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¿Quieres saber cuándo te vas a morir?

En un mundo que gira a 107.280 kilómetros por hora, la actualidad incierta, desquiciante y sorprendente produce, de media, una última hora cada diez minutos —algunas veces hasta dos—. A pesar de la vorágine informativa, hay algunas de esas alertas que suenan insistentemente en el móvil que logran captar más mi atención que otras. La última, hace unos días: una inteligencia artificial es capaz de predecir cuándo va a morir una persona.

Mi primera reacción fue pensar: "Vale, los de Netflix se han pasado el juego y vivimos dentro de un capítulo de Black Mirror". La segunda, fue hacerme LA —sí, con mayúsculas— pregunta.  ¿Quiero saber cuándo me voy a morir? ¿Alguien tiene la necesidad de conocer cuándo se va a morir o cuándo va a tener que enterrar a un familiar, a su pareja o a una amiga? ¿Es que los gurús de Silicon Valley ya no respetan nada, ni siquiera el trabajo de videntes y adivinos?  

La respuesta instantánea fue decir que no. ¿Prefiero vivir en la ignorancia? Pues sí, para qué negarlo. Aunque, mentiría si no confesara que a los diez segundos mi cabeza ya se estaba montando películas de tres horas con finales alternativos incluidos. 

Conociendo la fecha de mi fallecimiento, podría dejar todo, como dicen las abuelas, "bien atado": desde quién va a cuidar de mi gata cuando no esté hasta como quiero que sea mi entierro —he visto los suficientes capítulos de la maravillosa A dos metros bajo tierra para ahorrarme ya sorpresas desagradables como que suenen aburridos himnos eclesiásticos en mi funeral cuando preferiría mil veces cualquier canción de Vetusta Morla—. También me puedo despedir como es debido de mis seres queridos y apuntarle a mi madre todas mis contraseñas, incluidas las de HBO o Amazon Prime. Y, sobre todo, aunque suene a tópico, puedo vivir sin ningún tipo de preocupación, realmente como si me fuese a morir mañana. 

Haciendo la misma pregunta a familiares, amigas y compañeras de trabajo, he descubierto que el mundo se divide entre los que quieren saber cuándo se van a morir, los que se mantienen en un inflexible no y los que dicen que no instintivamente para diez segundos después decir "bueno, casi mejor que sí". Esta última, es lo que he llamado una respuesta a la gallega. 

Sin embargo, y aquí vienen las malas noticias, aquel titular tan redondo sobre obtener mi fecha de muerte no lo era tanto. Como la realidad a veces se empeña en estropear buenos titulares, esa información tenía ciertos matices. Por lo visto, y según recoge la revista Nature Computational Science, un equipo de la Universidad Técnica de Dinamarca ha desarrollado una inteligencia artificial que es capaz de adivinar con una precisión del 78% —aquí el primer matiz, porque tiene margen de error— si una persona va a morir en los próximos cuatro años —aquí el segundo, porque si es en seis años no lo sabrá, aún—. 

El objetivo —y aquí el tercero—  no es conocer la fecha exacta de muerte: busca anticiparse a futuras dolencias y adelantar tratamientos, una meta útil y beneficiosa. Algo realmente poco frecuente en tecnología. Sólo hay que recordar que durante el último año esta industria se ha llenado de mensajes apocalípticos desde la irrupción de ChatGPT, que ha popularizado nuevas herramientas y sistemas que han abierto la puerta a la aparición de fotos falsas de Donald Trump detenido, a la llamada pornografía sintética que desnuda desde niñas a famosas o a divertidos vídeos doblados al inglés. Es decir, a más desinformación, nuevas formas de violencia machista o a suplantaciones de identidad.

Aunque su objetivo esté alejado de la maldad que suele rodear a la inteligencia artificial, el buen fin de la inteligencia artificial que adivina la fecha de muerte también encierra un lado oscuro: necesita un banco de datos sanitarios de millones de personas para entrenarse, cruzar variables y poder ofrecer resultados fiables. Por ahora, tiene los de más de seis millones de personas junto con entrevistas y grabaciones de vídeos, logrados de forma legal por el Gobierno danés. 

Pero la legalidad es una frontera muy difusa cuando hablamos de inteligencia artificial en particular, y de tecnología en general. Al final, si algo une a esta incipiente herramienta de medicina danesa o a los modelos de lenguaje como ChatGPT con los algoritmos de las redes sociales, los buscadores como Google o las plataformas de streaming son los datos. Nuestros datos. 

Como me llevan explicando con mucha paciencia los expertos durante los últimos años, primero hablando sobre Instagram, TikTok o X y ahora sobre la inteligencia artificial, es que si algo es gratis es que el producto somos nosotras y el pago son nuestros datos. Las redes sociales los quieren para su negocio publicitario, y la inteligencia artificial para entrenar a sus sistemas y hacerlos más potentes. Al final, todos buscan monetizar nuestros datos para seguir llenando de dinero sus bolsillos ya llenos. 

Mientras unos se enriquecen, nuestros datos pululan entre plataformas a precio de oro. Muchos, como ya sabemos, pueden acabar en malas manos. Y otros, como en el caso de esta inteligencia, en las manos equivocadas. 

Empezamos aceptando las condiciones de la versión gratuita de Instagram, seguimos cediendo nuestros datos para saber si nos vamos a morir mañana y terminamos tolerando una ley de inteligencia artificial que abre la puerta a una vigilancia masiva digital

Aunque en España la sanidad es universal, pública y gratuita, en otros países no, como en EEUU —sede, por cierto, de la gran mayoría de las tecnológicas punteras—. ¿Se imaginan que los datos que han cedido para entrenar a esta inteligencia artificial terminen en las empresas de seguros sanitarios y que decidan en base a ellos si nos conceden o no asistencia sanitaria? Y se podrían hacer esta misma pregunta con miles de otras variables y escenarios. 

La tecnología puede parecer intrascendente, un divertimento o herramientas ceñidas al mundo digital. También puede parecer que las noticias tecnológicas no son lo suficientemente relevantes para abrir informativos o periódicos. Pero impactan —o impactarán— en nuestro día a día. Empezamos aceptando inconscientemente las condiciones de uso de la última versión gratuita de Facebook e Instagram, seguimos cediendo nuestros datos sanitarios para saber si nos vamos a morir mañana y terminamos tolerando que la UE saque adelante como histórica una ley de inteligencia artificial que, por muy pionera que sea, abre la puerta discretamente, y gracias a sus excepciones, a una vigilancia masiva digital y distópica.

Vamos camino de vivir en un enorme Gran Hermano mundial sin prácticamente inmutarnos, del mismo modo que miramos hacia otro lado ante la masacre que arrasa Gaza. Mientras, le dedicamos horas de televisión y miles de páginas de periódico a una amnistía ya retorcida a estas alturas de la partida o a la última polémica o debate político irrelevante para nuestro día a día y que mutará a otro nuevo antes de que decidamos de qué lado posicionarnos. 

Brindemos juntos, mientras, por un año más, un año menos. ¡Feliz 2024!

 

PD. Hablando de expertos, me gustaría agradecerles desde aquí a todos con los que he tenido el placer de hablar durante este año. Sobre todo a los que he molestado y robado tiempo en numerosas ocasiones en estos últimos doce meses. Con su paciencia, rigor y conocimientos, he podido firmar informaciones llenas de puntos de vista inteligentes, interesantes y llenos de sentido común. Pero, sobre todo, me gustaría darles las gracias a ellas, a las expertas. Por permitirme darles voz y caminar juntas en el escabroso viaje que es el síndrome de la impostora. Millones de gracias.

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