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Izquierda e izquierdismo

Antiguamente, cuando había revoluciones y existía la Unión Soviética, el “izquierdismo” era una “enfermedad infantil” del comunismo. Así lo dejó escrito Lenin en su famoso libro de 1920. A su juicio, la desviación “izquierdista” era fruto de la impaciencia revolucionaria y de la inexperiencia política. Los “izquierdistas” rechazaban la jerarquía y la disciplina del partido, olvidando que el comunismo solo era alcanzable a través de un partido de vanguardia bien organizado, cohesionado, en el que toda consideración quedase supeditada a la toma revolucionaria del poder.

El izquierdismo contemporáneo es una cosa bien distinta. Ha surgido como consecuencia de la crisis: se ha creado una situación tan injusta durante estos últimos años que la legitimidad del capitalismo y de las instituciones de la democracia liberal ha sufrido notablemente. Mucha gente se ha hartado, con buenos motivos para ello, y hoy cuestiona “el sistema”. Por un lado, tenemos los desahucios, la pobreza energética, la pobreza infantil, un paro escandaloso y una caída de ingresos que está siendo más intensa para la gente con bajos recursos que para la clase media y alta. Por otro lado, las ayudas a la banca con dinero público, la amnistía fiscal, las puertas giratorias entre la política y los consejos de administración, la corrupción de partidos, sindicatos y organizaciones empresariales y las compensaciones y pensiones astronómicas de los financieros.

Se trata de una combinación explosiva, que ha dado pie a que mucha gente diga “basta”, cuestionando tanto las bases del capitalismo financiero de nuestra época como las de la democracia representativa. De ahí el grito de “¡No nos representan!”. La clase dirigente española parece sorprendida por esta reacción y creen, con su cortedad de miras habitual, que pueden atajar el problema mediante campañas de desprestigio contra el nuevo izquierdismo. Pero me temo que mientras las injusticias a las que antes he hecho referencia no se corrijan, el izquierdismo continuará creciendo.

Una de las principales consecuencias de la injusticia en el reparto de sacrificios es que mucha gente ha renunciado a hablar de políticas concretas contra la crisis o sobre la modernización del país. Se ha abusado tanto del discurso reformista que este ha dejado de tener credibilidad. Llevamos seis años de crisis y hasta ahora las reformas han consistido, sobre todo, en recortar el Estado del bienestar, recortar las pensiones y desregular el mercado de trabajo para que sea más rápida la bajada de los salarios. Sin embargo, seis años después, aún no ha habido reforma fiscal, pese a que esta era probablemente la más urgente de todas ante una caída de ingresos que no tiene paralelo en Europa y que ha obligado al Estado a realizar recortes traumáticos. Tampoco se ha acabado con el problema de los desahucios, a pesar del clamor de la opinión pública y de que es un asunto relativamente simple, en el que no cabe escudarse en las restricciones procedentes de Bruselas. Y, desde luego, se ha avanzado muy poco en la modernización pendiente del país. A la vista de estos resultados, ¿qué razones tiene el ciudadano para seguir creyendo a quienes insisten en la necesidad de nuevas reformas estructurales?

La superioridad moral de la izquierda

La desconfianza hacia los partidos tradicionales es en estos momentos tan profunda que no hay espacio para debatir sobre propuestas reformistas. Si alguien se atreve a proponer cambios en el sistema de subsidio de paro, en las políticas activas de empleo o en la estructura funcionarial de la administración, automáticamente se sospechará de una agenda neoliberal oculta, que llevará a que acaben pagando el coste “los de siempre”. La injusticia lacerante de la crisis ha laminado cualquier posibilidad de un debate constructivo en torno a políticas y programas concretos de actuación. Muchos analistas prefieren creer que el problema es “cultural”, relativo a la intransigencia y el dogmatismo del izquierdismo español, pero cabe pensar que dicho izquierdismo no es sino un reflejo de unas condiciones económicas que dejan poco margen para la confianza y el reconocimiento mutuo que se precisan en toda deliberación colectiva sobre las políticas a realizar.

Los efectos corrosivos de la crisis están disolviendo el “contrato social”. Solo combatiendo las injusticias de la crisis podrá retomarse un debate público fructífero sobre políticas. O, con otras palabras, si queremos que las reformas que necesita el país para aumentar su eficiencia económica y política sean factibles desde un punto de vista social, será necesario acompañarlas de otras reformas, de aquellas que incidan en la redistribución, paliando los problemas más graves de pobreza y reduciendo la desigualdad. Esto es algo que los “regeneracionistas” de toda condición parecen incapaces de entender: las reformas que proponen solo serán viables si hay un amplio consenso social en torno a las mismas, pero ese consenso resulta inalcanzable mientras tantos ciudadanos perciban una injusticia radical en el funcionamiento del sistema.

El ascenso del izquierdismo en la sociedad española no es sino la constatación del fracaso de los partidos tradicionales para dar soluciones a una sociedad fuertemente golpeada por la crisis. En este sentido, debe reconocerse que la socialdemocracia ha dejado un agujero enorme: le ha faltado audacia, empatía y credibilidad. Si por lo menos el nuevo izquierdismo sirviera para cambiar los hábitos podridos y la mediocridad reinante en el Partido Socialista, ya se habría ganado algo.

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