, la gente se desentiende de la política institucional, generándose un clima de desafección como el que se observa en los países europeos que han sufrido más con la crisis.

Hay un tercer nivel en el que la crisis económica se traslada a la política: la crisis ha sacado a relucir la impotencia del poder político ante los intereses financieros, las fuerzas de la globalización y, en el caso específico de la Unión Europea, la pérdida de soberanía de los gobiernos en beneficio de instituciones no representativas de naturaleza tecnocrática. Desde que la crisis global de los países desarrollados mutó en una crisis de deuda en la Unión Europea, hemos visto las consecuencias dramáticas del conjunto de decisiones equivocadas que tomaron los gobernantes europeos a propósito del euro en los años noventa. El euro, lejos de promover la convergencia de las economías europeas, ha provocado más bien su divergencia, produciéndose una ruptura en dos bloques: el de los países acreedores (con Alemania a la cabeza) y el de los países deudores (los países mediterráneos más Irlanda). Las políticas de ajuste que se han impuesto a los países deudores para satisfacer los intereses de los acreedores han sido un rotundo fracaso. Tras años de recortes y reformas estructurales, la economía se ha hundido, produciéndose una caída de los ingresos públicos superior en muchos casos al monto de los recortes, lo que ha provocado que los déficit apenas bajen o incluso suban (como en España), que se dispare la deuda pública, que el paro esté en niveles altísimos y que aumente la pobreza y la desigualdad.

Los países deudores han sido intervenidos (Grecia, Irlanda, Portugal, Chipre) o se han impuesto soluciones de gobierno tecnocrático (como en Italia con Mario Monti). El episodio más elocuente sobre el respeto al principio democrático durante la crisis de la deuda europea tuvo lugar en los primeros días de noviembre de 2011, cuando Yorgos Papandréu convocó un referéndum popular sobre las condiciones de un nuevo préstamo a Grecia: los centros de poder europeos reaccionaron con verdadera indignación por el atrevimiento, que ponía en cuestión toda la arquitectura política de la austeridad, y al poco tiempo Papandréu se vio obligado a retirarse y dar paso a un nuevo gobierno. En España no ha sido necesario ni el rescate ni la interferencia política, pues los dos gobiernos, el del PSOE primero y el del PP después, han cumplido como alumnos aplicados las exigencias procedentes de las instituciones europeas, con los resultados económicos que a la vista están.

Quizá lo más humillante en términos políticos haya sido que países que, al menos en teoría, son soberanos y se organizan democráticamente, dependieran enteramente del favor del BCE, institución no democrática que se ha erigido durante la crisis en el verdadero soberano europeo. Los gobiernos nacionales de los países con mayores necesidades de financiación externa han sido marionetas en manos del BCE, que decidía si les ayudaba o no en función de una extraña mezcla de dogmatismo ideológico e intereses económicos de los países acreedores. De forma muy esquemática: el BCE ha interpretado los problemas de la prima de riesgo en los países endeudados como resultado de desequilibrios internos de estos países, sin tener nunca en cuenta los incentivos que el diseño defectuoso del área euro generaba para que los inversores financieros atacaran la deuda pública de los Estados con mayor déficit de cuenta corriente.

Los Estados afectados, al haber cedido toda la competencia monetaria al BCE, se han encontrado inermes para hacer frente a los ataques. Sin un prestamista de última instancia que apoyara sus deudas públicas, los gobernantes se han visto obligados a realizar penosos sacrificios económicos (los famosos recortes) con la intención de calmar a los mercados: dichos recortes no han servido para arreglar el problema de la prima de riesgo y, en cambio, han hundido las economías nacionales de los países periféricos. Solo cuando el colapso del área euro parecía un peligro real, el BCE se decidió a actuar, mostrando a las claras que ha utilizado el problema de la prima de riesgo para imponer las políticas de la austeridad, pues el BCE, si hubiera querido, podría haber resuelto mucho antes el problema. De hecho, bastaron unas palabras contundentes del gobernador Mario Draghi en el verano de 2012 para que la presión sobre la prima de riesgo se relajara automáticamente.

La ciudadanía de los países más afectados por la crisis de la deuda se ha revuelto no solo contra sus gobiernos, sino también contra sus propios sistemas democráticos y, además, de forma muy acusada, contra la Unión Europea, que pasa por una crisis de legitimidad comparable en magnitud a la de los sistemas políticos de los Estados periféricos. Los sindicadores de confianza en la Unión Europea se han hundido. En la actualidad, en un país tradicionalmente europeísta como España, la proporción de gente que confía en una institución como la Comisión Europea es incluso más baja que en el país euroescéptico por antonomasia, Gran Bretaña.

