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El Gran Wyoming

De lo que ocurrió aquel día sólo se sabe lo que se vio y lo que se oyó. Han pasado más de treinta años y todavía no estamos preparados para asumir una información de ese calado en esta democracia con libertad de expresión y de información en la que vivimos.

Por una razón extraña, ajena a la lógica, los españoles son tratados como entes pueriles a los que se les retrasa la verdad sobre los Reyes Magos, el Ratoncito Pérez y, ya puestos, de otros acontecimientos dramáticos que pueden perturbar su inestable psique, porque otros españoles que parecían normales antes de ser elegidos a través de la urnas para dirigir los designios de la Historia, una vez que toman posesión de sus cargos, quedan imbuidos de un grado de madurez que les permite y obliga a ser sufridores en exclusiva del daño que entraña la verdad.

Como un padre digno de la mejor literatura rusa, de la más contundente dramaturgia imaginable, que oculta una enfermedad letal a su familia para capitalizar en solitario el dolor que destruiría la convivencia, y es capaz de mantener la sonrisa y una fingida vitalidad que casi le ahoga al llevar las lágrimas por el camino inverso, inundando su organismo de congoja, así nos protegen nuestros gobernantes de la verdad para que podamos seguir etéreos, levitantes ingrávidos, disfrutando en este paraíso terrenal que nos proporcionan para el solaz y el relajo de nuestras disminuidas mentes.

Es el pueblo ingrato el que, a este sacrificio de aquel que todo lo sabe y está dispuesto a cargar con el fardo de la Historia para garantizar la estabilidad del Estado, lo llama ocultación de la verdad. Es la incultura de nuestras gentes la que simplifica esta sobreprotección profiláctica para evitar el trauma colectivo en un vulgar: “Nos tratan como si fuéramos gilipollas”; demostrando que tenía el razón el Caudillo cuando afirmaba que el español era un pueblo genéticamente incapacitado para administrar la libertad.

Sin restar un ápice de mérito a los que se sacrifican por su pueblo en una demostración de vocación de servicio encomiable, me asalta una duda: ¿En qué momento un ser normal adquiere la condición de superior que le capacita para conocer aquello que a los demás se oculta? ¿Cómo es ese halo protector que confiere la entrada en la Presidencia del Gobierno que hace a esos hombres inmunes al dolor que causa esa verdad que nosotros no podemos asumir?

Como ciudadano agradecido por ese trato que me evita la laceración constante de la conciencia real del mundo en el que vivo, me gustaría proponer, sin ánimo de crítica, una terapia paliativa del daño que causa la Historia. Tal vez sería bueno para evitar especulaciones y versiones paralelas de los acontecimientos cotidianos, así como absurdas teorías conspiratorias, que nos fueran acostumbrando a la verdad poco a poco, como hacen los psicólogos conductistas. Así evitaríamos esa sospecha que se cierne sobre los responsables de la custodia de las actas y documentos oficiales, en el sentido de que lejos de evitarnos un mal mayor, sólo pretenden ocultar a los verdaderos responsables de, en este caso, el intento del golpe de Estado.

¿Y si finalmente descubriéramos quiénes fueron los verdaderos organizadores de la trama? ¿Cuándo seremos tan mayores que podremos escuchar las grabaciones que se hicieron de las conversaciones telefónicas de aquellas tarde y noche desde el Congreso de los Diputados que motivaron el arresto del general Armada? Dicen que su escucha hizo llorar al rey. ¡Madre mía! ¡Qué interesante! Así, a modo de aperitivo, nos han deslizado las llamadas entre Tejero y García Carrés, el único civil condenado por el golpe que negó en el juicio cualquier evidencia de su implicación, como también hizo el general Armada. Cuando se trata de salvar el pellejo se aparcan los amores patrios, la gallardía, la valentía y el honor en base al cual se toman estas iniciativas cuyo fin es salvar España y que pueden regar de sangre nuestras calles.

Atrás quedan los actos heroicos que pueblan las soflamas golpistas cuando ante el juez, condescendiente de por sí con estos muchachos, se miente para evitar la cárcel. Se olvidan las amenazas de los participantes con pegar tiros en la cabeza a los que no obedecieran, la negativa de aquellos números, sargentos, tenientes, capitanes a cuadrarse ante el general Gutiérrez Mellado, y su empeño en hacernos creer que no sabían dónde iban ni para qué. Al parecer no reconocieron el lugar. Tampoco al presidente Suárez, ni a Carrillo, ni a Felipe González, ni a Guerra. Lo que no cuadra es su actitud chulesca y amenazante, con lo de ser ajenos a lo que estaba pasando. Sólo recibían órdenes. Como la que se dio en Valencia a la población prohibiendo acercarse a las tropas de los tanques que recorrían las calles, y a éstas de disparar sin previo aviso contra cualquiera que se aproximara. Órdenes.

Nunca sabremos qué pasó, y en consonancia con esta defensa de los artífices y ejecutores del golpe, como si fueran aliados, los distintos gobiernos se encargan de impedir a los historiadores el acceso a los archivos.

En otro orden de cosas, pero en la misma dirección, en el 2011 el gobierno de Zapatero impidió la desclasificación de la documentación diplomática entre 1936 y 1968 que estaba lista para ser consultada en ese mismo año. Se trataba de 10.000 documentos de gran interés histórico. Quedó blindado cualquier dato que tuviera que ver con las relaciones diplomáticas.

El actual ministro de Exteriores, José Manuel García Margallo, en esa actitud tan nuestra de decir una cosa y hacer la contraria aseguró que revisaría ese acuerdo para poner en manos de los investigadores aquellos documentos que no afectaran a la seguridad nacional. Lejos de eso, ha complicado la situación, a esta gente no se le pueden dar pistas. Ante la petición de historiadores de cumplir con la desclasificación prevista por ley, el Ministerio de Margallo ha cerrado el acceso a su Archivo general y ha dispersado sus fondos entre el Archivo Histórico nacional y el Archivo general de la Administración, negando su acceso sine die y cortando por tanto las investigaciones que estaban en marcha. Sí, es lo que parece, un atentado más contra la libertad de información. Esta prohibición abarca, nada más, desde siglo XV al siglo XX. No afecta a los que quieran especular sobre la caza del bisonte en Altamira.

Seguirán llegando documentales conmemorativos del 23 F año tras año para recordarnos que podemos vivir tranquilos bajo nuestras mentes tuteladas el sueño eterno de los infantes. Como decía León Felipe:

“Yo no sé muchas cosas, es verdad.

Digo tan sólo lo que he visto.

Y he visto:

que la cuna del hombre la mecen con cuentos,

que los gritos de angustia del hombre los ahogan con cuentos,

que el llanto del hombre lo taponan con cuentos,

que los huesos del hombre los entierran con cuentos,

y que el miedo del hombre...

ha inventado todos los cuentos.

Izquierda Plural pide una investigación sobre el 23-F

Yo no sé muchas cosas, es verdad,

pero me han dormido con todos los cuentos...

y sé todos los cuentos."

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