El Gobierno de los platos chinos Cristina Monge
Juan Carlos I y el ‘hackeo’ constitucional
La conmemoración de la Constitución empieza a ser un revival que va del hay que reformarla pero no ahora al boicot subliminal de Juan Carlos I. Cual elefante en la fiesta de la ley fundamental, es el segundo año que se cuela con toda su cacharrería. La celebración, en parte por el bloqueo y la incapacidad para ir más allá del no toca, está perdiendo sentido y significado. Y como todo vacío es susceptible de ser ocupado, el emérito se ha empeñado en llenar ese hueco. Lo de esta semana ya lo hemos vivido: hace un año eligió el 6 de diciembre para dar a conocer su regularización con Hacienda y la declaración confesa de fraude fiscal. Como ahora, la conversación se llenó con el hackeo del exjefe del Estado a la fiesta de la Carta Magna. Y lo que parecía motivo suficiente para investigar de dónde salían las comisiones que provocaron la regularización, otros lo entendieron como el emérito quería: la razón para volver a casa por Navidad y por la puerta grande. En 2020, sin paguita. Pero la tabula rasa no pudo ser, este año tampoco.
Volviendo al revival de la reforma. En 2016, la portada del diario El País, coincidiendo con otras, titulaba: “Rajoy enfría el debate sobre la reforma de la Constitución”. Sin mayoría y con Podemos ya en el Congreso, el expresidente del PP dijo: “Debe ser una reforma limitada y concreta que reúna un consenso similar al texto de 1978”. Ciudadanos reclamó entonces el cambio urgente que había fijado en su pacto de investidura y del que ahora reniega. Un año después, 2017, 39ª aniversario, mismo titular y espíritu: “La división y la pasividad bloquean la reforma”. Entonces, Pedro Sánchez abogaba por abrir el diálogo de la reforma en 2018. Llegó ese año, flamante 40 aniversario de la Carta Magna, y los mismos juristas que hoy piden abordar ciertos cambios los desgranaron entonces. Hasta Felipe González y José María Aznar coincidían en ciertos cambios concretos.
Así llegamos al 41º y al 42º aniversario. Precisamente porque hemos asumido que no se actualizará la Constitución, el tema de marras de esta edición es la vuelta de Juan Carlos I. De alguna manera ambos asuntos rompen en el mismo punto: no hay condena expresa y oficial al emérito, ni ley de la Corona ni reforma de la Constitución. Es decir, la política no aborda el colapso institucional que arrastramos desde su abdicación.
La figura de Juan Carlos I es y tiene que ser reprobada en fondo y forma al margen de las investigaciones de la Fiscalía. El emérito es un ex jefe del Estado evasor fiscal confeso
En el editorial del 40 aniversario, El País señalaba cómo España había superado con éxito “una última prueba: castigar la corrupción, procediendo con la fría imparcialidad que exige la igualdad de los ciudadanos, de todos los ciudadanos, ante la ley”. En parte, ese fue el legado moral de la ruptura social de 2011. El revulsivo de aquel año dejó claro que las generaciones nacidas en democracia, quienes se han comido una crisis económica detrás de otra, querían cambios e higiene democrática. Los partidos nuevos, Ciudadanos y Podemos, acumularon gran parte de ese voto joven. Una década después, no solo se está cronificando la imposibilidad de hacer un refresh al texto. Es peor, se está aprovechando desde algunos sectores para que aceptemos que las prácticas irregulares de Juan Carlos I son parte de la factura de la Transición, una secuencia del ADN de un país que no acaba de sacudirse la España negra y cañí de la corrupción. Nada más lejos.
La figura de Juan Carlos I es y tiene que ser reprobada en fondo y forma al margen de las investigaciones de la Fiscalía. El emérito es un ex jefe del Estado evasor fiscal confeso. Su propia figura personal es la de un hombre que ha vivido su libertinaje a costa del silencio de las mujeres de su familia y el de una época. ¿O no duele con la mirada de hoy el papel de la reina Sofía, el disimulo obligado a su falta de respeto y decoro con la institución?
No es posible salvaguardar la imagen del emérito a costa de la imagen de España. Defender a Juan Carlos I para salvar a Felipe VI es un axioma imposible. Todo el pack es tan reprobable que justificarlo es hacerle pagar a la Monarquía, sea cual sea su futuro, un precio demasiado alto y una imagen de la que difícilmente podrá deshacerse. Si pretenden, como hace pensar el emérito cada vez que habla a través de terceros, que el archivo penal vaya unido a un perdón y olvido social de las irregularidades, supone perpetuar esa España negra que tanto nos cuesta a veces sacudirnos.
No reformar la Carta Magna y la institución monárquica es asumir que la sociedad española no está madura para ambas cosas. La versión oficial de una democracia parlamentaria no debería ser si Juan Carlos I hizo un buen papel en la Transición. Eso está superado. La España de hoy se merece que los delitos de Juan Carlos I no se investiguen en Suiza o Inglaterra y acaben en una batería de archivos en España. Se merece reconocer el fracaso de la inmunidad, una condición que solo ha servido para que el emérito oculte dinero en Suiza, defraude a Hacienda y otros tantos asuntos personales. Y se merece que el Gobierno y los partidos políticos planteen cómo se debe regular la institución monárquica.
Pedro Sánchez dijo en 2018: “Me gustaría que los jóvenes sintieran como suya esta Constitución”. En estas condiciones será difícil. Escudarse en la polarización para no abordar la parálisis constitucional es sembrar una desafección de impredecibles resultados. El inmovilismo, por pura naturaleza, sólo puede derivar en el descrédito, en el distanciamiento de la ciudadanía con la política. Y esta en ruptura.
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