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Niños, casas y zarandajas

El número de nacimientos en España en el año 2008 se situó por encima del medio millón. En 2023 fue de 322.075. En este lapso de quince años, salvo un inapreciable repunte en 2014, la curva ha sido descendente. Es cierto que en las sociedades desarrolladas la natalidad disminuye por diferentes factores que van desde las expectativas sociológicas hasta la mayor inclusión de la mujer en el trabajo asalariado. Lo que también parece innegable es que la Gran Recesión marca un declive demográfico que el repunte de la economía no ha conseguido mejorar.

En nuestro presente hemos superado la barrera de los 21 millones de cotizantes a la seguridad social, en los últimos años se ha subido el salario mínimo un 54%, se han implementado medidas de protección de la producción como los ERTE y estamos superando la crisis inflacionaria interviniendo de manera exitosa el mercado de la energía. Hemos salido de las sucesivas crisis a las que nos hemos enfrentado desde 2020 de manera muy diferente a como salimos de la Gran Recesión, es decir, con un impulso legislativo que ha apostado por la redistribución en vez de por la precarización

En España hay muchos menos nacimientos de los que había antes de 2008. Para tener niños hay que tener ganas. También un trabajo más o menos estable con el que mantenerlos. Pero, desde luego, un lugar para criarlos. Y resulta que el precio de la vivienda en España vuelve a ser un problema, esta vez, además, también en el alquiler, opción que servía de refugio a todos aquellos a los que no les daban una hipoteca, aquella parte de la clase trabajadora con menos estabilidad e ingresos.

La ecuación parece sencilla: sin casas no hay niños ni niñas. No hay futuro, no hay capacidad de trazar un proyecto de vida en el que quepa la construcción de una familia. Y esto es innegable. Podemos, repito, tirar de análisis sociológicos y convertir este problema en una cuestión de querencias, de que ahora en vez de descendencia se prefiere viajar al sudeste asiático, un gato, el hedonismo y no sé qué. O podemos dejarnos de tanta zarandaja –el nombre que en español deberían recibir las guerras culturales– y afirmar que nos encontramos ante un problema de reparto del capital.

Un problema de reparto del capital diferente al que teníamos en la segunda mitad del siglo XX, donde, en Europa occidental, existía explotación del trabajo asalariado pero también una cierta estabilidad y bastante intervención pública para lograr el reparto de la riqueza. Había casas, había niños. ¿Qué es lo que nos ha sucedido desde el inicio del siglo XXI? Que la semilla que plantaron Reagan y Thatcher dio sus frutos y, hubiera quien hubiese al timón del Gobierno, la economía desbridada pasó de llevar el capital de negocios productivos a otros puramente especulativos. Gana mucho, gana rápido y no mires atrás.

La semilla que plantaron Reagan y Thatcher dio sus frutos y, hubiera quien hubiese al timón del Gobierno, la economía desbridada pasó de llevar el capital de negocios productivos a otros puramente especulativos. Gana mucho, gana rápido y no mires atrás

La empresaria María Álvarez analiza este fenómeno en su artículo La vivienda y el nuevo feudalismo, donde explica que el suelo urbano de las ciudades es el activo en el que se refugian dos tercios de toda la riqueza mundial, una que se ha triplicado en estos últimos 20 años, pero sólo por la apreciación de los inmuebles. Desde que el gigantesco casino de las finanzas mundiales puso sus garras en la vivienda se han multiplicado por diez los recursos que un hogar destina a la vivienda, siendo en 1985 de un 4% y de un 40% en 2024. No hay medida redistributiva sobre los sueldos que compense este brutal incremento.

El problema no es sólo de inequidad, no es sólo de crisis de nacimientos o de pérdida de las más mínimas perspectivas vitales. Lo es, también, de que cada euro que se destina a la vivienda se deja de destinar a la economía productiva. Los trabajadores, que son también consumidores, han pasado de gastar un 85% en bienes y servicios en 1985 a un 70% en estos últimos años. Eso sin contar con los miles de millones de dinero público que el Estado ha dejado de ingresar con exenciones fiscales en vivienda o subvenciones directas a la hipoteca o el alquiler que, pudiendo paliar en un momento determinado el problema, lo han empeorado a medio plazo. 

El dinero a los rentistas les llega de todas partes y les llega en cantidades cada vez mayores. Dinero que vuelve a un casino urbanístico donde es imposible perder por lo amañado de las reglas. Una inversión que nada tiene que ver con la tradicional compra de una segunda vivienda, el “por si acaso” de la clase media, sino con la acción coordinada de fondos buitre que utilizan incluso algoritmos para controlar de manera coordinada las subidas de las rentas o con profesionales que están empobreciendo nuestras ciudades transformando barrios enteros en zonas de alojamiento vacacional. 

Sabemos que la vivienda es un problema que está pasando de ser estructural a trágico. El absurdo precio que está alcanzando no es una consecuencia indeseada del sistema, es el sistema funcionando, uno que está pensando para crear mucha riqueza para unos pocos mediante la desposesión de muchos. Sabemos también que ese gran rentismo es la guardia pretoriana para la reacción más furibunda que hay en este país. En medio, unos pequeños propietarios de clase media secuestrados emocionalmente que, aun viendo que sus hijos sufren el problema de igual manera que el resto, reaccionan de manera histérica ante cualquier tímida medida que pretenda atajar el problema. 

También millones de jóvenes de clase trabajadora que esperan que todo vuelva a ser como antes. La cuestión es que esto no es una etapa, sino un expolio calculado que, repetimos, tiene que ver con el desigual reparto de capital en nuestro país, con cómo ese capital se apuesta en la economía especulativa en vez de en la economía productiva. Algunos de ellos, al parecer, silbaron a Pedro Sánchez y le llamaron “perro” mientras que el presidente anunciaba el fin del visado de oro, una medida que sólo ha valido para que unos cuantos miles de ricos puedan especular de manera cómoda con la vivienda en nuestro país.

Así funcionan las zarandajas. 

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