Sólo lo común nos salvará a todos: política (honesta) frente al odio Jesús Maraña
Dame un enemigo y salvaré la patria
Probablemente todo empezó con Jordi Pujol. Probablemente todo empezó con el asunto de la Banca Catalana y saltó por los aires cuando al antiguo hombre noble convertido en apestado se le negó la impunidad que reclamaba a cambio de hacer saltar por los aires el Estado.
También es verdad que el problema catalán y las obligaciones a las que someten a sus ciudadanos las cuestiones identitarias vienen de los años veinte, como mínimo. No hay más que leer lo que escribió al respecto Josep Pla, quien decía que si él hubiera sido inglés, alemán o ciudadano de las islas Canarias o Málaga, habría sido violentamente antinacionalista, pero que como era catalán, no tenía más remedio que ser justo lo contrario.
El caso es que la cuestión catalana y su encaje en el resto del país ha seguido teniendo, antes y ahora, un peso a ratos difícilmente soportable en la política española. Y, además, ha ido saltando de personaje en personaje ambiguo, y todos ellos complicados, hasta llegar a Carles Puigdemont, que a día de hoy se ha convertido en dos piedras en los zapatos del Gobierno y de sus propios supuestos compañeros del independentismo, tal vez porque formaba con ellos un matrimonio de conveniencia y porque a unos y otros les separaban profundas diferencias ideológicas.
El partido del que proviene Puigdemont, Convergencia, era la derecha catalana de toda la vida, muy parecida a la del resto de la nación y con problemas similares: quizá la gente ha olvidado que, poco antes de la declaración de independencia, de tres segundos, a Artur Mas había que llevarlo al Parlament en helicóptero para que así esquivase las concentraciones de trabajadores furiosos con él por sus recortes. En un abrir y cerrar de ojos, sin embargo, él y los suyos se volvieron separatistas de toda la vida. Es más, trataron de imponer sus convicciones y aspiraciones ilegítimas, o al menos ilegales, en lugar de defenderlas y razonarlas democráticamente y ateniéndose a las reglas del juego de la convivencia.
El PP forcejea para resucitar el proceso por la misma razón que contra Franco vivían mejor algunos: necesitan un enemigo del que salvar a la patria
Ahora, un indudable constitucionalista como Salvador Illa va a ser presidente, con el apoyo de Esquerra Republicana de Cataluña, y se produce la paradoja, otra más en el Partido Popular, de que para eso en la calle de Génova se les ha olvidado lo de la Constitución y demás. Que el PSOE ha tenido que hacer a sus socios concesiones que a muchos pueden resultarles intolerables -o intolerable que lo hagan otros en lugar de hacerlo ellos-, se entiende perfectamente. Quienes las critican están en su derecho y tienen sus argumentos.
Y en esto, Puigdemont, que aseguró que se retiraría de la política si no ganaba las elecciones, no las ganó y ahí sigue; que después advirtió al presidente Sánchez que rompería sus acuerdos si no era investido, por mucho que no tenga, ni de lejos, los votos necesarios para exigir semejante cosa; ahora asegura que va a volver a España para la sesión de investidura de Illa y que, al fin, está dispuesto a ejercer de mártir y ser detenido por las causas que pesan contra él. Sin duda, es un personaje incómodo para todos y también para su propio partido.
Por su parte, el Partido Popular forcejea para resucitar el proceso por la misma razón que contra Franco vivían mejor algunos: necesitan un enemigo del que salvar a la patria. Y en el fondo, todo sigue igual. Y esa es la mala noticia. La peor es que ahora hay una ultraderecha que también tiene algunas cartas de esa baraja. Un peligro, sin duda.
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