Aquello sí ocurrió

Pasamos página rápido, seguramente era lo que cabía esperar. Cuando un suceso nos golpea en lo más profundo, en esa íntima sensación de seguridad, fingimos creer que no fue tan grave, incluso que no sucedió. Se escribieron algunos libros, se redactaron algunas crónicas, el primer año incluso hubo algún acto de conmemoración. La actualidad valió como cepillo con el que borrar el recuerdo, impidiendo que echara raíces de las que hubieran brotado las hojas de la reflexión. Alguna elección autonómica, donde se esgrimió la libertad como eufemismo de lo egoísta, valió para dar por amortizado todo aquello. 

Pero todo aquello sí ocurrió. Hubo más de 125.000 víctimas, 30.000 de ellas las primeras semanas. Decidimos vivir de espaldas a la pandemia de coronavirus como esos animales que ocultando su cabeza creen que el peligro desaparece. Vivir negando uno de los acontecimientos más definitorios de nuestras vidas sólo valdrá para estrellarse, una y otra vez, contra los mismos problemas que desencadenaron la catástrofe: de los virus no es responsable nadie, de la forma de enfrentarnos a lo inesperado, sí. 

Sin embargo, unos pocos aún alzan la voz. Por ejemplo aquellos que no se conforman con lo que sucedió en las residencias de la Comunidad de Madrid, donde su presidenta, Isabel Díaz Ayuso, dictó unos protocolos para no trasladar a los enfermos a los hospitales, dejando sin medicalizar los geriátricos, lo que provocó una mortandad de más de siete mil personas. Aquellos criterios de exclusión tuvieron en cuenta, eso sí, la renta, ya que quien tenía seguro privado sí fue derivado a los hospitales de pago. Por más que Ayuso mienta, por más que gane elecciones con mayoría absoluta, aquello sí ocurrió.  

En lo peor de la pandemia, cuando los muertos no cabían en los tanatorios, se decidió agilizar las contrataciones públicas para adquirir material sanitario. El caso de corrupción protagonizado por Koldo García, en la época en que era asesor del entonces ministro de Fomento, José Luis Ábalos, estalló la semana pasada pero procede justo de esas fechas, hace ahora casi cuatro años. Según apuntan las investigaciones, una trama de unas veinte personas aprovechó la posición de García para firmar contratos con diferentes administraciones públicas y obtener de ellos cuantiosas mordidas que blanquearon mediante empresas pantalla. 

La situación no es precisamente nueva, por mucho que la derecha esté celebrando con fuegos artificiales este duro golpe para el Gobierno. Bien lo sabe Feijóo, que si está sentado donde está sentado es gracias a que Pablo Casado fue depuesto al cuestionarse si “cuando morían 700 personas al día se puede contratar con tu hermana y recibir 286.000 euros”. También, por ejemplo, Martínez Almeida, a quien dos vivos le saquearon el Ayuntamiento presumiendo de las buenas relaciones que uno de ellos tenía con él. Ni la hermana, la señora Ayuso, ni el alcalde de Madrid dimitieron de su cargo, ni su partido les pidió explicaciones por ello. 

La cuestión es que, por vivir de espaldas a todo aquello, no formulamos las preguntas correctas. La primera es por qué España, ni prácticamente ningún país europeo, tuvo capacidad industrial para afrontar la fabricación propia de material sanitario. La segunda es por qué las cadenas comerciales del mercado internacional se derrumbaron como un castillo de naipes cuando más falta hacían. La tercera es por qué se tuvo que depender de empresas de importación privadas, comisionistas y facilitadores de todo pelaje, en vez de contar con una administración fuerte que pudiera haber hecho frente a aquellas operaciones. La respuesta es sólo una: el caótico y ruinoso capitalismo neoliberal del siglo XXI. 

Mientras que algunos trazaban su plan corrupto, otros se pusieron a diseñar un plan para fabricar respiradores. Se trató de los sindicalistas de la industria del automóvil. Un ejemplo de ingenio y solidaridad, pero sobre todo de conciencia de clase

Y esto, conocer el sistema socioeconómico por el que nos regimos, sus terribles contradicciones, nos vale para afirmar que todo aquello sí ocurrió, pero además explicar la manera precisa en que sucedió, al menos bastante más que apelar a las flaquezas de la condición humana. La corrupción, como fenómeno de raigambre económica, nunca flota en el vacío. La ética, la barrera que nos impide tomar malas decisiones, cae. Pero para que ese derrumbe tenga consecuencias hacen falta unas estructuras que permitan el flujo indecente del dinero. 

Todo es posible cuando ambas situaciones se concatenan. Miren si no a los señores del PP que estos días andan dando lecciones de limpieza. Hace ahora diez años descubrimos cómo habían utilizado el Instituto Miguel Ángel Blanco para falsear facturas de la Gürtel. Hace falta tener el corazón muy negro para aprovecharte del nombre de tu faro moral, aquel joven víctima del terrorismo, con la intención de blanquear dinero. Hace falta también haber instituido a tu partido como centro de una trama que aprovechaba el descontrol del ladrillazo para financiarse ilegalmente. Bien está recordar, mejor entender. 

Todo aquello sucedió y a algunos les valió para dar rienda suelta a su cinismo, que a menudo no es más que el refugio del hipócrita. Les reconocerán porque son aquellos que ríen irónicamente de aquel pensamiento que afirmaba que íbamos a mejorar tras la pandemia. Si no lo hicimos, si aquel 2020 no fue nuestro espíritu de 1945, se debe a que todo lo que sí se avanzó se está sepultando bajo cuatro toneladas de tierra para que nadie pueda sacar conclusiones justas y acertadas de aquella situación. 

Déjenme que les recuerde que, mientras que algunos trazaban su plan corrupto, otros se pusieron a diseñar un plan para poder fabricar mascarillas y respiradores. Se trató de los sindicalistas de la industria del automóvil. Aquello fue un ejemplo de ingenio, creatividad y solidaridad, pero sobre todo de conciencia de clase, de ayudar a los tuyos cuando más falta hacía, de servir de muleta a unos servicios públicos debilitados por la peste del austericidio. A estas alturas no sé si valdrá de algo darles las gracias. Lo que sí sé es que merece la pena que no lo olvidemos, porque aquello también ocurrió.

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