Qué ven mis ojos

Era por nuestro bien

“Los que te dan a elegir entre ellos o nosotros, no te ofrecen la salvación: te ponen entre dos fuegos”. 

En el escenario de Le Bataclan sonaba una canción llamada Besa al diablo cuando el coche de los terroristas llegó al boulevard Voltaire de París y los asesinos entraron en la sala con sus fusiles para cambiar el ruido de las guitarras por el de las balas, la cultura por la barbarie, la vida por la muerte. Pura maldad, sicarios de la demencia, falsos mártires, simple veneno. El fanatismo religioso y nacionalista es una Edad Media dentro del siglo XIX, un regreso al pasado donde todo sigue igual, los líderes espirituales incitan a la guerra santa, las fronteras se cierran y a los enemigos se los llama infieles, con la única diferencia de que las espadas se han transformado en ametralladoras y los caballos en reactores F-35. En un bando, kamikazes sin avión, bombas humanas; en el otro, invasores caídos del cielo que no ponen un pie en la tierra que atacan. A un lado, los que quieren convertir el Islám en un canto a la locura, con sus prisioneros decapitados vía satélite, sus mujeres encerradas en un burka o lapidadas en un descampado y su dinamita en las ruinas de Palmira o Bāmiyān; al otro, los Estados Unidos y las naciones de Europa que se cubren de murallas y reúnen sus ejércitos para la reconquista o la venganza. Ojo por ojo y diente por diente, caiga quien caiga. A los que huyen de los criminales de Irak, Siria o Afganistán se les corta el paso en las aduanas y a los que se quedan en Damasco, Kabul o Bagdad los aniquilan los kalachnikov de los yihadistas o los cazabombarderos de sus presuntos salvadores. Fuego amigo, lo han llamado, en el colmo de la hipocresía.

Hemos viajado a la luna pero el mundo sigue lleno de gente atrapada. Hemos inventado teléfonos móviles que al final se usan para lo mismo que se hacían redoblar las campanas, para pedir auxilio, SOS, save our souls, salvad nuestras almas. “¿Dónde la rosa roja, entre tantos escombros?”, se pregunta el poeta Álvaro Salvador en su último libro, Fumando con mis muertos. Y sin embargo, todo eso, nos dicen unos y otros, es por nuestro bien, para salvar nuestra fe, nuestra civilización. Todos los dioses se parecen en una cosa: empiezan en un templo y acaban en una trinchera. Por eso es posible que mientras un presidente casa con la mano derecha a su hija en el monasterio de El Escorial, con la izquierda meta a tu país en una cruzada ilegal, basada en la existencia de fábricas de misiles atómicos imaginarias y otras mentiras.

Por nuestro bien, para que no se coman nuestro pan y perviertan nuestros valores, a los refugiados que tratan de escapar de los criminales, se les interna en campos de concentración, se les echa la policía encima, se les corta el paso con alambradas de espino, se los acusa de ser pistoleros disfrazados. Se sabe que ISIS y el resto de las bandas de la zona acusan a los fugados de desertores, de ser musulmanes indignos, de combatir con su cobardía al califato; pero eso no se quiere oír, se considera una artimaña, una maniobra de distracción. A la construcción de máquinas para matar le llamamos industria armamentística, y eso lo explica todo: una industria tiene que producir, no puede detenerse porque, de lo contrario, se arruinaría. Eso sí, lo hacen por nosotros, en defensa de nuestro país y nuestras vidas. Los discursos refuerzan las sospechas como la noche amplía los dominios del miedo.

Y así es todo, porque los problemas son diferentes y los dramas tienen un grado, pero el modelo que siguen quienes los crean para sacar provecho de la desgracia ajena, es siempre el mismo. Para qué se iban a molestar en cambiarlo, cuando funciona: si no está roto, no lo arregles. Podemos poner algunos ejemplos locales y a ras de suelo. La Dirección General de Tráfico recaudó el año 2014 en España 129,6 millones de euros en multas, con sus radares móviles o fijos y sus helicópteros Pegasus. En los primeros cinco meses de este 2015, ya ha batido la marca, llevando a las cajas fuertes del Estado 135.880.335. Obviamente, todo con el fin de protegernos de los accidentes.

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Los recortes que hemos sufrido durante la crisis y han servido exclusivamente para salvar la banca, se hicieron también en interés del ciudadano, para que no se viniera abajo nuestro sistema, puesto que con él nos hundiríamos todos. Por eso se les pone en la espalda la cruz de antisistema a quienes claman porque la desigualdad crece aquí más que en ninguna parte y mientras las empresas del Ibex 35 o las entidades financieras multiplican sus ganancias a la gente normal se la desahucia, se le pagan sueldos miserables o se la envía al paro.

La Ley de seguridad ciudadana que intenta amedrentar a los manifestantes y llenar la democracia de calles prohibidas, también se ha dictado por nuestro bien, para que nos sintamos seguros. Y lo mismo ocurre, entre otras muchas cosas, con el hostigamiento continuo de la sanidad pública: lo hacen para que nos curen mejor, para mejorar el servicio y que no nos falte de nada en los hospitales. Por no hablar de la enseñanza, donde el modo en que lo ven ellos y lo vemos nosotros explica por qué con las mismas letras de la palabra educar se puede escribir la palabra recaudar.

Lo único que se puede hacer contra todo eso es seguir en la lucha, no dejarse arrastrar por las corrientes de opinión ni por los cantos de sirena de los coches-patrulla y las ambulancias. Y pase lo que pase, no callar nunca, no obedecer el toque de silencio. “No se puede escribir este poema. / Este poema que quiero dedicarte, / no se puede escribir, / ya lo verás”, dice Álvaro Salvador en uno de los poemas de Fumando con mis muertos (Fundación José Manuel Lara), titulado: En las noches oscuras. Pero mientras dice que no, ya lo ha hecho. Ésa es la onda.

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