Aunque muchos ciudadanos tengan un nivel bajo de información acerca del funcionamiento del euro, que es un asunto técnicamente bastante complejo, la gente entiende que la capacidad de los gobiernos nacionales para hacer política económica se ha reducido de forma muy notable en la unión monetaria. El actual presidente, Mariano Rajoy, fue especialmente claro en su intervención en el Congreso el 11 de julio de 2012:

"Los españoles hemos llegado a un punto en que no podemos elegir entre quedarnos como estamos o hacer sacrificios. No tenemos esa libertad. Las circunstancias no son tan generosas. La única opción que la realidad nos permite es aceptar los sacrificios y renunciar a algo; o rechazar los sacrificios y renunciar a todo" (Diario de Sesiones del Congreso de los Diputados, X Legislatura, 2012, nº 47, p. 12).

En esas circunstancias, que Rajoy describe con tanta crudeza, son muchos quienes se preguntar acerca del valor del voto en unas elecciones: si sabemos de antemano que quienquiera que sea el partido vencedor se va a ver obligado, con independencia de su ideología, a poner en práctica los “sacrificios”, ¿para qué votar? Si, además, esas políticas son claramente perjudiciales para el país, condenándolo a deshacer un camino recorrido con grandes esfuerzos durante muchos años, es lógico que se forme una corriente poderosa en la opinión pública de decepción profunda con la democracia, las instituciones y la política más en general.

La impotencia democrática que se ha instalado en los gobiernos españoles no puede explicarse únicamente a partir de factores nacionales. Es preciso tener en cuenta la inserción de España en el área euro y, más general, en la Unión Europea. Lo curioso es que mientras que la opinión pública, según revelan múltiples encuestas, ha revisado sus convicciones europeístas y hoy muestra una posición muy crítica hacia la Unión Europea, las elites españolas, tanto económicas como políticas, continúan defendiendo un europeísmo incondicional y acrítico que les aísla cada vez más de la sociedad en la que viven. Así como en Portugal o en Grecia ha habido vivos debates sobre las ventajas e inconvenientes de permanecer en el euro, en España ese debate no ha llegado a surgir. Impresiona leer las palabras finales de José Luis Rodríguez Zapatero en su libro sobre la crisis:

"La Unión Europea y el euro son proyectos irrenunciables, y más aún en la era de la globalización. La fuerza de los valores que inspiran la unidad europea es superior a cualquier circunstancia, por muy adversa que esta sea. No podemos ignorar que los progresos de los 30 años de democracia en España se han logrado de la mano de Europa, por Europa y con Europa, y por muy duras que sean ahora las consecuencias y las limitaciones del euro, no deberíamos ni pensar por un momento en la renuncia al euro" (José Luis Rodríguez Zapatero, El dilema. 600 días de vértigo, Barcelona, Planeta, 2013, p. 377).

La adhesión absoluta a un proyecto técnico e instrumental como el del euro, al margen de las consecuencias que tenga para un país, responden a un cierto tipo de rigidez intelectual que está muy extendida en España. Y el hecho de que nuestro país se haya beneficiado más o menos en el pasado por su pertenencia a la Unión Europea no justifica que ahora o en el futuro España pueda ser castigada sin límite. Más valdría admitir el daño que el euro está haciendo a la sociedad española y luchar para evitarlo, buscando coaliciones con partidos y gobiernos de otros países para hacer frente a los dictados perjudiciales del BCE y de la Comisión, estableciendo así un límite a lo que un país puede aguantar antes de abandonar el club.

Curiosamente, la única manera de que el sistema del euro se reforme en una dirección que lo haga aceptable para los países más débiles consiste en que estos exijan esa reforma en los términos más duros posibles. Mientras los gobiernos y los establishments de los países del Sur porfíen en esa actitud de sumisa aceptación de todos los sacrificios en nombre de un ideal europeo que los propios países del Norte no respetan, estamos condenados a no tener futuro.

Aunque soy consciente de que defiendo una opinión minoritaria, me provoca sumo desconcierto que el debate público en España se centre en la reforma del modelo autonómico, el cambio en la financiación de los partidos y la modificación de la ley electoral y apenas hablemos del autoritarismo del BCE, de la insolidaridad de Alemania, que se niega a la mutualización de la deuda pública europea (los eurobonos), del apoyo de la Comisión a las políticas de austeridad y del limitado espacio democrático que queda en el seno de la unión monetaria. Por supuesto que los economistas hablan de estos asuntos con frecuencia, pero su debate es esencialmente técnico. Lo que estoy reclamando en estas páginas es más bien un debate político, en el que se ponga sobre el fiel de la balanza los costes sociales y políticos (democráticos) de permanecer en el área euro.

Como ya he indicado anteriormente, estoy de acuerdo con todos aquellos que defienden que en España hay un problema grave de corrupción, que los partidos funcionan realmente mal y que hay graves patologías en el sistema autonómico. Pero esos problemas existen desde hace tiempo y no explican el hundimiento de los indicadores de legitimidad del sistema político español. Para dar cuenta de ese hundimiento, resulta imprescindible hacerse cargo de los terribles resultados sociales de la crisis económica y de la impotencia de los gobiernos para hacer frente a los mismos. Aunque tenga matices propios y características específicas, la crisis política española, como se verá en el capítulo primero, es también portuguesa, griega o italiana: todas ellas están relacionadas en última instancia con los errores de diseño del euro y con el déficit democrático de la Unión Europea (se estrecha la democracia nacional mientras que no se abre paso una democracia supranacional).

¿Qué tipo de país será España cuando supere la doble crisis económica y política en la que se encuentra? Si no hay ningún cataclismo institucional, como la ruptura del área euro, lo más probable es que el país salga con una fractura interna muy fuerte, que se traduzca en niveles de desigualdad elevadísimos. Habrá una minoría que se beneficie de las ventajas de la globalización y del euro y una gran mayoría de perdedores, con dificultades cada vez mayores para encontrar trabajos no ya estables, sino simplemente dignos. El Estado de Bienestar español, que siempre ha estado muy por debajo de la media europea en cuanto a financiación y provisión de servicios, será aún más débil: las pensiones públicas solo asegurarán un mínimo de subsistencia y los servicios públicos irán quedando reservados para los más pobres. En general, el país se volverá más liberal y anglosajón en su forma de organizar las relaciones entre mercado, sociedad y Estado.

Desde un punto de vista político, es más difícil anticipar el futuro. Sabemos, por un lado, que en las democracias desarrolladas no se producen derrocamientos violentos. Esto, en principio, nos permite descartar episodios insurreccionales o revolucionarios que acaben con el sistema. Otra cosa es que si la situación sigue deteriorándose, en algún momento pueda haber saqueos o reacciones espontáneas de violencia, pero este tipo de sucesos no suele provocar grandes cambios políticos. Por otro lado, muchos creen que el régimen que se inició con la Constitución de 1978 está agotado y que la única manera de relegitimar el sistema político pasa por una fase constituyente, en la que todo se cambie de forma pacífica. Es harto improbable que algo así ocurra, aunque si el Parlamento se fragmentara mucho, los partidos pequeños y medianos, que serán esenciales para formar gobierno, podrían forzar una revisión constitucional profunda.

Quisiera, sin embargo, situarme en un plano más abstracto para especular sobre las consecuencias más generales que tendrá la crisis en el mundo desarrollado. Para ello, creo que vale la pena volver la mirada hacia la crisis de los años setenta. Dicha crisis tuvo un impacto duradero, pero no porque hubiera revoluciones o grandes cambios políticos en el mundo desarrollado, sino más bien porque se modificaron las reglas de juego. Fueron unos años en los que se habló mucho de crisis de la democracia y de crisis del Estado de Bienestar. Tres autores conservadores, Michel Crozier, Samuel Huntington y Joji Watanuki, escribieron, por encargo de la Trilateral, el libro The Crisis of Democracy: On the Governability of Democracies (1975). A su juicio, los regímenes políticos de los países desarrollados estaban en peligro por un “exceso de democracia”: los sistemas eran demasiado permeables a las demandas procedentes de la sociedad civil, lo cual los volvía ingobernables y excesivamente burocráticos. En esas condiciones, los gobiernos carecían de autoridad para llevar a cabo las políticas anticrisis y no podían establecer planes estratégicos a medio y largo plazo. Desde la izquierda, James O'Connor publicó The Fiscal Crisis of the State en 1973, defendiendo la tesis de que el Estado de Bienestar era insostenible, pues la dinámica democrática conducía a un aumento constante del gasto social que no se veía compensado por un aumento equivalente de los ingresos. Ese mismo año, JürgenHabermas publicó su libro Problemas de legitimación en el capitalismo tardío, en el que argumentaba que el capitalismo destruía los valores precapitalistas que lo embridaban y lo hacían aceptable ante la ciudadanía. La destrucción de dichos valores morales llevaba a la erosión de la legitimidad del Estado en su intervención en el sistema económico, de manera que o bien el Estado renunciaba a su papel activo o bien actuaba en un sentido meramente tecnocrático, no político.

A pesar de todas estas advertencias, las democracias desarrolladas consiguieron sobrevivir a las demandas sociales, los Estados de Bienestar no entraron en quiebra y el capitalismo, tras el hundimiento de la URSS y el socialismo real, se convirtió en el único sistema económico posible. A medida que la economía mejoró durante la década siguiente, la de los años ochenta, las preocupaciones de los setenta fueron quedando en el olvido. No obstante, ya nada fue igual después: el consenso keynesiano o socialdemócrata de la posguerra empezó a perder fuerza ante el embate del neoliberalismo representado por Ronald Reagan en Estados Unidos y Margaret Thatcher en Gran Bretaña.

La crisis actual también está transformando el terreno del juego. Al igual que con lo ocurrido en los setenta, creo que en esta crisis se está produciendo un cambio de gran alcance en la naturaleza de la democracia. La crisis ha acelerado algunos procesos de transformación que amenazan con convertir las democracias representativas que conocemos en algo muy distinto.

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El problema general es el de la impotencia al que antes me he referido. Los gobiernos nacionales han ido perdiendo margen de maniobra, en parte debido a las fuerzas de la globalización, que generan mayor dependencia de la política con respecto al capital, y en parte debido al proceso de vaciamiento de la capacidad de autogobierno. En los países desarrollados, se ha ido delegando el poder de decisión sobre materias esenciales, fundamentalmente económicas, a instituciones independientes o supranacionales que no tienen responsabilidad democrática alguna, y en muchos casos se han constitucionalizado reglas que atan las manos de los gobiernos (como la reforma constitucional española de 2011 que obliga a un déficit estructural nulo y que establece la prevalencia del interés de los acreedores sobre el de los deudores). De esta forma, las decisiones colectivas sobre asuntos económicos ya no se toman en función de las preferencias de los ciudadanos (principio básico del autogobierno democrático), sino en función de lo que establecen agencias y reglas sin base popular.

La Unión Europea es, en este sentido, el proyecto más radical en el proceso de adelgazamiento democrático que están viviendo muchos países. Señala la dirección en la que evolucionarán las democracias en el futuro. En el epílogo del libro presento algunas reflexiones (un tanto sombrías) al respecto. Según lo veo, el porvenir político que dibuja la crisis es el de un régimen liberal y tecnocrático, con formas residuales de democracia (a nivel local o regional en todo caso), en el que las libertades y los derechos fundamentales estarán garantizados gracias al Estado de derecho, pero en el que no habrá autogobierno político. No nos dirigimos, por tanto, hacia nuevas formas de autoritarismo, sino hacia un Estado liberal y tecnocrático sin autogobierno. Habrá libertad personal, sí, pero no se ejercerá políticamente. El papel de los ciudadanos consistirá en controlar la honestidad y la capacidad de los gestores públicos, no en elegir entre alternativas políticas o ideológicas. En un orden tecnocrático, el poder lo ejercerán expertos al servicio de los grandes intereses corporativos. Podrá haber formas de resistencia ciudadana cuando se cometan graves abusos, pero no habrá un debate auténtico sobre programas alternativos de gobierno.

Si estoy en lo cierto y estamos entrando en una nueva fase política, caracterizada por el liberalismo y la tecnocracia, no debería sorprender que la opinión pública de los países que más están sufriendo en esta gran transformación muestre actitudes de gran decepción con la política y la democracia. Sin duda, son claves los malos resultados económicos, pero parece que muchos ciudadanos han empezado a entender también que el vínculo representativo se está deshaciendo: de ahí la profunda insatisfacción democrática que se observa en la mayoría de los países de la Unión Europea. La crisis política es, ante todo, resultado de la impotencia de los gobiernos".

El desplome de la economía ha despertado una profunda desafección de los ciudadanos hacia la política. Frente a los que piensan que se trata de una crisis institucional, Ignacio Sánchez-Cuenca, profesor de Ciencia Política, director del Instituto Carlos III-Juan March de Ciencias Sociales y colaborador de infoLibre, sostiene que la raíz del mal está en la impotencia democrática del poder político ante los problemas de la economía. infoLibre ofrece un adelanto de su último libro, La impotencia democrática, un relato sobre la crisis política en España que Libros de la Catarata publica el próximo viernes:

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